Nuevos Escritores Latinoamericanos
Al mexicano Julián Herbert desde niño la literatura lo obsesionó con la muerte- La novela Canción de tumba, lo ha hecho famoso, pero él se ve como "un güey que hace poemas"
Julián Herbert, en una imagen tomada en 2012. / Mario Ruiz./elpais.com |
Hay una escena al final de Kill Bill 2 que a Julián Herbert le gusta mucho. Es cuando Uma Thurman
llega a casa de Bill a matar a Bill y se encuentra allí a su hija
pequeña, y la niña hace como que le dispara y mami se cae al suelo como
si se hubiese muerto de ternura. Julián Herbert dice que esa escena de
la película de Quentin Tarantino es “esplendente”.
—Pero esa palabra no existe. Se dice espléndido.
Es después de medianoche del primer domingo de septiembre. Sobre la
mesita del porche de la casa del escritor mexicano Julián Herbert hay
una botella de tequila reposado. También hay sal y pedazos de limón.
—Claro que existe —dice él—. Es un participio propio del modernismo latinoamericano. En un poema de Rubén Darío seguro que podrías encontrar la palabra esplendente.
—¿Pero qué necesidad hay de decir esplendente?
Dentro de casa descansan su mujer y su hijo de tres años. La noche es
suave. A veces se oye el pitido del tren y lo que suena de fondo todo
el rato es la música de un grupo de banda norteña.
—Para empezar, esplendente está sucediendo y espléndido es un
adjetivo, y es esdrújulo, y los esdrújulos son peligrosos —responde—. Yo
creo que las palabras esdrújulas son como los escorpiones, hay bichos
agudos y graves, y las esdrújulas tienen ese aguijón para arriba, las
esdrújulas son venenosas.
Julián Herbert se hizo famoso con una novela, Canción de tumba
(Mondadori), que ganó en España el Premio Jaén 2011 y en México el
Elena Poniatowska 2012, pero él no se ve tanto como un novelista. “Yo me
veo como un güey que hace poemas”. Tiene 42 años, tres hijos con tres
mujeres distintas, un largo pasado laboral de burócrata cultural de
provincia y una banda de rock llamada Madrastras en la que es vocalista.
Dice que empezó a leer cuando tenía cinco o seis años. “A esa edad mi
mamá me leía El Principito. Me lo leía antes de irse a
trabajar. Pero nunca me quiso leer el final. Un día me dijo: ‘No te voy a
leer el final. El final lo tienes que leer tú’. Ese es como mi primer
recuerdo de la lectura”.
—¿Y cómo acaba el libro?
—Acaba con la muerte del Principito —dice Julián Herbert, un hombre
grueso sentado en una mecedora—. Yo creo que estoy obsesionado con la
muerte porque empecé en la literatura enfrentándome a la muerte.
—¿Y cómo muere el Principito?
—No te lo puedo decir, güey, porque no lo dicen —responde—.
Pero aunque no lo digan en el libro él cuenta enseguida el secreto de cómo muere el Principito: “Le pica una víbora”.
La madre de Julián Herbert trabajaba de prostituta. La novela que lo
consagró hace dos años la escribió en parte sentado en un sillón al lado
de su madre cuando ella se estaba muriendo de leucemia. Sentado en ese
sillón fue escribiendo sobre sus recuerdos y de ahí salió esa
autobiografía entre real y novelada que se llama Canción de tumba
y en la que convierte su vida turbia en un objeto literario brillante.
Herbert escribió en esta novela que cuando su mamá salía de trabajar por
la mañana a veces se lo llevaba de paseo. “Con el exquisito abandono y
el spleen de una puta desvelada, me compraba un chocomilk licuado en hielo y dos cuadernos para colorear”. Que su padre fue “un patético imitador de Humphrey Bogart” al que apenas vio de niño. Que cuando su mamá no estaba lo dejaba con nanas atroces. “Hubo una seño
Amparo de Monterrey que me recomendaba ir preparándome porque de grande
iba yo a ser maricón. Lo decía para quitarse de antemano la culpa de
los denodados esfuerzos en violarme que practicaba el mayor de sus
hijos”. Julián Herbert escribió en Canción de tumba que las nanas atroces le enseñaron a amar a Charles Dickens “en tierra de indios”.
