Recordamos las obras de tres autores que retrataron el holocausto judío en la Segunda Guerra Mundial: Primo Levi, Imre Kertész y Stefan Zweig
Un anciano reza en el Día del Recuerdo del Holocausto, en 2005, en el antiguo campo de exterminio nazi de Auschwitz, 60 años después de la derrota del ejército alemán./elespectador.com |
“Pero a donde vamos no lo sabemos. Tal vez podamos sobrevivir a las
enfermedades y escapar a las selecciones, tal vez hasta resistir el
trabajo y el hambre que nos consumen: ¿y luego? —escribe Primo Levi en
Si esto es un hombre— (...). Hemos viajado hasta aquí en vagones
sellados; hemos visto partir hacia la nada a nuestras mujeres y a
nuestros hijos; convertidos en esclavos hemos desfilado cien veces ida y
vuelta al trabajo mudo, extinguida el alma antes de la muerte anónima.
No volveremos”.
Primo Levi, italiano, químico y escritor, fue
recluido por los nazis en enero de 1944, cuando contaba 24 años. Se
declaró judío italiano, apenas para reducir un poco sus adhesiones
políticas y disminuir, quizá, la gravedad de su encierro. Sabía, por las
historias que ya habían contado polacos y húngaros, que sólo había un
modo de salir de un campo de concentración: muerto.
Si esto es un
hombre, la obra en que Levi cuenta su experiencia en el campo de
concentración de Birkenau, anexo a Auschwitz (construidos por la
Alemania nazi), fue escrita meses después de ser liberado del campo por
los rusos. Levi, que estuvo más de siete meses recluido, durmiendo día a
día en habitaciones de camarotes triples, compartiendo una estufa con
veinte hombres, buscando la ración diaria, esperando el castigo final.
“Si estamos desnudos en una sala de duchas —escribe— quiere decir que
vamos a ducharnos . Si vamos a ducharnos es porque no nos van a matar
todavía”.
Levi atravesó un proceso de selección en principio: una
fila para los débiles, otra para los fuertes. No había más divisiones en
Auschwitz; después de un tiempo, la selección sería distinta: quienes
viven y quienes mueren. Los primeros días fueron como serían para otros
miles de presos: con un solo conjunto de ropa, obligados a quitarse la
gorra al paso de un militar alemán y a reparar una y otra vez los mismos
lugares en espera del invierno. Levi no murió —pese a que siempre, sin
duda, estuvo cerca de la muerte— porque fue elegido como parte de un
equipo de químicos que trabajaría dentro del campo; fue allí donde
escribió algunas de las primeras palabras del libro en un cuaderno, que
pudo esconder con cierta seguridad. “En un instante —cuenta Levi—, con
intuición casi profética, se nos ha revelado la realidad: hemos llegado
al fondo”.
Las mismas sombras, corruptas y dispuestas siempre para
la muerte, abundan en Kaddish por el hijo no nacido del escritor
húngaro Imre Kertész. Premio Nobel de Literatura en 2002, toda la obra
de Kertész está ligada a Auschwitz; fue deportado allí en 1943, un año
antes que Primo Levi. “Seré breve —escribe en dicha obra—, porque me
encuentro frente a un montón de viejos zorros, así que para que os
hagáis una idea cabal de la situación (el campo de concentración)
bastará con que os diga Lager, invierno, traslado de enfermos, vagones
de transportes de ganado, una sola ración de comida fría aunque quién
sabe cuántos días durará el viaje, reparto de las raciones en unidades
de diez (...)”.
Por ese tiempo, hombres y mujeres de Europa creían
que no pasaba nada, que los campos no existían o que, de existir,
serían cosa pasajera, sin un solo muerto en sus cuentas. “Dejad de decir
por fin (...) que Auschwitz no tiene explicación, que Auschwitz es el
producto de fuerzas irracionales, inconcebibles para la razón, porque el
mal siempre tiene una explicación racional”.
También judío fue
Stefan Zweig, quien registró en El mundo de ayer, su libro de memorias,
el poder nazi: “El mundo se enteró, estremecido, de que en Alemania
existían campos de concentración en tiempos de paz y de que en los
cuarteles se construían cámaras secretas donde se daba muerte a seres
inocentes (...). No fue más que un principio”. Sus libros fueron
quemados, tanto por su origen como por su contenido: no se correspondían
al arte oficial. “Así (el nazismo) practicaba su método de precaución:
nada más que una dosis pequeña cada vez, y después de cada dosis, una
pausa”. Una pedrada, tal vez, y después una manada de hombres a los
trenes. Ese era el método.
Más allá de los sufrimientos físicos,
la táctica alemana fue someter la conciencia de un pueblo a su propia
muerte, no sólo acabar con los cuerpos sino también con su historia.
Negar a los hombres, incluso, su propio dolor, porque también el dolor
los hace humanos. “Destruir al hombre es difícil —escribe Levi—, casi
tanto como crearlo: no ha sido fácil, no ha sido breve, pero lo habéis
conseguido, alemanes”.