lunes, 7 de octubre de 2013

Caos y control

1984 fue el último libro de George Orwell, y como si formara parte de un juego de profecías implícito en la novela, el futuro le depararía un largo recorrido y no pocos equívocos. Escrito como un balance de posguerra, es notable que esta ficción distópica no envejeció, sino que quedó fijada como paradigma de la amenaza siempre latente en el cruce entre sociedad, poder y control tecnológico

George Orwell, autor inglés de 1984./pagina12.com.ar
La reedición de 1984 que por estos días se distribuye en la Argentina recupera como epílogo el artículo que le dedicó Thomas Pynchon –y del que aquí se reproducen varios fragmentos– en la edición homenaje de 2003, a cien años del nacimiento de Orwell.
1984 fue el último libro de Orwell. En el momento de su aparición, en 1949, había publicado ya otros doce, entre ellos el alabadísimo y popular Rebelión en la granja. En un artículo escrito en 1946, “Por qué escribo”, recordó: “Rebelión en la granja fue el primer libro en que intenté, con absoluta conciencia de lo que estaba haciendo, fusionar en un todo la intención política y artística. Llevo siete años sin escribir una novela, aunque espero redactar una muy pronto. Seguro que será un fracaso, como todos los libros, pero veo con bastante claridad el libro que quiero escribir”. Poco después empezó a trabajar en 1984.
 En cierto sentido, esta novela ha sido una víctima del éxito de Rebelión en la granja, que casi todo el mundo se contentó con leer como una evidente alegoría del triste destino de la Revolución Rusa. Desde el instante en que el bigote del Hermano Mayor hace su aparición, en el segundo párrafo de 1984, muchos lectores se han limitado a seguir punto por punto la analogía de la obra anterior. Aunque el rostro del Hermano Mayor es evidentemente el de Stalin, igual que el del despreciado hereje del Partido Emmanuel Goldstein es el de Trotsky, ni uno ni otro se inspiran en sus modelos con tanta claridad como Napoleón y Bola de Nieve en Rebelión en la granja. Sin embargo, eso no impidió que el libro se vendiera en Estados Unidos como una especie de tratado anticomunista. Llegó en plena era McCarthy, cuando el comunismo había sido condenado oficialmente como una amenaza monolítica y mundial, y en un momento en el que pararse a distinguir entre Stalin y Trotsky parecía tan inútil como que un pastor se dedicase a enseñar a las ovejas los matices que diferencian a unos lobos de otros.
Las cartas y los artículos de la época en que estaba trabajando en 1984 dejan ver de manera clara la falta de esperanzas de Orwell respecto del estado del “socialismo” en la posguerra. A Orwell parece haberle irritado especialmente el extendido vasallaje de la izquierda al estalinismo, a pesar de las pruebas abrumadoras de la naturaleza perversa del régimen. “Por razones más bien complejas –escribió en marzo de 1948–, al revisar las primeras galeradas de 1984, casi toda la izquierda inglesa ha llegado a aceptar que el régimen ruso es ‘socialista’, aunque reconozca calladamente que, en espíritu y en la práctica, nada tiene que ver con lo que se entiende por socialismo en este país. De ahí ha surgido una especie de forma de pensar esquizofrénica, en la que palabras como ‘democracia’ pueden tener dos sentidos irreconciliables, y cosas como los campos de concentración y las deportaciones masivas pueden estar bien y mal al mismo tiempo.” Podemos reconocer en esa “especie de forma de pensar esquizofrénica” la inspiración de uno de los grandes hallazgos de esta novela, que ha pasado a formar parte del lenguaje diario del discurso político: la identificación y el análisis del “doblepiensa”. Tal como se describe en Teoría y práctica del Colectivismo Oligárquico, de Emmanuel Goldstein, un texto peligrosamente subversivo, prohibido en Oceanía y conocido solo como “el libro”, el doblepiensa es una forma de disciplina mental, cuyo objetivo, deseable y necesario para todos los miembros del Partido, es ser capaz de creer dos verdades contradictorias al mismo tiempo. Lo cual no es nuevo, claro. Todos lo hacemos. En psicología social hace mucho que se conoce como “disonancia cognitiva”. Otros prefieren llamarlo “compartimentalización”. Algunos, concretamente Francis Scott Fitzgerald, lo han considerado un rasgo del genio. Para Walt Whitman (“¿Que me contradigo? Pues me contradigo”) era un síntoma de grandeza capaz de contener multitudes; para el yogui Berra equivalía a llegar a una bifurcación en el camino y tomarla, para el gato de Schrödinger era la paradoja cuántica de estar vivo y muerto al mismo tiempo.
