Siempre he querido hacerle aquí un gran homenaje al librero de viejo, ese benefactor de la humanidad y a veces también su verdugo
Y la historia de quien custodia a esos fantasmas y los alimenta y les da la oportunidad de volver a vivir, algún día. El librero, el centinela./eltiempo.com |
Hay muchas maneras de conocer el mundo, de medirles el pulso a los
lugares. Algo cada vez más difícil, pues parecería que ‘la
globalización’ no es sino el resumen de lo humano en la fórmula
infalible del centro comercial y la hamburguesa. Viajamos lo más lejos
que se pueda para darnos de bruces con las cosas que tenemos a la vuelta
de la esquina; nos alejamos para buscar siempre lo que nos pertenece y
nos define, lo que somos, cada objeto que sabe nuestro nombre y nos hace
sentir como en el barrio.
Pero como digo, hay muchas maneras de descifrar el alma de un lugar
cuando viajamos. Muchos métodos. Un amigo, por ejemplo, abre siempre el
directorio telefónico de la ciudad a la que llega. Es lo primero que
hace: busca allí su apellido, por si acaso, y luego todos los demás;
imagínense ustedes las posibilidades infinitas de esa ruleta. Me dice él
que esos nombres le suscitan curiosidad por la vida que deben de
arrastrar consigo, por el hecho de que ese paisaje fugaz para él sea el
mundo de tantos desconocidos. Toda vida es una novela.
Otro amigo va siempre a la plaza del mercado, con la teoría, quizás
válida, de que no hay mejor refugio de la naturaleza de un sitio que
ese: el hervidero del comercio y las pasiones y los chismes, y la
comida, todos en un mismo espacio que es al tiempo un teatro y un
templo. Otro se propuso alguna vez, sin éxito, hacer en todas partes lo
mismo que hacía Juan Rulfo en Jalisco para encontrar los nombres de sus
personajes, leer las lápidas del cementerio. Una suerte de directorio
telefónico, solo que inmodificable y eterno.
Ver los letreros, oír las emisoras locales, perderse en la estación
del bus o del tren o del metro –si hay metro: en Bogotá lo habrá en 200
años, cuando ya nadie lo necesite–, caminar sin rumbo por las calles,
entrar a la iglesia o a un museo: cada viajero teje su propia telaraña
para apropiarse de los sitios que visita, o al menos para tratar de
intuirlos. Yo tengo un fetiche que casi siempre me funciona: las
librerías de viejo. O las librerías en general, pero sobre todo las
librerías de anticuario, de libros raros y curiosos.
Todas, cada cual a su modo, dan cuenta del mundo que las alberga, de
sus secretos más profundos. Porque además las librerías de viejo son
como muñecas rusas que contienen por lo menos tres historias a la vez:
las de sus libros, lo que dicen sus libros, sus textos; las de quienes
alguna vez fueron los dueños de esos libros, con sus huellas y sus
rastros entre el papel y el polvo. Y la historia de quien custodia a
esos fantasmas y los alimenta y les da la oportunidad de volver a vivir,
algún día. El librero, el centinela.
Siempre he querido hacerle aquí un gran homenaje al librero de viejo,
ese benefactor de la humanidad y a veces también su verdugo. Conozco
sobre todo a los de Bogotá, pero sea donde sea –en Hay, en Buenos Aires,
en Londres–, tiene que ser muy particular esa vida dedicada al oficio
de atesorar el paso del tiempo y el amor por el conocimiento. No
cualquiera lo puede hacer, es lo que quiero decir, porque se trata de un
negocio en el que el negocio suele ser lo de menos.
Lo acabo de comprobar en una ciudad frente al mar a la que conozco muy poco y en la que leer no es la prioridad de nadie, en muchos casos ni siquiera una posibilidad. Pero hay en ella una librería encantadora, Dunbar, en medio de bodegas industriales y atendida por una señora que cuida sus libros como si fueran un tesoro; lo son. Casi nadie va, y ella está siempre allí, lustrando los lomos de cuero.
Lo acabo de comprobar en una ciudad frente al mar a la que conozco muy poco y en la que leer no es la prioridad de nadie, en muchos casos ni siquiera una posibilidad. Pero hay en ella una librería encantadora, Dunbar, en medio de bodegas industriales y atendida por una señora que cuida sus libros como si fueran un tesoro; lo son. Casi nadie va, y ella está siempre allí, lustrando los lomos de cuero.
Fui hace dos días a verla y le di las gracias. Por estar allí. Me
picó el ojo, como diciéndome la frase de Cambronne en Waterloo: la
guardia muere pero no se rinde. La vieja guardia.