lunes, 19 de agosto de 2013

El Poeta que vino del Sur

Poesía de la A a la Z

El poeta Horacio Benavides, quien fue el ganador del Premio Nacional de Literatura que otorga el Ministerio de Cultura. Perfil de un hombre muy tímido

Horacio Benavides, Premio Nacional de Literatura - Poesía 2013./revistaarcadia.com

El poeta habla sobre su infancia

Creo que lo fundamental de mi vida estuvo en la infancia. Es más, creo que mi obra gira en torno a ella, eso lo vine a descubrir hace poco. Todo empezó en el sur del Cauca, sobre la cordillera Central, en el municipio de Bolívar. Allí tenía mi padre su finca, y allí nacimos sus hijos. La casa era grande, alta, hecha de tapia. Ya mi padre había abandonado la arriería para dedicarse a cultivar café. Estábamos rodeados de árboles y cañadas; a lo lejos, desde nuestra colina, se veía el pueblo, los cerros altos, los pequeños y abundantes ríos del macizo colombiano. Esa era nuestra tierra, la de nuestros antepasados, todos arraigados por siglos al suroeste. Lo que viví en esas montañas, mi relación con los animales, las tradiciones que observé, las historias que escuché, fueron moldeando mi vocación por la palabra.
Recuerdo cuando a los cuatro años vi por primera vez un muerto. Una mañana, en la colina del frente, levantaron una bandera blanca sobre una casa, señal de que alguien había fallecido. Mi madre la vio y fue a bus-carme a la habitación para que la acompañara. Llegamos a la casita de bareque y, como el día era soleado, vimos todo oscuro cuando nos asomamos a la puerta. Nos quedamos allí un momento y lentamente el interior empezó a clarear: vi a dos señoras. Una de ellas tenía el muerto en su regazo, y había una gran olla a su lado. Lo estaba bañando. Entonces pregunté: “¿Por qué lo bañan?”, y la respuesta de mi madre fue: “Porque debe presentarse limpio ante el Señor”. Luego lo secaron, lo vistieron con ropa nueva, y lo acostaron en el ataúd. Una de ellas puso un cabo de vela a su lado, y yo volví a pre-guntar: “¿Para qué la vela?”, y mi madre dijo: “Porque tiene que pasar regiones oscuras”. Al final hicieron un atado con cintas y lo dejaron en el cajón. “¿Para qué las cintas?”, pregunté. “El muerto debe cruzar abismos”, volvió a responderme ella. Regresamos a casa, y desde entonces pienso en esas misteriosas palabras que describían la muerte. Lo indio y lo cristiano, la muerte como un camino, la travesía a otro lugar.
Otro día estábamos en casa y se escucharon tambores y flautas, música festiva en el filo de la montaña. Salimos a ver, y nos encontramos con una procesión y una chirimía: iban a enterrar un niño. Pero no cargaban el cadáver en un ataúd, sino que lo habían puesto sobre unas tablas cubiertas con tela y lo llevaban en andas. La imagen no se me olvida: el niño pálido, rodeado de flores, avanzando entre la música. Esas costumbres me hacen pensar en Bolívar no como un rincón apartado del mundo, sino como un centro. Años más tarde encontré en un ensayo de Lezama, gran conocedor de la tradición popular cubana, un entierro de un niño en idénticas circunstancias.
Baja el niño
la escala
leve como su sombra