 La idea parece haber enfrentado a Orwell con su propio dilema, una especie de meta doblepiensa, y haberle repelido con su ilimitada capacidad de hacer daño, al mismo tiempo que le fascinaba con su promesa de transcender los opuestos, como si se aplicara con fines perversos una forma aberrante de budismo zen, cuyos koanes fuesen los tres slogans del Partido: “La guerra es la paz”, “La libertad es la esclavitud” y “La ignorancia es la fuerza”.
 Aparte de la ambivalencia dentro de la izquierda respecto de las realidades soviéticas, en la posguerra surgieron otras ocasiones de poner en práctica el doblepiensa. En un momento de euforia, el bando vencedor estaba cometiendo, a juicio de Orwell, errores tan fatídicos como los del Tratado de Versalles al final de la Primera Guerra Mundial. A pesar de lo honroso de sus intenciones, el reparto de los despojos entre los antiguos aliados tenía el potencial de causar un futuro desastre. La intranquilidad de Orwell respecto de la “paz” es, de hecho, uno de los principales subtextos de 1984.
“Lo que en realidad se pretende –escribió Orwell a su editor a finales de 1948, coincidiendo, según todos los indicios, con el comienzo de la revisión de la novela– es debatir las implicaciones de dividir el mundo en ‘zonas de influencia’ (reparé en ello en 1944, después de la Conferencia de Teherán)...” Por supuesto, los novelistas no son del todo fiables respecto de las fuentes de su inspiración. Pero vale la pena considerar el proceso imaginativo. La Conferencia de Teherán fue la primera cumbre Aliada de la Segunda Guerra Mundial y se celebró a finales de 1943; a ella asistieron Roosevelt, Churchill y Stalin. Una de las cuestiones que debatieron fue cómo dividir la Alemania nazi, después de su derrota, en zonas de ocupación. Cuestión distinta era quién iba a quedarse con qué porción de Polonia. Al imaginar Oceanía, Eurasia y Esteasia, Orwell parece haber aumentado la escala a partir de las conversaciones de Teherán y convertido la ocupación de un país derrotado en la de un mundo derrotado. Aunque China no hubiese sido incluida y en 1948 la Revolución todavía estuviese en marcha, Orwell había vivido en el Lejano Oriente y no pasó por alto el peso de Esteasia al idear sus propias zonas de influencia. El pensamiento geopolítico de la época se había dejado cautivar por la idea del “mundo-isla” del geógrafo británico Halford Mackinder –para referirse a Europa, Asia y Africa consideradas como una única masa de tierra rodeada de agua–, el “pivote de la historia”, cuyo centro era la Eurasia de 1984. “Quien gobierne el centro dominará el mundo-isla”, como dijo Mackinder, y “quien gobierne el mundo-isla dominará el mundo”, un pronunciamiento que Hitler y otros teóricos de la Realpolitik no habían pasado por alto.
Uno de esos mackinderitas con contactos en los círculos de inteligencia era James Burnham, un ex trotskista estadounidense que, en torno de 1942, había publicado un provocativo análisis de la crisis mundial que se padecía entonces, titulado “The Managerial revolution”, acerca del que Orwell escribió un largo artículo en 1946. Burnham, en la época, con Inglaterra todavía tambaleándose ante el ataque nazi y las tropas alemanas en las afueras de Moscú, sostenía que ante la inminencia de la conquista de Rusia y el centro global, el futuro sería de Hitler. Más tarde, mientras trabajaba para el servicio secreto estadounidense, con los nazis cada vez más al borde de la derrota, Burnham cambió de opinión en un largo artículo, “Lenin’s Heir”, en el que argumentó que, si Estados Unidos no hacía nada por impedirlo, el futuro sería en realidad de Stalin y el sistema soviético, y no de Hitler. A esas alturas, Orwell, que se tomaba a Burnham en serio pero de manera crítica, ya debía de haber reparado en que sus ideas eran un tanto tornadizas, aunque pueden encontrarse trazas de la geopolítica de Burnham en el equilibrio de poder tripartito mundial de 1984; el Japón victorioso de Burnham se convirtió así en Esteasia, Rusia se transformó en el centro que controla la masa de Eurasia, y la alianza angloamericana se metamorfoseó en Oceanía, que es donde está ambientada 1984. Ese profético agrupamiento de Gran Bretaña y Estados Unidos en un único bloque ha resultado ser una anticipación exacta de la resistencia británica a integrarse en la masa euroasiática y de su servidumbre a los intereses yanquis; el dólar, por ejemplo, es la unidad monetaria de Oceanía. Londres sigue siendo el Londres austero de la posguerra. Ya desde el principio, con su fría zambullida en el triste día de abril en que Winston Smith comete un acto decisivo de desobediencia, las texturas de la vida distópica son constantes: las tuberías que no funcionan, los cigarrillos de los que se cae el tabaco, la comida horrible... aunque tal vez eso no supusiera un gran esfuerzo para la imaginación de cualquiera que hubiera vivido el racionamiento en la guerra.
