martes, 20 de agosto de 2013

Isaías Peña, el hombre que fundó el Taller de Escritores hace 32 años

Su vocación literaria se ha desarrollado tanto en el ensayo como en la formación de escritores

Isaías Peña Gutiérrez con el Nobel de literatura J. M. Coetzee, quien visitó Bogotá este año./Tamara Peña./eltiempo.com
Hace 32 años, cuando Isaías Peña Gutiérrez fundó el Taller de Escritores, el concepto era poco comprendido. “Sospechoso”, se decía en la época para descalificar aquello que partiera de la idea de un colectivo orientado a la creación narrativa.
Nadie había pensado que era posible juntar “taller” y “escritura” con un resultado siquiera promisorio. El escritor era el creador solitario, oficiante de una suerte de magia secreta, a la que ningún ‘taller’ podría tener nada que aportarle. Un Buda del arte en la soledad de su cueva.
En tres décadas largas, la perseverancia de Isaías Peña, don ‘Isa’, el maestro de literatura reverenciado por generaciones de talleristas y de autores que hoy hacen parte del pódium de la literatura nacional habla por el taller con el lenguaje de los resultados. Pero no todo paró ahí.
A los 70 años, que recién acaba de cumplir, tiene otras cuantas satisfacciones. El Taller, que nació en la Universidad Externado de Colombia y desde entonces ha sido acogido por la Universidad Central, se convirtió hace unos años en una Facultad de Creación Literaria, y más recientemente en una Especialización en Creación Narrativa, que ya cuenta con varias promociones de egresados. Una vez más no todo terminó ahí.
A los 70, a Isaías le ha nacido otro hijo, hace un mes: la Universidad Central abrió una Maestría en Creación Literaria, que se suma a la larga lista que da fe de su vocación de fundador: ha fundado, además, revistas, asociaciones de escritores, premios literarios, suplementos...
Hombre del escuchar, pocas veces se ve abocado al hablar de sí mismo.
Isaías, ¿qué le ha significado ser de Salado Blanco (Huila)?
Yo he venido descubriendo a Salado Blanco con los años, porque salí de allí cuando tenía 6 meses, en un periplo que ahora que cumplí 70 años quisiera repetir, pero me dicen que la situación social del país no lo permitiría. Salí con mis padres de Salado Blanco en el año 43, cuando no existían carreteras en esa zona, haciendo una ruta que trato de reconocerla en los mapas; bajamos a Florencia, llegamos a La Tagua y cogimos unos ríos hasta empatar con creo que el Caquetá. Luego subimos por el Amazonas hasta Leticia. Conocí Salado Blanco cuando tenía unos 7 u 8 años. Es decir, que Salado Blanco es un espectro para mí, la imagen de los ancestros, que, como cosa curiosa, a medida que pasan los años uno quiere recuperarlo, porque durante el resto de mi vida nunca viví allí, pero cada vez que regreso encuentro que están todas las sombras: todas las familias que tienen ese apellido.
¿Por qué sus padres dieron esa vuelta?
Mi papá, José Joaquín Peña Polanía, fue una persona atípica, porque, siendo de familias muy conservadoras, él fue ‘republicano’. Cuando hablaba de política me decía que había sido un ‘republicano’ y siempre estuvo enfrentado a la monarquía española y al franquismo. Tenía esa visión del mundo del liberalismo de izquierda, heredera de López Pumarejo y luego de Gaitán, y luego, cuando descubre que el liberalismo no responde a las expectativas que había predicado, él, que era de ideas librepensadoras, de izquierda, se convierte en un hombre escéptico y a veces en un poco anarquista. Eso creo que explica su salida del pueblo. Mi padre trabajó en Leticia hasta el año 49 y regresó al Huila.
Ha contado que de pequeño se levantaba y veía a su papá leyendo con una vela.
Como era un hombre revuelto de ciudad y de campo, mi papá era también atípico porque era la única persona que compraba las revistas y los periódicos que llegaban a Pitalito. Tenía libros que guardaba en el zarzo de la casa. Recuerdo haber visto libros de Schopenhauer. Y una de las imágenes es la de sus insomnios, que para él no lo eran y que aprovechaba para leer a la madrugada. Yo me despertaba y lo veía a la luz de la vela leyendo.
Teniendo esa herencia, por qué fue a dar al derecho y en qué momento adquirió su inclinación por la literatura.