Su madre era
prostituta. La novela
que lo consagró la escribió sentado a su lado cuando se estaba muriendo de leucemia
La botella de tequila sigue reposada sobre la mesa. El güey que hace
poemas cuenta en el porche de su casa que de pequeño su madre andaba con
él y con sus hermanos de una ciudad o de un pueblo para otro buscando
burdeles en los que trabajar. Cuando tenía ocho años llegaron a Monclova
y se pusieron a vivir en un municipio de allí que se llamaba Ciudad
Frontera. Era un enclave siderúrgico del norte en medio del desierto,
cerca de Estados Unidos, y en la tele salía un canal del otro lado en el
que él veía Miami Vice en inglés. Dice que también se
sintonizaba otro canal que se llamaba Televisión Rural de México. Como
era un canal cultural para educar al pueblo ponían películas de cine
mudo. También ponían películas de ballet ruso. Dice que estas cosas
fueron parte de su formación. Como los libros de “literatura barata” que
tenía su madre. Unos eran de una actriz que se llamaba Irma Serrano que
fue amante de muchos políticos y que luego sacaba libros “de manera muy
descarada”. Recuerda dos: uno era A calzón quitado y el otro era A calzón amarrado.
“Irma Serrano era la heroína de mi mamá. Era una puta que cogía con
presidentes, con gobernadores y con secretarios de Estado”. Además de
esta clase de libros él leía otros en una biblioteca de Monclova que se
llamaba Harold R. Pape, por el ingeniero metalúrgico que desarrolló la
ciudad. Dice que su llegada a “la Pape” fue un momento clave de su vida.
—¿Y por qué empezaste a ir?
—Te voy a decir la mera verdad, güey. No me acuerdo.
Julián Herbert había empezado la mañana del último sábado de agosto
en casa desayunando con su hijo y con su mujer. Leonardo y Mónica. Los
dos blancos y con los ojos claros. Él es moreno y tiene los ojos
oscuros. Leonardo desayunó cereales y sus padres le dijeron que no
comiese con la boca abierta. El niño también tenía sobre la mesa un
robot de Lego que se alzaba junto al cuenco de cereales como un gigante
mecánico.
Después del desayuno Julián Herbert y su familia se fueron de su casa
al centro cultural que ha montado una pareja de amigos suyos en el
casco histórico de Saltillo, una ciudad metida entre la sierra y el
desierto que está 200 kilómetros al sur de Monclova. Condujo su suegra,
porque el poeta con pinta de tipo rudo no sabe conducir. Él iba a darle
un taller de literatura a vecinos de la ciudad aficionados a escribir.
Eran ocho o nueve. Una de ellas se parecía a Angela Merkel,
pero con la nariz algo más grande, y otro era un señor voluminoso que
llevaba una camisa de los Yankees de Nueva York y usaba tirantes.
El tema del día era la metaficción. El profesor llevaba una guayabera
blanca. Cuando empezó a hablar de metaficción eran las once de la
mañana. Al principio explicó que hay autores que no quieren que se noten
“las costuras” de los textos. “La ficción es un bello engaño”, dijo, y
puso a García Márquez
como ejemplo de gran embustero, de gran escritor de los que no quieren
que se noten las costuras. Después puso ejemplos de los que quieren que
se noten. Dijo que en Madre coraje, una pieza de teatro de Bertolt Brecht,
un actor entra en una escena de una guerra del siglo XVII llevando en
la mano un periódico del día, y ese día será un día cualquiera del siglo
XX en el que se está representando una historia de un tiempo en el que
aún no había periódicos. De vez en cuando durante la exposición el señor
de los tirantes tocaba la pantalla táctil de su teléfono y se oía un
ruido como de gotas de agua cayendo en un estanque. Otro ejemplo que
puso el profesor es cuando el Quijote se asoma por la ventana de una
imprenta y ve que están imprimiendo el Quijote.