1984. George Orwell.
La profecía y la predicción no son la misma cosa y no es bueno que el lector y el escritor las confundan en el caso de Orwell. Hay un juego al que les gusta jugar a algunos críticos, y con el que tal vez valga la pena que nos entretengamos uno o dos minutos: consiste en hacer listas de aquellas cosas en las que Orwell “acertó” y “se equivocó”. Si consideramos el momento actual, por ejemplo, repararemos en la popularidad de los helicópteros como recurso para “garantizar la aplicación de la ley”, tal como hemos visto en incontables “programas policíacos” televisados en directo, que son en sí mismos una forma de control social, por no hablar de la propia ubicuidad de la televisión. La telepantalla bidireccional guarda un notable parecido con las pantallas planas de plasma conectadas a sistemas interactivos por cable que tenemos en 2003. Las noticias son lo que dicta el gobierno, la vigilancia de los ciudadanos normales ha pasado a ser una función más de la policía, los registros y las detenciones son cosa de risa. Y así sucesivamente. “¡Uf!, el gobierno se ha convertido en el Hermano Mayor, ¡tal como predijo Orwell! ¡Es orwelliano!” En fin, sí y no. Las predicciones específicas no son más que detalles, después de todo. Lo que tal vez sea más importante y, de hecho, necesario para un verdadero profeta es poder penetrar con más profundidad que la mayoría de nosotros en el alma humana. En 1948, Orwell comprendió que, a pesar de la derrota del Eje, la deriva hacia el fascismo no había desaparecido y que, probablemente, aún no hubiese adoptado su verdadera forma: la corrupción del espíritu y la irresistible adicción humana al poder hacía mucho que eran aspectos bien conocidos del Tercer Reich, la Rusia estalinista e incluso el partido laborista británico, como si fuesen el borrador de un terrible futuro. ¿Qué podría impedir que lo mismo sucediera en Gran Bretaña y Estados Unidos? ¿La superioridad moral? ¿Las buenas intenciones? ¿La vida higiénica? Por supuesto, lo que ha mejorado sin cesar, de una manera insidiosa, y ha convertido casi en irrelevantes los argumentos humanistas es la tecnología. No debemos dejarnos despistar por lo precario de los medios de vigilancia de la época de Winston Smith. Después de todo, en “nuestro” 1984 el circuito integrado apenas tenía un decenio y era vergonzosamente primitivo si se lo compara con las maravillas de la tecnología informática en 2003, sobre todo Internet, un avance que asegura un control social a una escala que esos pintorescos tiranos del siglo XX con sus estúpidos bigotes ni siquiera podían imaginar.
Desde el punto de vista totalitario, la memoria es relativamente fácil de controlar. Nunca falta alguna agencia como el Ministerio de la Verdad para negar los recuerdos ajenos y reescribir el pasado. En 2003, se ha generalizado que los empleados gubernamentales cobren más que el resto de la gente para degradar la historia, trivializar la verdad y aniquilar a diario el pasado. Antes, los que no aprendían de la historia tenían que repetirla, pero sólo fue así hasta que quienes ejercen el poder encontraron el modo de convencer a todo el mundo, y a sí mismos, de que la historia no había ocurrido, o había ocurrido del modo que más convenía a sus intereses, o mejor aún, que apenas tenía la importancia de un documental en la televisión al que le hemos quitado la voz y que nos proporciona un rato de entretenimiento.
No obstante, controlar el deseo resulta más complicado. Hitler era famoso por sus peculiares gustos sexuales. Y Dios sabe a qué se dedicaba Stalin. Incluso los fascistas tienen necesidades, y sueñan con poder satisfacerlas cuando dispongan de un poder ilimitado. De manera que, aunque estén deseando atacar los perfiles psicosexuales de quienes los amenazan, puede que duden un momento antes de hacerlo. Por supuesto, cuando la maquinaria de su aplicación se deja en manos de los ordenadores, que, al menos tal como están diseñados en la actualidad, no experimentan deseo en ninguna forma que nos resulte atractiva, la cosa es muy diferente. Pero en 1984 eso todavía no ha sucedido. Y como el deseo en sí mismo no siempre se puede eliminar con facilidad, el Partido no tiene otra elección que adoptar, como último objetivo, la abolición del orgasmo.