Tanto mi papá como mi mamá eran muy buenos lectores. Ella, que había sido normalista y profesora de primaria, era muy exquisita en el manejo de la escritura.
Pienso que en estos casos también hay mucho de formaciones genéticas que vienen en uno. En mi familia todos tenemos una facilidad y una inclinación a la escritura y a la creación artística. Somos siete hermanos, entre ellos Joaquín, que es poeta. Y mi papá tuvo una hermana que era pintora. Yo, desde la primaria, estuve en teatro, escribía y me era muy agradable y fácil hacer las redacciones que los profesores nos ponían sobre las vacaciones.
Entonces, ¿por qué eligió el derecho al decidirse por estudiar una carrera?
Por un lado porque en Bogotá no había una facultad con una gran imagen para uno estudiar literatura. Otro factor es que, paradójicamente, yo nunca quise ser profesor (risas). ¿Por qué derecho? Pienso que era lo más afín a mi facilidad de escritura. Siempre ha existido una visión de que el derecho lo acerca a uno a las humanidades. El derecho me atraía también por lo que significaba en lo político; me gustaban el tema de la justicia, los derechos humanos, todo lo que tenía que ver con el pensamiento, con la filosofía. Pero no fue ese el abogado que encontré en la universidad. Pero en el Externado encontré maestros que me hablaban de las humanidades, de la sociología, de la economía, y fueron quedando atrás los códigos.
¿Por qué no continuó con el derecho?
Desde la primaria siempre fui el que estaba organizando, dándoles fuerza a los grupos literarios del colegio. En secundaria me involucro en el periódico mural, que lo fundo, y en el programa radial del colegio, que también fundo, el cual se emitía en la emisora del municipio de Pitalito. Hay un momento de los dos o tres primeros años de derecho en que me dedico al derecho, y luego, en los últimos años, vuelvo a la literatura participando en concursos. Al finalizar los estudios me vinculo al suplemento de El Siglo, que hacía María Mercedes Carranza. Por fortuna, no ejercí. Cuando aspiré a ser juez en Bogotá, no lo pude ser. Por eso me quedé trabajando en la universidad como profesor de derecho. Fernando Hinestrosa me llamó, cosa que siempre le agradeceré, y así fue posible que me quedara en Bogotá. Allí trabajé 10 años, en una actividad que también fue paralela a la literaria y a la de mi relación amplia con las ciencias sociales, porque dictaba cursos que no eran propiamente de derecho. Ahí es donde fundo el Taller de Escritores y así se decide mi ruta entre derecho y literatura.
En los años 74-76 estudio literatura en el Instituto Caro y Cuervo, y a partir del 75 mis vínculos con la literatura se afianzan y se acrecientan. Tengo muchos amigos en las revistas y los periódicos. Lo que había hecho en Garzón en la emisora, durante el bachillerato, lo amplifico en Bogotá, y es cuando resulto amigo de los directores de los suplementos de Bogotá y del país, lo que me hace posible continuar escribiendo columnas, ensayos, y dejo de escribir los memoriales y de enseñar el derecho. Ya en el 80 hay una decisión de abandonar el derecho y dedicarme exclusivamente a la literatura y a las humanidades. Ese era mi mundo, mi vocación era esa.
En el 81, cuando funda el Taller de Escritores, ¿qué fue lo que lo propició?
Yo era un poco antiescuela y cuando fundé el Taller en el Externado y lo mantuve un año, defendí que la educación es algo a lo que el ser humano debe tener derecho gratuitamente y sin calificaciones; pero, además, sin edad. Y la coyuntura fue que la Universidad Central me brindó estas condiciones, porque buscaba dar un taller de extensión para escritores que atrajera personas. Entonces se lo propuse al rector y comenzó a mitad del año 81.
Hace 32 años el concepto de ‘creación narrativa’ en Colombia no existía...
No. La palabra creación en la época no era muy aceptada porque el mundo marxista la asociaba con la religión. Para mí crear es un hecho material y espiritual, pero ante todo material; de ahí se desprende el espíritu. Yo lo reivindico después porque cuando tensas una cuerda o aplicas un pincel son hechos materiales.