Mira el espejo
donde los sauces
velan su cara

Oye cantar
la ausencia
sobre el ciprés

El río lo espera
la nave azul
su vela blanca

(De Sombra de agua, 1994).
Las noches eran el tiempo de las historias. Mi padre tenía una lámpara que colgaba en la puerta cuando se ponía el sol. En los corredores los trabajadores fumaban y contaban cuentos de miedo: la muerte era un jinete que galopaba por los caminos. Adelante iba un pájaro chillando, anunciándola. Quien lo oía debía tirarse al monte si quería salvarse. A las ocho apagaban la lámpara, entrábamos a los cuartos, soplaban las velas, y se hacía una completa oscuridad. Era el tiempo de las brujas, aleteaban como grandes pájaros, las escuchaba aterrizar en el techo. Al día siguiente, si uno amanecía con un moradito en el brazo o en la pierna, mi mamá decía: “Anoche lo mordió una bruja”. Eran noches inmensas, negras como pozos, y lo invitaban a uno a imaginar otros mundos.
De la mano de mi madre aprendí lo esencial. Fue una mujer inteligente, intuitiva. A los tres años me llevó al pueblo a pasar mi primera noche fuera de la finca. Dormí en casa de una amiga suya, y al despertarme ocurrió algo extraño: descubrí que no cantaban los pájaros. Fue un instante doloroso, me sentí vacío porque no los escuchaba. Había vivido esos tres años en medio de los pájaros y los había ignorado. Pero ante su ausencia me di cuenta de la importancia que tenían para mí. Fue así como entendí, pasado el tiempo, que perder es necesario para el hombre, y no me refiero a perder en el sentido de la competencia, sino a aceptar el hecho de que las cosas pasan y aparecen otras. Es como si mi madre me hubiera llevado al pueblo a enseñarme: “Para llegar a tener algo, usted tiene que saber perder”.
Desde los primeros años empezó mi observación de los animales. A algunas de esas observaciones les encontré sentido más tarde. Hay, por ejemplo, un poema que se llama “El cerdo”. Siendo niño vi que los cerdos, cuando iba a llover, cuando estaba tronando, comenzaban a danzar, a inquietarse, a moverse rítmicamente en el corral. “Se alegran con el agua”, pensaba. Años después le encontré sentido a esa danza: lo bajo –el cerdo en el lodo– celebra el agua que cae del cielo. Escribí el poema, y ahora sé que los griegos, antes de los dioses olímpicos, creían en una diosa cerda, la Diosa Blanca. ¿Por qué una cerda como diosa? Es probable que hayan hecho la observación que describo: veían cómo un animal, desde el lodo, también puede rezar, unirse al arriba.
También me gustaba contemplar los caballos. Era una costumbre darles sal en la mano, y en esos momentos uno sentía su respiración, suave y fina. El caballo tiene esa suavidad, pero también puede ser brutal, en la fuerza de su galope, por ejemplo. 
Sufrí mucho cuando empecé a estudiar en el pueblo, pues me alejaba de los animales y yo estaba apegado a ellos. Me angustiaba irme; volver era una alegría, era el regreso a lo que consideraba mío. Por eso sé que el caso del desarraigo de los campesinos colombianos es una pena dolorosa: tener que dejar toda una vida que ha crecido en medio de sus tierras es algo traumático y de lo que no se sabe casi. Muchos colombianos no tienen idea de qué tan terrible es el drama del destierro.
Tarde sabrás
que eran imprescindibles
la silla la mesa tu perro
la flor que no veías

que el mundo era tu espejo
que ido
te marcharías con él
y te dejarías solo
boca arriba
mudo

(De La aldea desvelada, 1998)
Fue mi madre quien más me aportó en relación con el lenguaje. Ella sabía encontrar la esencia de las palabras, algo extraño teniendo en cuenta que fue una mujer que no hizo sino hasta tercero de primaria. Me contaba que una vez, a sus once años, viajó a San Juan, un pueblo en los límites con el Huila donde tenía familia. Mi abuela era indígena paez y en ese lugar vivía un tío. Estando allí, fue a la plaza de mercado, y de pronto un hombre borracho se levantó de su silla y dijo en voz alta: “Estos dicen que son ricos porque tienen fincas. ¡Rico yo: todo lo que ven mis ojos es mío!”. Ecos de Whitman en un pueblo perdido del Cauca. Me parece un milagro que una niña campesina, que jamás había escuchado la palabra poesía, encontrara belleza en esas palabras.
Conocí a mi abuelo materno, David Zúñiga, pero no conocí a mi abuelo paterno, Zenón Benavides. Hay un poema en La aldea desvelada que habla de este último, y que podría atribuírselo a mi madre. Él era indio, y mi madre contaba: “Solía encontrarme a Zenón Benavides en el camino; siempre me saludaba con sus maneras risueñas, tranquilas, y se quedaba un rato conversando conmigo. Pero un día tenía la sonrisa triste. No me dijo directamente que se iba a morir, sino que dijo: ‘Sé que esta vez me toca, Fidelina’, y se alejó por el camino en su mula. Al poco tiempo murió”. Eran muy precisos esos recuerdos de mi madre, grababa lo que la impactaba y luego lo narraba a sus hijos.
Hay una experiencia dolorosa que tiene que ver con su padre. David Zúñiga trabajó toda su vida. Era un mestizo blanco, ojiverde, barbicolorado, afanoso por tener las tierras que llegó a tener. Había en él una fuerza extraña, se levantaba a las tres de la mañana y despertaba a sus hijos para que recogieran el café a esa hora, sin ver nada, al tacto. Estaba casado con María Santos, una paez que murió joven. Mi madre me contó que un día la abuela se sintió enferma y en silencio se acostó a morir. Literalmente, se acostó a morir. Alguien le fue a decir a David que ella estaba mal, y él regresó malhumorado, se paró en el umbral y con voz dura preguntó: “¿Qué quiere, María Santos, no ve que estoy trabajando?”. Y ella en su agonía le contestó: “No pierda su tiempo, David Zúñiga, siga trabajando…”. Es conmovedor. Mi madre me repetía esa anécdota, me la contaba una y otra vez.
Pero no quiero ser injusto ignorando la huella que dejó David Zúñiga en mi vida. Él fue quien me inició en la poesía. Sucedió cuando mi mamá iba a dar a luz a una de mis hermanitas. Ya la comadrona estaba en casa, y él se alejó conmigo para que las mujeres quedaran en su intimidad. Recuerdo que me propuso que lo acompañara a ver su caballo, y me condujo a un potrero cercano. Yo estaba muy pequeño, tenía aproximadamente cuatro años. De pronto él se detuvo en el camino y dijo: “Gallinazo buen amigo / mi caballo se ha perdido / ayúdamelo a buscar / si es que no te lo has comido”. Esa simple copla me hizo soñar: veía campos verdes, colinas, y al final el caballo derribado, manchado de tierra. Él nunca pensó que aquello fuera un poema, ni quería enseñarme nada, simplemente recordó esa copla y me la dijo. Se lo agradezco porque me enseñó algo bello. Tal vez no sea una copla maravillosa, pero fue la primera vez que sentí la música de las palabras.
Por Bolívar pasaba el camino indígena previo a la llegada de los españoles. Era el camino que comunicaba a las culturas que habitaban lo que hoy llamamos Perú, Ecuador y el sur de Colombia. Debido a eso, en este sur muchos lugares tienen nombres quechuas. Mi aldea, por ejemplo, se llama Chalguayaco, que quiere decir “río de los peces pequeños”.
Luego, por esos mismos caminos, se extendió la Conquista. Pasó Belalcázar con sus soldados hacia el norte, y mucho más tarde el Libertador rumbo al sur. Los españoles llegaron y dejaron su lengua. En esos pueblos todavía hay palabras del castellano antiguo. Allí los campesinos dicen “vide” para decir “vi”; “truje”, en lugar de “traje”; “haiga”, en vez de “haya”, y es paradójico, porque esas formas son vistas en el resto del país como una deformación de ignorantes, siendo español vernáculo. En algunos pueblos, para decir “despertar” dicen “recordar”, como en la primera copla de Jorge Manrique: “Recuerde el alma dormida (…)”. Creo que en esa mezcla de lenguas se origina la sabiduría de los campesinos y el valor que muchos le dan a la palabra.
Solo va el hombre
solo en su mula