El hecho de que el deseo sexual, según sus propios términos, es inherentemente subversivo se refleja en la novela por medio de Julia y su modo de vida alegre y carnal. Si estuviésemos sólo ante un ensayo político camuflado de novela, probablemente Julia simbolizaría el Principio del Placer, el Sentido Común de la Clase Media o algo por el estilo. Pero, como se trata antes que nada de una novela, su personaje no está del todo bajo el control de Orwell. A los novelistas les gusta permitirse los peores caprichos totalitarios en contra de la libertad de sus personajes. Pero con frecuencia sus planes fracasan porque los personajes siempre se las arreglan para escapar al ojo que todo lo ve durante el tiempo suficiente para pensar y decir cosas que no encontraríamos si lo único importante fuese la trama. Uno de los mayores placeres de leer este libro consiste en asistir a la transformación de la fría y seductora Julia en una joven enamorada, igual que lo que más nos entristece es ver su amor desmantelado y destruido.
En otras manos, la historia de Winston y Julia podría haber degenerado en la consabida bobada de sueños amorosos juveniles similar a las producidas por la máquina de escribir novelas del Ministerio de la Verdad. Julia, que después de todo trabaja en el Departamento de Ficción, probablemente conozca la diferencia entre esas estupideces y la realidad, y gracias a ella la historia de amor de 1984 puede mantener su tono adulto y real, aunque a primera vista parezca seguir la fórmula familiar de a chico le desagrada chica, chico conoce chica, chico y chica se enamoran casi sin darse cuenta, luego se separan y por fin vuelven a encontrarse. Eso es lo que transpira, en cierto sentido. Pero no hay final feliz. La escena, cerca ya del final, en que Winston y Julia vuelven a verse, después de que el Ministerio del Amor les haya obligado a traicionarse el uno al otro, resulta más descorazonadora que ninguna otra en ninguna novela. Y lo peor es que lo entendemos. Más allá de la lástima y el terror, no nos sorprende más que al propio Winston Smith cómo se han resuelto las cosas. Desde el momento en que abre su ilegal cuaderno de notas en blanco y empieza a escribir, ha sellado su perdición, ha cometido conscientemente un “crimental” y sólo le queda esperar a que las autoridades lo detengan. La llegada inesperada de Julia a su vida nunca le parecerá lo bastante milagrosa para creer que el resultado pueda ser otro. En el momento de máximo bienestar, de pie ante la ventana que da al patio, mientras contempla la infinita vastedad de una súbita revelación, lo más esperanzador que se le ocurre decir es “nosotros somos los muertos”, una afirmación que la Policía del Pensamiento se encarga de confirmar un segundo después.
El destino de Winston no es ninguna sorpresa, pero quien nos preocupa es Julia. Hasta el último minuto ha creído posible derrotar de algún modo al régimen y ha confiado en que su anarquismo bienhumorado será una defensa ante cualquier acusación posible. “Y no te desanimes –le dice a Winston–. Se me da muy bien seguir con vida.” Entiende la diferencia entre confesión y traición. “Pueden obligarte a decir cualquier cosa, lo que sea, pero no obligarte a que lo creas. No se pueden meter en tu cabeza.” Pobrecilla. Dan ganas de sujetarla por los hombros y sacudirla. Porque eso es precisamente lo que hacen: se meten en tu cabeza, convierten el alma, lo que consideramos el núcleo inviolable del ser, en algo puramente dudoso.
 Hay una fotografía, tomada en Islington en torno de 1946, de Orwell con su hijo adoptivo, Richard Horatio Blair. El niño, que en esa época debía de rondar los dos años, sonríe sin disimulo. Orwell le sujeta cariñosamente con las dos manos, sonriendo también, contento aunque no tan confiado –como si hubiese descubierto algo más valioso que la ira–, con la cabeza ligeramente ladeada y una mirada precavida que podría recordar a los cinéfilos a uno de esos personajes interpretados por Robert Duvall que han vivido lo suyo y han visto más de lo que uno querría ver. Winston Smith “creía haber nacido en 1944 o 1945...”, Richard Blair nació el 14 de mayo de 1944. No es difícil pensar que Orwell, en 1984, estuviera imaginando un futuro para la generación de su hijo, un mundo del que deseaba prevenirles. Le impacientaban las predicciones de lo inevitable, seguía confiando en la capacidad de la gente normal para cambiar cualquier cosa si querían. En cualquier caso, lo que llama más nuestra atención es la sonrisa del niño, directa y radiante, basada en la fe indubitable de que, al fin y al cabo, el mundo es bueno y la decencia humana, como el amor paterno, puede darse siempre por descontada... una fe tan noble que casi podemos imaginar a Orwell, y tal vez incluso a nosotros mismos, aunque sea por un momento, jurando hacer cualquier cosa con tal de impedir que sea traicionada.
El Gran Hermano habla a los ciudadanos en la película, 1984 de Michael Radford,