viernes, 4 de octubre de 2013

Ferrari: "La imaginación de un pasado mejor puede ser muy nociva"

El escritor francés presenta en España El sermón de la caída de Roma, con la que ganó el Premio Goncourt de 2012

El escritor francés Premio Goncourt 2012 Jérôme Ferrari. / Álvaro García./elpais.com
El escritor Jérôme Ferrari (París 1968), ganador del Premio Goncourt 2012, el más prestigioso de las letras francesas, con El sermón sobre la caída de Roma (Mondadori), —su sexta novela y, junto con Donde dejé mi alma (Demipage), la segunda que se publica en España—, ama las paradojas. “¿Te admiras de que perece el mundo? Admírate de la vejez del mundo. Es como un hombre: nace, crece y muere […]”. San Agustín de Hipona dirigió estas palabras a su feligresía asombrada en el año 410, ante las noticias de la invasión de la provincia africana y el fin de un imperio, “y con esto les regañaba, al decirles a la vez que ellos solo se debían preocupar, como cristianos, por la eternidad”, relata Ferrari, sentado en una de las aulas llena de pupitres del Instituto Francés de Madrid. Es precisamente los mundos y su final, la vuelta a empezar y el retorno a las cenizas, el tema principal de El sermón sobre la caída de Roma, según el autor. Un sermón entre apocalíptico y esperanzador le dio la medida para narrar una historia que ha sido aclamada por la crítica de su país y descrita por diarios como Le Monde como “la mejor del año”. La inmensidad de un imperio contrasta sin embargo con las diminutas características del mundo en el que Ferrari ha centrado su pluma: dos amigos, Libero —de origen sardo— y Matthieu, deciden abandonar sus estudios de Filosofía en París para hacer revivir un bar en un pequeño pueblo de Córcega. Pero esa patria—que Matthieu ha falseado al idealizarla— terminar por entrar también en declive, y los choques y la tragedia se desencadenan.
“Me interesaba estudiar el devenir de mundos de distinto tamaño”, señala Ferrari, profesor de Filosofía que ha trabajado en Argelia y en la Córcega de su niñez y de su juventud; ahora imparte clases en el Liceo de Abu Dabi. En su conversación afloran las dimensiones muy claras, hasta prácticas, que le ha ido tomando a la realidad en sus viajes para crear un universo literario extremadamente complejo que gira en torno a personajes que apenas dibujó en su otro gran éxito Donde dejé mi alma, que concibió de manera simultánea con El sermón de la caída de Roma. Donde dejé mi alma está protagonizada por la tortura durante la guerra de Argelia (1954-1962) y el capitán André Degorce, un hombre lleno de ambigüedad que vive fascinado por el jefe del ejército rebelde. El autor huye de un “reflejo maniqueo” en sus narraciones, en el caso de Donde dejé mi alma ya en una Francia y una Argelia poscoloniales, algo “que hasta ahora no estaba bien visto; ha habido opiniones muy polarizadas. No se puede arreglar con disculpas, a veces, son hasta grotescas [refiriéndose a las palabras del presidente François Hollande por el sufrimiento infligido al pueblo argelino]”. Ferrari, junto con escritores como Laurent Mauvignier, quien publicó Hombres (Anagrama 2011), pertenece a una generación que ha contribuido al cambio de mentalidad sobre el silencio y las visiones opuestas de la guerra. “Hace 15 años, mi novela no hubiera tenido la misma acogida”.
El autor pertenece a una nueva generación que ha contribuido a una visión compleja de la guerra de Argelia
Ferrari afirma riendo que le gustan mucho los bares, pero, al mismo tiempo, pensaba que era ese tipo de contexto, en particular uno situado en una región turística, “un buen candidato para el pequeño universo” que deseaba plasmar en El sermón sobre la caída de Roma. “Hay gente de paso, conexiones que serían improbables en cualquier otro lugar. Y, por ejemplo, con respecto a la sexualidad, existe un choque entre relaciones estivales desorbitadas y la gente que pertenece al mundo del campo…”. El escritor hace de la colisión entre mundos, entre las ideas y lo tangible, un aspecto que va hilando toda la novela. Se ve muy claramente en Matthieu, un joven que encarna “la historia de un deseo desmesurado que se confronta con la verdad” y quien repite la decepción que sufrió su abuelo Marcel, un hombre que viajó a la Argelia colonizada en busca de fortuna como tantos otros corsos “no por razones ideológicas, sino movidos por la pobreza” para después volver a su hogar y vivir en la amargura. “Marcel es tan hipocondriaco porque percibe su cuerpo como un campo en el que se libran batallas y guerras. Él ha sido testigo de los cambios vertiginosos del siglo XX”.
La construcción de una Córcega fundada en “la fantasmagoría” que realiza Matthieu no le es ajena a Ferrari en su propia experiencia, quien, ante el horror de sus abuelos, decidió establecerse en la isla tras completar sus estudios en París. El tema de la patria perdida le influyó, como sucedió con su personaje. “Creo que cuando la gente siente amenazada su identidad, tiene el reflejo casi automático de refugiarse en mitos. Se imaginan un pasado donde todo era mejor y puro… Creo que ese fantasma tiene un poder muy nocivo, porque no se arraiga en la realidad, pero sí la puede transformar”.
"Prefiero que mis personajes se encarnen en lo que hacen. No ofrezco descripciones físicas"
Jérôme Ferrari siembra el camino de la tragedia con pulso firme, con frases largas que pretenden acompañar “al transcurrir del tiempo, como si al fluir estuvieran respondiendo a su paso”. Un estilo que le parece pertinente para contar la historia de personajes, de las distintas generaciones de una familia, que a la vez se ordenan en parejas de oposición y de atracción. No conocemos apenas en El sermón sobre la caída de Roma los rasgos físicos de la temperamental Virginie ni de la atribulada Claudie. “No me gusta identificarlos por descripciones físicas o morales abstractas. Prefiero que se encarnen en lo que hacen. Yo no podría escribir si los hubiera individualizado de esa forma…”. De nuevo, la paradoja: “Están poco descritos; ¡espero que no se conviertan en seres abstractos!”. La caída de un universo es más rotunda si cabe porque la protagonizaron aquellos que pueden ser cualquier hombre, o cualquier mujer, de paso en un pequeño bar o que pretendieron que fuera su refugio para siempre.