viernes, 23 de agosto de 2013

La vieja guardia

Siempre he querido hacerle aquí un gran homenaje al librero de viejo, ese benefactor de la humanidad y a veces también su verdugo

Y la historia de quien custodia a esos fantasmas y los alimenta y les da la oportunidad de volver a vivir, algún día. El librero, el centinela./eltiempo.com

Hay muchas maneras de conocer el mundo, de medirles el pulso a los lugares. Algo cada vez más difícil, pues parecería que ‘la globalización’ no es sino el resumen de lo humano en la fórmula infalible del centro comercial y la hamburguesa. Viajamos lo más lejos que se pueda para darnos de bruces con las cosas que tenemos a la vuelta de la esquina; nos alejamos para buscar siempre lo que nos pertenece y nos define, lo que somos, cada objeto que sabe nuestro nombre y nos hace sentir como en el barrio.
Pero como digo, hay muchas maneras de descifrar el alma de un lugar cuando viajamos. Muchos métodos. Un amigo, por ejemplo, abre siempre el directorio telefónico de la ciudad a la que llega. Es lo primero que hace: busca allí su apellido, por si acaso, y luego todos los demás; imagínense ustedes las posibilidades infinitas de esa ruleta. Me dice él que esos nombres le suscitan curiosidad por la vida que deben de arrastrar consigo, por el hecho de que ese paisaje fugaz para él sea el mundo de tantos desconocidos. Toda vida es una novela.
Otro amigo va siempre a la plaza del mercado, con la teoría, quizás válida, de que no hay mejor refugio de la naturaleza de un sitio que ese: el hervidero del comercio y las pasiones y los chismes, y la comida, todos en un mismo espacio que es al tiempo un teatro y un templo. Otro se propuso alguna vez, sin éxito, hacer en todas partes lo mismo que hacía Juan Rulfo en Jalisco para encontrar los nombres de sus personajes, leer las lápidas del cementerio. Una suerte de directorio telefónico, solo que inmodificable y eterno.
Ver los letreros, oír las emisoras locales, perderse en la estación del bus o del tren o del metro –si hay metro: en Bogotá lo habrá en 200 años, cuando ya nadie lo necesite–, caminar sin rumbo por las calles, entrar a la iglesia o a un museo: cada viajero teje su propia telaraña para apropiarse de los sitios que visita, o al menos para tratar de intuirlos. Yo tengo un fetiche que casi siempre me funciona: las librerías de viejo. O las librerías en general, pero sobre todo las librerías de anticuario, de libros raros y curiosos.
Todas, cada cual a su modo, dan cuenta del mundo que las alberga, de sus secretos más profundos. Porque además las librerías de viejo son como muñecas rusas que contienen por lo menos tres historias a la vez: las de sus libros, lo que dicen sus libros, sus textos; las de quienes alguna vez fueron los dueños de esos libros, con sus huellas y sus rastros entre el papel y el polvo. Y la historia de quien custodia a esos fantasmas y los alimenta y les da la oportunidad de volver a vivir, algún día. El librero, el centinela.
Siempre he querido hacerle aquí un gran homenaje al librero de viejo, ese benefactor de la humanidad y a veces también su verdugo. Conozco sobre todo a los de Bogotá, pero sea donde sea –en Hay, en Buenos Aires, en Londres–, tiene que ser muy particular esa vida dedicada al oficio de atesorar el paso del tiempo y el amor por el conocimiento. No cualquiera lo puede hacer, es lo que quiero decir, porque se trata de un negocio en el que el negocio suele ser lo de menos.
Lo acabo de comprobar en una ciudad frente al mar a la que conozco muy poco y en la que leer no es la prioridad de nadie, en muchos casos ni siquiera una posibilidad. Pero hay en ella una librería encantadora, Dunbar, en medio de bodegas industriales y atendida por una señora que cuida sus libros como si fueran un tesoro; lo son. Casi nadie va, y ella está siempre allí, lustrando los lomos de cuero.
Fui hace dos días a verla y le di las gracias. Por estar allí. Me picó el ojo, como diciéndome la frase de Cambronne en Waterloo: la guardia muere pero no se rinde. La vieja guardia.