Nuevos Escritores Latinoamericanos
Rodrigo Hasbún forma parte de un contado número de escritores latinoamericanos a los que la crítica augura un gran futuro El boliviano cuenta con una novela, dos colecciones de relatos, y una obsesión: explorar las zonas oscuras de sus personajes
El escritor boliviano Rodrigo Hasbún. / Daniel Mordzinski./elpais.com |
"Busco situarme lo más cerca posible de los personajes, saber cómo
son cuando están solos, entender sus guerritas diarias, sus formas de
sobrevivir. En ese sentido, para mí los textos casi siempre empiezan con
alguien haciendo algo (pero es necesario que haya urgencia de por
medio, que algo esté en juego)”, explica Rodrigo Hasbún (Cochabamba,
1981). En ‘Carretera’, uno de los relatos incluidos en Cinco,
su primer libro, hay un joven que va conduciendo un coche y que cierra
los ojos, y que va probando cuánto tiempo los mantiene cerrados, como
provocando al destino.
¿A qué quiere cerrar los ojos exactamente? “A tantas cosas: a lo que
hizo más daño y a lo que persiste a pesar nuestro, a las manchas que
dejaron nuestros amores más terribles, a una patria difícil de entender y
a la necesidad de huir de ella y a la imposibilidad de hacerlo. Eso es
lo que intentan algunos de los personajes de ese libro y, quizá, de
todos los que he escrito. Pero cerrar los ojos es, por supuesto, un
ejercicio inútil, y eso lo van descubriendo a la fuerza ellos mismos.
Para los escritores, el viaje es el mismo al final: aprender a mantener
los ojos abiertos, aunque duela, y a estar cada vez más atentos a lo que
hay (o no hay) alrededor y a lo que hay (o no hay) adentro”.
En 2007, Rodrigo Hasbún fue seleccionado por el Hay Festival y Bogotá
Capital Mundial del Libro como uno de los 39 escritores
latinoamericanos más relevantes y, en 2011, la revista Granta lo incluyó en la lista de 22 narradores menores de 35 años en lengua española con mayor futuro. Publicó Cinco (Gente Común) en 2006 y, uno después, apareció su primera novela, El lugar del cuerpo (Fondo Editorial Municipalidad de Santa Cruz; Alfaguara, 2009). En 2011, Duomo editó en España otra colección de cuentos, Los días más felices.
No hay, por el momento, más (salvo sus diarios y más cuentos y novelas
aún inéditos). Hasbún terminó periodismo en 2003, y salió inmediatamente
después: “Yo me fui de Bolivia a los 22 y desde entonces viví en
Santiago de Chile, en Barcelona y en Ithaca, y ahora mismo estoy
mudándome a Toronto. Y para mí llevar vidas completamente distintas en
esos lugares ha sido y sigue siendo fundamental en mi educación
sentimental y literaria, lo que sin duda agradezco, pero al mismo tiempo
me ha dejado un poco colgado en el aire, me ha afantasmado, lo que bien
visto tampoco está tan mal”.
"Para los escritores,
el viaje es el mismo
al final: aprender a
mantener los ojos abiertos, aunque
duela"
El camino que emprendió Hasbún empezó, sin embargo, antes: con un
grupo de rock. Hasbún: “Fui músico durante varios años, al final de la
adolescencia, y en algún momento (como tantos otros) creí que lo sería
durante toda mi vida. Al principio tocábamos canciones de los grupos que
más nos inquietaban entonces, Pearl Jam y Nirvana
y Stone Temple Pilots y toda esa gente desencantada que parecía
hablarle de tan cerca a los que entonces rondábamos los catorce o
quince, pero al poco tiempo empezamos a escribir canciones propias y al
final solo tocábamos esas. Hay algo maravilloso en el hecho de que la
música se haga colectivamente, de que sea un arte tan solidario, casi
una especie de ritual. Es algo que los escritores desconocen. Los
escritores, mientras escriben, están solos. Rodeados de fantasmas,
seguramente, pero solos. Cuando el grupo se deshizo, yo me puse a leer
más y empecé a escribir cuentos, así que el final de algo y el principio
de algo coincidieron. En cualquier caso, siento que mi aprendizaje
literario ya había sucedido en gran medida en la música. Lo atmosférico y
lo rítmico, el trabajo directo con las emociones, ciertas nociones de
estructura, el manejo de la intensidad, todo eso ya lo había ido
asimilando durante años. No deja de ser perturbador que haya canciones
de tres o cuatro minutos que afecten más que libros enteros”.