la luna pone en camino
a los dos jinetes

una mula es de silencio
la otra de casco sonoro

un jinete va por el puente
el otro por el río

los dos se encontrarán
cuando entren en lo oscuro

(De La aldea desvelada, 1998) 
He tardado en referirme a mi padre. Era muy callado, no hablaba de sus cosas, no contaba sus experiencias, era hermético. Como a los diez años tuve que hacer un viaje con él. Era preciso atravesar una cordillera a caballo, él en el suyo y yo en el mío. Fueron diez horas de camino, y en todo ese tiempo no nos cruzamos palabra; pero no era indiferencia, sino que él iba en su silencio y yo en el mío. Llevábamos el fiambre que mi madre nos había preparado, y nos lo comimos bajo un árbol; recuerdo, como si fuera hoy, el arroz blanco, la carne y las papas. Comimos, y él no me dijo nada; volvimos a cabalgar, y no moduló palabra en todo ese tiempo.
Hablaba poco, pero hacía sus cosas. Tuvo una gran capacidad para organizar sus fincas, que eran varias, aunque pequeñas. Tenía una que parecía una obra de arte, en ella sembró un bosque de eucaliptos. Aquí el café, los naranjos, más allá las piñas, los plátanos, un potrero bordeado por una quebrada, como en una pintura. Fue un campesino atípico: era ateo, en ese sur donde todos eran católicos. Tal vez por eso nunca tuve ese miedo a la iglesia que nos infundían en el colegio, ni temores por la otra vida y el castigo. El viejo iba al pueblo, generalmente los miércoles y sábados, a conversar con sus amigos liberales y a hacer el mercado. Al volver traía el pan, la carne y El Espectador, que era un periódico liberal, amplio, valioso para el país.
También viene de él mi inclinación política por la izquierda, por la búsqueda de una mejor vida para todos. Él vivía pensando en eso. En los primeros años de la década de los cincuenta –este es un recuerdo muy vago– llegaron a la casa dos refugiados del Tolima que huían de los “Pájaros”, y mi padre los refugió. Uno se llamaba Ernesto y el otro Emilio: eran de origen paisa. Se quedaron varios meses en nuestra casa. Años más tarde uno de ellos volvió, y después no volvimos a tener noticias suyas.
Mi padre también me inició en la literatura, aunque no se dio cuenta. Tenía un baúl con llave donde guardaba sus escrituras, un revólver y sus libros personales. Los sacaba, los leía, y los volvía a guardar. Yo tendría diez años cuando un día se fue y dejó las llaves en la cerradura. Entonces me acerqué en silencio y lo abrí. El primer libro con el que me encontré fue una novela de Vargas Vila, que saqué y leí al escondido, temblando de la emoción. Era increíble y fascinante leer en esa época sobre los amores de un cura con una muchacha. Él tenía casi toda la obra de Vargas Vila en ese baúl, y era quizás lo único de literatura que leía.
Como migas de pan en el bosque