La metaficción también es cuando en un libro que va de un escritor
que escribe al lado del lecho de muerte de su madre el escritor te dice
que la silla del hospital en la que escribe le resulta bastante
incómoda. El profesor es zurdo. Está todo el rato moviendo un rotulador
con los dedos. Tiene el pelo corto y una cicatriz en la cabeza de una
pedrada que le dieron de niño un día que andaba por las casas pidiendo
por Halloween. Al final de la sesión una alumna lee un texto que
escribió ella y cuando acaba se ponen todos a corregirlo en silencio
cada uno con una copia. Herbert a veces respira muy fuerte. Ahora se le
oye en toda la sala.
Herbert escribió en Canción de tumba que las nanas atroces le enseñaron a amar a Dickens “en tierra de indios”
Por la tarde el poeta salió a dar un paseo y acabó en una cantina.
Eran sobre las ocho y el bar estaba medio cerrado, pero como él es
vecino de la urbanización le sirvieron. Dice que lo de la respiración
puede tener que ver con una afición que tuvo durante varias épocas de su
vida. “Mis años con la cocaína fueron largos y majestuosos”. Bebe el
tequila a golpes secos y cortos. A veces la sal se la pone en el dorso
de la mano y la lame, y a veces agarra un pellizco y se lo lanza directo
a la boca. En 1998 Herbert empezó a escribir el borrador de un libro de
cuentos que luego se llamó Cocaína (Manual de usuario). En
aquel tiempo había dejado la coca. En 2001 se enganchó otra vez y según
dice estuvo tres años editando y volviendo a editar los cuentos. “Me la
pasaba corrigiendo el pinche libro porque no podía escribir”. En 2006 la
editorial española Almuzara lo publicó y fue un éxito. Julián Herbert
no ha traído la tarjeta de crédito a la cantina y cree que no le va a
llegar el dinero para pagar la cuenta. Mientras tanto habla de la fuerza
base que lo llevó a escribir: “La soledad”. Dice que desde niño fue un nerd,
un bicho raro, y que su ensimismamiento le dio una relación con el
lenguaje neurótica y productiva, o productiva por neurótica. Lo primero
que escribió de adolescente fueron letras para canciones. Luego poemas.
Después novelas y ensayos. “Es la soledad, güey”. Para él la escritura
es un trastorno obsesivo compulsivo. Finalmente deja la cuenta para
mañana y se va a su casa para seguir hablando en el porche un rato antes
de irse a dormir.
Al día siguiente es domingo por la mañana y Mónica cuenta en la
cocina que cuando se conocieron “fue como un amor apache”. En poco más
de un mes se fue de México DF a Saltillo para vivir con él y se llevó
con ella en el coche a su perra Maruca, una irish wolfhound
enorme, con unos bigotes muy largos y de pelo gris. Primero vivieron en
un apartamento en el centro de la ciudad. Luego se cambiaron a la casa
con jardín en la que viven ahora. Maruca se murió hace un año.
Salieron de viaje y la dejaron con una chica que a veces les iba a
limpiar la casa. Mónica la llamaba desde fuera todos los días para
preguntarle si Maruca había bebido y si Maruca había comido y si a Maruca
se la veía contenta, y la chica le decía a todo que sí. El día que
volvieron la perra estaba en los huesos echada en el suelo a punto de
morir. El plato para beber estaba cambiado con agua fresca, pero en el
de la comida seguían las mismas croquetas que le pusieron antes de irse.
Al día siguiente la enterraron debajo de la higuera que hay en el
jardín. Mónica le dijo a Julián que no quería volver a ver a la chica
que les limpiaba la casa. Cuando salían a jugar con Leonardo y con Maruca los otros niños le preguntaban a Leonardo por qué su perro tenía tantas canas y por qué le llamaban Marica.
Julián Herbert le dijo a la chica que nunca volviera, pero no le quiso
preguntar por qué no les aviso de que la perra estaba mal. Ahora es
domingo por la tarde y el hombre que supo de niño que una víbora mató al
Principito está hablando descalzo al lado de la higuera.
—Mónica le dijo a Leo que Maruca se volvió naturaleza —dice—.
—Es bonito.
—Sí —responde el padre de Leonardo—. Pero no es del todo exacto.