Otro oficio que le permitió conocer mejor el suyo fue el cine. “Dónde
cortar, qué mostrar y qué no: yo diría que en esas preguntas se cifra
el cuestionamiento más constante de los cineastas”, explica Rodrigo
Hasbún en otro de los capítulos de una larga conversación por correo
electrónico. “Mientras escribo, yo me estoy haciendo las mismas
preguntas a cada rato. Esa es quizá la mayor herencia que me dejó mi
vínculo con el cine, además de esto otro: a veces se ruedan cien horas
de material para al final quedarse con dos. Hay ahí una gran lección de
humildad, que asumo como el mejor modelo posible. Es necesario
prescindir de lo que no sirve, de lo que no funcionó como queríamos, de
lo que funcionó bien pero al final no ha encontrado su lugar, y es
necesario esperar la llegada de esos momentos luminosos que están fuera
del control de nadie”.
Fue Martín Boulocq, el baterista del grupo de rock, el que se puso a
hacer cine cuando terminó aquella aventura. Hasbún ha trabajado en los
guiones de las dos adaptaciones de sus relatos que Boulocq ha dirigido:
una (Rojo) forma parte de la película colectiva Rojo, amarillo, verde; la otra es Los viejos,
basada en ‘Carretera’. “A veces escribíamos a cuatro manos, a veces lo
asistía en la dirección, a veces simplemente ayudaba a cargar los
equipos en los rodajes o a lo que fuera necesario”, cuenta Hasbún.
—La narradora de su novela abandona cuando es joven su país, pero sigue de alguna manera atada a lo que dejó atrás.
—Tengo la impresión de que los que ya no viven ahí donde nacieron
nunca dejan de tener presente ese lugar ni de preguntarse qué hubiera
sido su vida y qué hubieran sido ellos mismos de no haberse ido. Es algo
que en algún momento empieza a resultarle intolerable a Elena, la
protagonista de mi novela, y es algo que a mí me da vueltas todo el
tiempo. Hasta hace poco sentía que los que se iban ganaban lugares en
lugar de perderlos, pero últimamente se me ocurre que esa posición más
bien optimista ignora el hecho de que irse es una experiencia a menudo
desgarradora, sobre todo si uno lo hace solo. Más allá de cuán amables o
desastrosas sean tus nuevas circunstancias, ya no estar ahí para
acompañar a tu gente (en las buenas y en las malas) es más duro de lo
que se tiende a creer.
—“Era una ciudad demasiado pequeña para ella, muerta, casi un pueblo
donde nunca sucedía nada…”, escribe en esa novela refiriéndose a Elena.
¿Qué relación tiene con su ciudad, con su país, con su gente?
"De Bolivia no toleraba sus diferencias radicales ni sus prejuicios ni la corrupción de la que nadie estaba libre"
—Cuando me fui por primera vez, mantenía una relación más o menos
tensa con Bolivia. No toleraba sus diferencias radicales ni sus
prejuicios ni sus discriminaciones ni sus jerarquías ni la corrupción de
la que nadie estaba libre, pero además, a un nivel más personal, sentía
que no era el mejor lugar para formarme como escritor. Diez años
después, mi relación con el país es menos ingenua y más amable. Hay
cosas que me siguen pesando (y las diferencias radicales y los
prejuicios y las discriminaciones y las jerarquías y la corrupción
siguen ahí, aunque ahora me doy mejor cuenta de que esos problemas no
son patrimonio exclusivo de los bolivianos), pero hay muchas otras que
valoro infinitamente.
—Por lo pronto, da la impresión de que hubiera ahora un ambiente cultural más dinámico y rico.
—La literatura boliviana está atravesando, hace ya años, una etapa de
gran vitalidad y renovación. Pero ser escritor boliviano es jugar en
desventaja: el país no cuenta con una infraestructura que fomente su
talento, ni dentro del país ni fuera de él, y en otros ámbitos hay un
gran interés por tradiciones más consolidadas y casi ninguno por la
nuestra. Más allá de eso (y en contra de todo), varias escritoras y
escritores bolivianos están escribiendo libros notables que poco a poco
van encontrando sus lectores.