Días de una hermosura desconocida
levantados con palabras
¿cómo puedes ahora nombrar las cosas
con palabras tan frías?

Escucho en mi sueño caer
el árbol de tu voz

Yo que al sólo pronunciar tu nombre
enfrentaba con alegría caminos atroces
entré en el bosque
confiando en tus palabras
y no las encuentro para volver

(De Sin razón florecer, 2001)
La experiencia con que termina mi infancia fue el descubrimiento del amor. A los siete años sentí su aleteo por primera vez. Ella estudiaba en la escuela que quedaba frente a la mía. Apenas la vi me causó un impacto muy fuerte. A los once di un paso adelante: como no era capaz de decirle lo que sentía por ella, le escribí una carta que le mandé con mi hermana. Al poco tiempo contestó que me correspondía, que si quería nos encontráramos. Con ella tuve una sola cita. Si ya me daba miedo decirle que la quería, me daba más miedo encontrármela, pero igual le propuse vernos en una tienda. Había una banca, yo llegué primero, ella llegó luego, se sentó a mi lado, y por supuesto no me salían las palabras. Recuerdo que le acaricié el cabello en un gesto amoroso, se acabó el tiempo y ella se fue. Después nos vimos fugazmente, pero nunca más en un encuentro como ese. Al poco tiempo me envió una carta que decía: “Esto se ha terminado”. Y ahí sufrí mi segunda muerte. Sin embargo, aprendí una cosa: que el ser amado produce miedo. Pensaba entonces que esto me sucedía porque era tímido, luego descubrí que es una experiencia de casi todos. Todo ángel es terrible, dice Rilke.
Ahí concluye mi infancia, y aún sigo dando vueltas en ese espacio. Me doy cuenta de que todo lo que después he trabajado con las palabras ya estaba en esa época. Eso me diferenció de los amigos que empezaron a escribir en mis tiempos, no porque yo quisiera ser diferente, sino porque no era capaz de hacerlo de otra manera. Ese es el primer ciclo, del que se nutre mi trabajo. Luego llegaron el otro amor, los libros, la poesía, el trabajo, pero es otra etapa, y en ella no podría definir los momentos claves.
*
 A Cali vinimos todos. Tal vez mi papá se cansó de trabajar tan duro, de hacer préstamos a la Caja Agraria para lo del café, de cosechar, luego volver a prestar, y mantenerse en un trabajo eterno. Seguramente pensó que la ciudad nos daría una vida mejor. Pero no fue así. Él trajo algún dinero que al comienzo nos permitió vivir más o menos bien, pero la plata se fue acabando, y bueno… esa es otra historia que prefiero no recordar.
El poeta se queja de su suerte

Sé que han hecho de mi vida historia
De mi vida
que huyendo del tiempo
se refugió en la poesía

Sé que han disertado
en minuciosos ensayos
sobre lo que puse en el papel
mas yo me desconozco

(De Sin razón florecer, 2001) 


Una conversación con María del Socorro, la esposa del poeta
—A Horacio no le gusta recordar en público, para él recordar es algo íntimo y prefiere hacerlo en silencio. Con nuestros dos hijos siempre soy yo quien habla, quien pone el tema. A mí me encanta preguntar, saber del pasado, y he querido que él nos lo cuente. Recuerdo un momento especial, hace cinco años en Popayán, cuando escuché por primera vez a Horacio hablar de sí mismo en un recital: hizo referencia a su encuentro con la poesía, a su mamá y a sus antepasados. El auditorio estaba conmovido porque él tiene una manera muy bonita de hablar, nada fingida. Desde entonces ha compartido poco a poco las anécdotas de su vida con otros, esa apertura vino con el paso de los años, con la experiencia y la necesidad de que otras generaciones y otras personas sientan que el pasado es fundamental y que la voz campesina es muy importante. Sin embargo, siempre ha sido muy discreto y no comparte sus experiencias o preocupaciones más íntimas con otros.

—¿Cómo se conocieron?
—Conocí a Horacio cuando yo tenía diecisiete años, en la década de los setenta. Ambos vivíamos en el barrio Villa Colombia. Una vez pasé por su casa, la puerta es-taba abierta y lo vi pintando unos cuadros que me impresionaron. Seguí derecho hacia la tienda, pero quedé impactada. Comencé a fantasear con la idea de que sería mi amigo y me enseñaría a pintar. Una amiga mía lo conocía y me contó que era profesor, que trabajaba en Santa Isabel de Hungría, y entonces le confesé a ella que me gustaba. Supongo que la atracción se debía a que esa casa era para mí un misterio: la gente que vivía en ella era callada, reservada. Me acerqué entonces por medio de mi amiga, me lo presentó y yo le pedí que me hiciera unos dibujos; él me los hizo. Me empezó a gustar de una manera extraña, porque me seducía lo enigmático, lo lejano, lo que en mi casa me prohibían completamente. Cuando conversé con él me encantó su voz, su mesura. Me parecía que su cuarto era rarísimo. Era el primero después de la sala. Tenía una vidriera repleta de libros. No era un cuarto común y corriente. Se notaba que en él vivía alguien distinto a lo que yo conocía. A mi familia nunca le habría parecido correcto que él, ocho años mayor que yo, pudiera ser mi amigo, mucho menos mi novio; además su familia no se parecía a la nuestra, estaba en otra búsqueda. Quizás yo actuaba con la rebeldía de la juventud, pero gracias a eso llegué a él.

”Luego de esos encuentros iniciales él empezó a pasar siempre por mi casa y así comenzó el gran amor. Era una relación distinta a la que mantenían mis compañeras con sus novios. A ellas se les declaraban rápidamente, se iban a bailar, pero a mí no me dejaban porque mi familia era muy conservadora, así que las cosas avanzaron muy despacio. Al principio nos encontrábamos para conversar frente a mi casa, bajo un árbol de carbonero muy bonito. Un día me entregó la primera carta, y recuerdo que por mucho tiempo no hice más que tocarme la mano. Era la felicidad porque él me había rozado.
Agua

Agua de la mañana
agua cercana
que nadie ve

Agua de la fuente
que siempre dice
lo que se olvida

Agua de la cisterna
sombra del agua
para tu sed

(De Sombra de agua, 1994)
”Mi mamá empezó a preguntarle a todos en la cuadra sobre esa familia, los Benavides, y una vecina que vivía al frente le dijo que él era comunista, que era ateo, que era profesor y que además pintaba. Eso era lo peor que le podían decir a ella. A pesar de eso no nos distanciamos. Él empezó a acompañarme a tomar el bus al colegio. Yo estaba en quinto de bachillerato, y desde ese momento comenzamos una conversación que ha durado toda la vida, y es acerca de ser profesores. Yo amo ser maestra, él también, y nos hemos acompañado todo el tiempo en esta carrera. Hablábamos de los niños y de las maneras de enseñarles. Todavía hoy es igual. Con Horacio converso mucho a partir de las cinco de la mañana. Me levanto muy temprano y, mientras organizo mis cosas, le pregunto qué ha soñado. Él siempre me cuenta sus sueños, y a mí me encanta escucharlo. Conversamos ese rato mientras me preparo y salgo a coger el bus. Es una rutina. También me guía y me da ideas para el trabajo. Desde la madrugada ya estoy preguntándole: “¿Horacio, cómo te parece esta clase, qué decís de esto, hago este examen así?”, y siempre tiene una palabra para mí.

”En esa época también hablábamos de política, pero él nunca trataba el tema como si me estuviera adoctri-nando. Me decía que era necesaria una justicia social, un cambio, que la vida tenía que ser distinta, pero no me invitaba a sus grupos. En ese tiempo iba a uno formado por Estanislao Zuleta, quien lo marcó mucho. Leían El capital con los obreros. Él nunca quiso inmiscuirme en ese ambiente. Pero yo no sufría por eso, lo veía como algo ajeno a mí, algo que pertenecía a la intimidad de ese hombre que me amaba.

”Casi toda la primera parte de la relación fue por correspondencia o por notas en papelitos. Todavía guardo algunas de ellas y se las he mostrado a mis hijos porque me parecen muy hermosas. Yo no sé si él guarda las mías. Doris, mi amiga, era la mensajera. Ella iba a hacer tareas conmigo y cuando terminábamos yo le mandaba una nota a Horacio y ella me entregaba la que él me había enviado. Él las envolvía de una manera especial. Era el año 1973, y yo era experta leyendo su caligrafía. En esas cartas escribía sus reflexiones políticas, pero también re-flexiones sobre nuestro amor.

—¿Cómo la recibieron a usted en la casa de Horacio?