—En uno de sus relatos, una joven empleada empieza a escribir un
diario y lleva una vida secreta. Ya no se somete a lo que se espera de
ella. Toma la palabra. Bolivia ha cambiado en los últimos años. Es como
si se les hubiera abierto un hueco a los que estaban fuera del sistema.
¿Qué opina de lo que ha pasado, qué ha ido bien, qué ha ido mal?
—Sí, antes eran muy pocos los que podían hablar, y ahora son cada vez
más. Pero quizá lo verdaderamente importante es que también ahora son
cada vez más los que están dispuestos a oír a los otros. En ese sentido,
pensando digamos en el país de mi infancia, esta es sin duda una
Bolivia más inclusiva y más atenta a su diversidad, a sus herencias, a
su complejidad. ¿Qué ha ido mal? Lo que siempre ha ido mal: las
deplorables condiciones de vida de buena parte de la población, la
corrupción generalizada, los distintos tipos de discriminación, la
violencia institucional, el machismo, cierta voluntad de poder. Pero a
mí, como escritor, me resulta más desafiante y revelador pensar estas
grandes tensiones indirectamente, desde otro tipo de espacios menos
visibles. La literatura que las confronta directamente a menudo termina
siendo demasiado discursiva y sociológica, y de eso hemos tenido mucho
en Bolivia. Esto no es una película
del cineasta iraní Jafar Panahí resulta ejemplar en este sentido. Es
implacable en la indagación de su país, la luz que arroja sobre Irán es
fulminante, y él logra todo eso sin que su cámara salga nunca de ese
apartamento en el que lleva años recluido.
—Nunca se sabe bien dónde suceden las cosas que pasan en sus historias.
—En los libros que he publicado hasta ahora ni Bolivia ni Cochabamba
aparecen mencionadas, pero eso no significa que no escriba sobre ellas.
Lo hago casi todo el tiempo pero, al igual que Panahí, presto más
atención a lo que sucede dentro del apartamento que fuera de él,
sabiendo sin embargo que lo que hay fuera influye decisivamente en lo
que sucede dentro.
—Y, ahí dentro, el sexo es esencial.
—Me gusta ver cómo los personajes se transforman en la intimidad, qué
son ahí, qué intentan ser. Los dormitorios me parecen espacios
fascinantes y, mal que mal, de despiertos o dormidos, en ellos sucede
parte importante de nuestras vidas. Cuando escribo sobre sexo, como
cuando escribo sobre todo lo demás, busco ser lo más directo posible, me
desentiendo de cualquier pudor, llamo a las cosas por su nombre. Si en
muchas películas o en la televisión hay corte cuando los personajes
empiezan a besarse, a mí me interesa explorar justamente eso que no se
muestra, lo que se lleva el corte, aquello de lo que se ha prescindido.
"Trabajar con la memoria y las emociones y la imaginación es un
oficio intenso y misterioso pero
también un poco idiota"
Si fuera necesario hacer un retrato veloz de Hasbún a partir de
algunas cosas que le gustan, habría que decir que ahora anda escuchando
“a gente como Bill Callahan y Leonard Cohen y Bob Dylan y Willy Mason y Neil Young”, aunque reconoce que vuelve con frecuencia a su época grunge:
“No hay mejor manera de viajar en el tiempo, de revivir a los muertos,
de estar de nuevo ahí”. ¿Cine? “Hay muchos cineastas cuyas pelis no me
canso de ver. La lista es larga, pero puedo mencionarle algunos:
Cassavetes y Malick, Béla Tarr y Tsai Ming-Liang, el Godard de los sesenta y setenta, Jarmusch y su maestro Ozu, Lucrecia Martel, Kiarostami, Herzog, los hermanos Dardenne”. Por lo que toca a la literatura, anda leyendo Ragtime, de E. L. Doctorow.
“Es una novela que a partir de varios personajes memorables (entre
ellos Houdini) propone un retrato extraordinario de los Estados Unidos
de principios del siglo XX”, apunta. “No sé quiénes me hayan influido,
pero sí son muchos los escritores que admiro incondicionalmente: Coetzee, Onetti, Didion, Bolaño, Carver, Tavares, Ginzburg, Saer, Proust…”.