—Creo que ellos me recibieron con un poquito de resistencia, sobre todo los hermanos hombres. Eran de una izquierda más dura, digamos, en donde no era permitido enamorarse, tener una novia. Nunca perte-necieron a un partido, pero hacían parte de grupos de izquierda. Al comienzo no me recibieron muy bien por-que creyeron que yo era una burguesa, una niña tonta, que estaba enamorando a Horacio y que lo iba a sacar del camino. Sin embargo, la mamá de él me quería muchísimo. Ella le decía que yo no necesitaba nada para ser bella. Fidelina era muy cariñosa conmigo y con mis hijos, pero también distante. Él la adoraba. De alguna manera fue la mujer que puso en él toda su poesía.

—Horacio estudiaba pintura y, según sus profesores y amigos, tenía mucho futuro. ¿Por qué abandonó las artes plásticas y se dedicó a escribir?

—En 1974 Horacio dejó de pintar. Un cuadro que tenemos acá en la sala, que fue un regalo para mí, fue el último que hizo. Abandonó la pintura por varias circunstancias, en primer lugar porque lo sacaron de Bellas Artes debido a su posición política y a las actividades que organizaba, y también porque resultaba muy costoso comprar lienzos, óleos, y disponer de un espacio para trabajar diariamente. Además, según lo que él me estaba contando hace poco, por esos días le publicaron unos cuentos en un periódico, y la escritura ya era una forma de expresión de su sensibilidad.
La casa

Siempre entramos en la casa
con los ojos cerrados
La casa nos toca de seda
nos viste de armadura
No hay teléfono
más extenso que el suyo
ni talle más pleno que su luz
De la cama subimos al aroma del tinto
del tinto por las ramas al mantel perdido
Una voz nos llama desde la sangre
es el árbol el que habla en el centro del patio
Tomamos entonces
el lento ascensor de la sombra
mientras la mano cae
en la forma pura del agua
Tan dulce nos oprime la casa
que la llevamos a cuestas
como la tortuga

(De Las cosas perdidas, 1986)
Horacio empezó a escribir su libro Orígenes antes del nacimiento de Pablo, nuestro hijo mayor. Las cosas perdidas, el segundo, fue escrito en gran parte durante su descubrimiento de la paternidad, y varios de los poemas que están allí tienen que ver con la casa donde vivíamos, en el barrio Caldas, al sur de Cali. Esa casa tenía por particularidad un patio en el centro, con una palmera, cruzado por un corredor. Desde allí veía a Horacio completamente concentrado en su escritura. Él ha querido muchísimo a sus hijos, y en esa casa cargaba a Pablo y caminaba con él para hacerlo dormir. Creo que todo eso debió de haber quedado en la mente y en el corazón de mi hijo, y por eso se dedicó a la música. Con Eliseo fue igual. Es muy gracioso porque Horacio dice que quien viva en esta casa dentro de unos cincuenta años va a sentir los pasos que van y vienen por el corredor. Usted ve a Eliseo cuando está pensando sus cosas, y camina sin parar de un extremo al otro. Horacio es igual, y Pablo también, chasqueando sus dedos al ritmo del compás, pensando en melodías.

—María, ¿Horacio cuándo dejó de trabajar en los colegios y comenzó el Taller Literario para niños con dificultades con el lenguaje?

—Horacio trabajó en el colegio donde matriculamos a Pablo, luego en otros, pero siempre tenía problemas con la norma, con los paradigmas pedagógicos, porque él cree mucho en la creatividad, en permitirle al otro ser libremente, y en esos colegios no esperaban eso de él.

Desde hace veinte años dejó de trabajar como docente, sin embargo ha hecho trabajos con la Secretaría de Cultura del Municipio, con la Biblioteca Departamental, con el Banco de la República, con Proartes. El Taller Literario, su proyecto personal, comenzó hace unos diecisiete años. Llegan a nuestra casa niños a quienes no les gusta leer, o que tienen dificultades con el lenguaje, y Horacio los hace enamorar de la palabra, los encamina. Ese trabajo con los niños es una de sus vocaciones más fuertes, inspira su escritura y lo mantiene alegre, es algo que él sería incapaz de abandonar.

”De todas maneras, aunque no trabaje como profesor de colegio, creo que muchas de las instituciones educativas de la ciudad se han nutrido de lo que Horacio hace, porque a través de los talleres y asesorías a maestros él ha propuesto formas muy atractivas para enseñar literatura a los niños: el trabajo sobre la mitología griega, la tradición popular, las adivinanzas y la poesía infantil se nutren de su experiencia. Yo llevé el poeta Li Po a mis estudiantes de tercero de primaria, porque me encanta, y me encanta porque Horacio me lo compartió. Luego, mis colegas empezaron a enseñarlo también, y a poner en práctica su forma de enseñar poesía en general. Eso es lo que nos ha unido siempre: el amor por enseñar. Nos ha mantenido toda la vida con un tema para hablar, para discutir y hasta para pelear. Nunca nos lo propusimos, pero eso es lo que nos ha movido y mantenido juntos.
Las palabras que no pude pronunciar

Querías
unas palabras para ti

Te contemplé
y haciendo un esfuerzo
logré tartamudear las que no eran

Ahora a solas
las digo en vano
Cierro los ojos
y vuelvo a contemplar
la luz de cobre del crepúsculo
jugando en la orilla
de tus senos

Mis dedos sueñan
un camino de musgo

Mis labios rozan
el lomo del agua

(De Todo lugar para el desencuentro, 2005)
—Hablemos sobre la escritura de los libros de Horacio. Usted es la testigo más cercana de ese proceso.

—Soy testigo, por ejemplo, de los momentos de depresión y de angustia por no encontrar la poesía. También él es muy reservado con eso. Cuando está escribiendo no quiere mostrar nada hasta que tiene el libro terminado. Ahora, en los últimos años me dice: “¡Uy, lo logré!”. O por ejemplo fui testigo del Libro de adivinanzas, que le vinieron como un chorro. Él estaba completamente inspirado en esos días. En cualquier caso, dice poco. Algunas veces yo miraba un poquito sus libretas, para curiosear, pero siempre me daba miedo. Yo miro a Horacio con muchísimo respeto, él ha sido muy respetuoso con mis cosas, y yo he tratado de ser igual, aunque soy curiosa, pero la distancia que él impone me detiene. Aun así me doy cuenta de que está escribiendo: se torna callado, introvertido.

—¿Cómo sobrelleva él esos momentos en que no escribe?

—Él trata de caminar, de cambiar de actividad, pero yo sé que no está bien, que está preocupado. Hace dos años estuvo muy triste porque no había podido cerrar el último libro. Se aleja de los amigos. Yo le digo que vaya a los recitales, que invitemos compañeros, para llenarle con un poquito de música la vida.


Ruido de cascos en la noche
recuas de mulas cargadas de oro

Tierra cruzada por caminos
que se hundieron al paso
de tantos caballos
tierra rencorosa que no perdona

Hombres insatisfechos
voraces
que se niegan a abandonarla

(De La aldea desvelada, 1998)

Habla el poeta, otra vez


—¿Nunca volvió a Bolívar?
—No, nunca volví.
—¿Y no le gustaría volver?
—No sé, me da miedo encontrar que todo lo que dejé no sea más que un sueño de niño, mejor que se quede ahí.
—¿Será?
—Hay una cosa que no te he dicho. Mi último libro es sobre muertos de la violencia. Es un libro al que le he dedicado mucho tiempo, escuchando, viviendo, padeciendo toda la tragedia del país, que he vivido personalmente. Antes no podía escribir sobre la violencia, pero llegó el momento en que me sentí preparado. Y para eso tuve que pasar por cosas tenaces.
”A un hermano mío lo mataron, lo asesinaron, como hacen aquí, de la manera más injusta. Javier era de todos nosotros el más buena gente, el más desprendido. No era un hombre de guerra, nunca cargó una aguja. Era un hombre de izquierda, vivía aquí cerca, en La Elvira, un corregimiento de Cali, trabajaba en la biblioteca –que ayudó a fundar–, era el presidente de la JAL, jugaba con los niños, tocaba guitarra, cantaba boleros, armaba parrandas con los vecinos, lo querían mucho, lo invitaban a los matrimonios, a las primeras comuniones. Y llegó un día del año 2000 en que alguien creyó que las personas que se vinculaban de esa manera con la comunidad eran un peligro, y mataron a varios. A él lo asesinaron en una carretera que va de aquí al mar, lo levantaron en el pueblo, y en una curva le pegaron un tiro en la cabeza. No se pudo investigar nada –eso no se investiga– y el crimen quedó impune. Esa historia, y todo lo que uno lee y oye sobre nuestra tragedia, me hace querer decir algo que valga la pena.
  
La mariposa de tu alma cruzando el abismo
En memoria de Javier Benavides

Una tarde de regreso a casa
escuchaste una música extraña
el crujir de mínimas armas
airados metales

En el barranco de tierra cuarteada
diste con un nido de alacranes
enloquecidos de vida

Barquero
hazle un puesto en tu nave
a este muchacho
que quizás olvidó su moneda

Piensa que no es poco
escuchar una música
jamás oída

(De Todo lugar para el desencuentro, 2005)

—¿Por qué cree que llega el tema de la violencia a su trabajo en este momento?