Conviene mencionar, en fin, una de sus últimas iniciativas, una revista digital: “Con Traviesa
queremos propiciar un espacio en el que los escritores compartan sus
rutinas, su entendimiento de las cosas, sus diferencias, y también la
memoria de sus infancias, algunos hallazgos inesperados, todo aquello
que les resulta más grato o perturbador. Publicamos correspondencias,
entrevistas, textos de no-ficción y antologías curadas por escritores
invitados, y lo que genera la venta de estas se redistribuye entre los
participantes. Ahora más que nunca, está claro que puede hacerse mucho
con muy poco”.
¿Algún proyecto? “Tengo casi listo un nuevo libro de cuentos, que
ando revisando desde hace algunos meses, y estoy empezando a escribir
una nueva novela”. Dentro de poco se instalará en Toronto para terminar
su tesis doctoral. Su tema: los diarios íntimos.
La literatura de Rodrigo Hasbún tiene una potencia extraña (“la
escritura —trabajar con la memoria y las emociones y la imaginación— es
un oficio intenso y misterioso pero también un poco idiota”, dice). Le
gusta tocar las zonas más oscuras. Leerlo es como subir a esa
“diligencia del abismo” a la que se refería Bernardo Soares, el
heterónimo de Pessoa:
un viaje al borde del precipicio. En ‘Carretera’, Hasbún escribe sobre
su protagonista: “Se sintió cansado. Un cansancio que no se debía a la
situación ni a la noche en la carretera, sino más bien a haber seguido
siendo él mismo durante tanto tiempo”. De eso va su obra: de las
fracturas personales, de las grietas, de las caídas.
Habrá que ir concluyendo: “Escribí ‘Carretera’ cuando tenía 23 años
y, aunque esa fue para mí una época muy grata, sin duda ya sabía bien lo
que era cansarse de uno mismo. Toño, el personaje del cuento, lo sabe
aún más, después de tantos años dándole vueltas a los mismos recuerdos,
al mismo amor terrible, a ese abandono forzado que lo ha marcado tanto.
Pero hay algo liberador al final: logra asumir una distancia. Y esa
quizá sea la mejor respuesta a nuestro cansancio, ¿no? Cuando hace
falta, saber irnos de nosotros mismos y poder mirarnos (desde esa
distancia) como a una cosa extraña, la cosa extraña que somos en el
fondo”.
La familia. Lo próximo es lo más extraño: esa vieja sentencia resume la sabiduría trágica, la que cuenta de aquel hijo que mata a su padre y copula con su madre. Por ser un ámbito lleno de turbulencias, Hasbún rastrea en cada uno de sus recovecos. Las complicidades, los odios, los secretos, las traiciones. Esas marcas que se graban de manera indeleble.
La escritura. El acto de escribir, de contar y de contarse, salta a cada rato en los textos de Hasbún. Muchos de sus personajes tienen diarios íntimos o escriben cuentos o, simplemente, se dedican a eso. El afán de contar, pero también escribir de la vida para que luego la vida sea más intensa.
Una obra, tres zonas turbadoras
El sexo. “El sexo, después de la muerte, es lo más importante”, apunta Elena, la protagonista de la novela de Rodrigo Hasbún. Y está presente, de una manera u otra, en toda su escritura. Es lo que nos redime: “nos devuelve al mundo, quita del aire todo lo demás, borra preocupaciones y malestar” (Elena). Pero puede también ser lo más horroroso. Hasbún no esconde nada: a veces retrata el sexo como un acto de celebración y dicha; otros, como una caída.La familia. Lo próximo es lo más extraño: esa vieja sentencia resume la sabiduría trágica, la que cuenta de aquel hijo que mata a su padre y copula con su madre. Por ser un ámbito lleno de turbulencias, Hasbún rastrea en cada uno de sus recovecos. Las complicidades, los odios, los secretos, las traiciones. Esas marcas que se graban de manera indeleble.
La escritura. El acto de escribir, de contar y de contarse, salta a cada rato en los textos de Hasbún. Muchos de sus personajes tienen diarios íntimos o escriben cuentos o, simplemente, se dedican a eso. El afán de contar, pero también escribir de la vida para que luego la vida sea más intensa.