—La violencia de este país ha marcado toda mi vida. Uno no escribe lo que quiere sino lo que puede, y yo siempre he estado atento a lo que pasa aquí, con la necesidad de decir algo, sobre todo ahora que se quiere callar, que no quieren que se ahonde en el tema. Es fundamental que todos nos volvamos a decir, porque de lo contra-rio se seguirá repitiendo, y no quiero ser parte de eso.

—Ese decir del poeta lo asume usted como una res-ponsabilidad. ¿Responsabilidad con quién?

—Pues yo creo que con nosotros, con una cantidad de gente que ha padecido tanta muerte. Aquí no se quiere que las cosas se digan, pretenden que se sufra en silencio, para que lo que está continúe como está.

—¿Qué dice el poeta que no pueden decir los periodistas, los novelistas, los políticos? ¿Cuál es la singularidad de la voz poética?

—Yo creo que la poesía ilumina el meollo del asunto, porque escucha a las víctimas y siente su dolor y trata de convertirlo en palabras para que otros lo conozcan. Por mi parte, me interesa hablar con los campesinos, leo reportajes en periódicos y revistas, escucho historias en la calle, siempre tratando de conocer lo que sucede desde las voces de las víctimas. Recuerdo, por ejemplo, un campesino de la parte oriental del país, desterrado, cuando dijo sin ninguna pretensión: “Mi alma está presa en Barranco Minas, donde tengo mi finca”. Hombre, ¿no es doloroso? ¿No está ese hombre encarnado en las palabras que dice? Mi alma está presa, mi alma se quedó, ¿entonces quién soy? Ahí está la poesía, en la palabra justa y encarnada. Otro campesino que vivía a la ribera del río San Juan, hablando de los muertos que traía la corriente, los muertos que veía pasar por su pueblo, termina diciendo: “El mar les lavará la pena”. Eso lo dice un campesino sin pensarlo, sin enorgullecerse, sin juegos ni vanidad. En-tonces el poeta descubre esas palabras límite, comprende que dicen algo definitivo, quizás les agrega algo de sus ritmos, sin tergiversarlas, sin apropiárselas, con la inten-ción de enfocarlas mejor, y así resulta el poema. La poesía está en la voz de cualquiera que dice sus verdades.
"Un señor de la esquina en esta cuadra, que está muy anciano y ya no puede salir a caminar, que solamente se asolea en una silla al frente de la casa, le dijo hoy a mi hijo Eliseo: “Estoy aquí esperando al mensajero del rey”, por decir que estaba esperando la muerte. Uno como poeta tiene la posibilidad de explorar esa voz, de sostener ese destello, de sentir en uno ese aliento y darle forma con palabras.
"Siempre pienso en el día en que nos pregunten a los colombianos: “Y ante tanto dolor y tanta guerra, ¿ustedes qué han dicho?". Hay que decir. No nos podemos quedar callados. Hoy en día la poesía colombiana tiene dos problemas: ha perdido el ritmo, y le falta nombrar. En el ritmo hay mucha brevedad, es entrecortado, hay un exceso de economía. Y pienso que al nombrar hemos sido muy puristas, y nos cuesta decir las cosas por su nombre. Últimamente he sentido la necesidad de ensuciar mis poemas, de dejar ese purismo, de rescatar nuestros nombres, nuestro tono.

”Hay que observar el drama que estamos viviendo, que puede ser visto como una oportunidad para aprender, y luego disponerse a comunicarlo. Ahora hay mucho ensimismamiento. En toda poesía debe aparecer siempre el otro, el otro a través de la voz propia.
—¿Cierto que las que zumban son las abejasen torno a los caballos que comen caña?
—Sí hijo, son las abejas
—¿Cierto que uno es el caballo negroy la otra la potranca alazana?
—Así es, el uno es el caballo de paso de tu padrey la otra la potranca alazana de tu abuelo
—¿Cierto que es una mañana de soly los caballos cabecean mientras comen?
—Bien dices, hijo, los caballos están adormilados y cabecean por la resolana
(Cómo decirle que no se ve nada
y que las que zumban son las moscas
sobre nuestros cuerpos insepultos)

(De Conversación a oscuras, inédito.)
Mis encuentros con Horacio Benavides se dieron en su casa. Vive en San Cayetano, un barrio tradicional de Cali. El viento del sur baja por la pendiente, se cuela por los techos, los patios, y refresca las tardes del valle. El primer día llegué a las seis a su casa. Antes de tocar la puerta esperé a que se calmara mi respiración, luego de subir una loma de varias cuadras. Sin embargo, él me abrió. Sin tocar me abrió. Es pequeño y delgado, de piel morena. Su mirada es ágil, sutil, honda. Me sonrió discretamente y me invitó a pasar. Le pregunté cómo hizo para saber que yo ya había llegado. Con naturalidad me respondió que vio mi sombra moverse por la rendija de la puerta.