1984 fue el último libro de George Orwell, y como si formara parte de un juego de profecías implícito en la novela, el futuro le depararía un largo recorrido y no pocos equívocos. Escrito como un balance de posguerra, es notable que esta ficción distópica no envejeció, sino que quedó fijada como paradigma de la amenaza siempre latente en el cruce entre sociedad, poder y control tecnológico
George Orwell, autor inglés de 1984./pagina12.com.ar |
La reedición de 1984 que por estos días se distribuye en la Argentina
recupera como epílogo el artículo que le dedicó Thomas Pynchon –y del
que aquí se reproducen varios fragmentos– en la edición homenaje de
2003, a cien años del nacimiento de Orwell.
1984 fue el último libro de Orwell. En el momento de su aparición, en
1949, había publicado ya otros doce, entre ellos el alabadísimo y
popular Rebelión en la granja. En un artículo escrito en 1946, “Por qué
escribo”, recordó: “Rebelión en la granja fue el primer libro en que
intenté, con absoluta conciencia de lo que estaba haciendo, fusionar en
un todo la intención política y artística. Llevo siete años sin escribir
una novela, aunque espero redactar una muy pronto. Seguro que será un
fracaso, como todos los libros, pero veo con bastante claridad el libro
que quiero escribir”. Poco después empezó a trabajar en 1984.
En cierto sentido, esta novela ha sido una víctima del éxito de
Rebelión en la granja, que casi todo el mundo se contentó con leer como
una evidente alegoría del triste destino de la Revolución Rusa. Desde el
instante en que el bigote del Hermano Mayor hace su aparición, en el
segundo párrafo de 1984, muchos lectores se han limitado a seguir punto
por punto la analogía de la obra anterior. Aunque el rostro del Hermano
Mayor es evidentemente el de Stalin, igual que el del despreciado hereje
del Partido Emmanuel Goldstein es el de Trotsky, ni uno ni otro se
inspiran en sus modelos con tanta claridad como Napoleón y Bola de Nieve
en Rebelión en la granja. Sin embargo, eso no impidió que el libro se
vendiera en Estados Unidos como una especie de tratado anticomunista.
Llegó en plena era McCarthy, cuando el comunismo había sido condenado
oficialmente como una amenaza monolítica y mundial, y en un momento en
el que pararse a distinguir entre Stalin y Trotsky parecía tan inútil
como que un pastor se dedicase a enseñar a las ovejas los matices que
diferencian a unos lobos de otros.
Las cartas y los artículos de la época en que estaba trabajando en 1984
dejan ver de manera clara la falta de esperanzas de Orwell respecto del
estado del “socialismo” en la posguerra. A Orwell parece haberle
irritado especialmente el extendido vasallaje de la izquierda al
estalinismo, a pesar de las pruebas abrumadoras de la naturaleza
perversa del régimen. “Por razones más bien complejas –escribió en marzo
de 1948–, al revisar las primeras galeradas de 1984, casi toda la
izquierda inglesa ha llegado a aceptar que el régimen ruso es
‘socialista’, aunque reconozca calladamente que, en espíritu y en la
práctica, nada tiene que ver con lo que se entiende por socialismo en
este país. De ahí ha surgido una especie de forma de pensar
esquizofrénica, en la que palabras como ‘democracia’ pueden tener dos
sentidos irreconciliables, y cosas como los campos de concentración y
las deportaciones masivas pueden estar bien y mal al mismo tiempo.”
Podemos reconocer en esa “especie de forma de pensar esquizofrénica” la
inspiración de uno de los grandes hallazgos de esta novela, que ha
pasado a formar parte del lenguaje diario del discurso político: la
identificación y el análisis del “doblepiensa”. Tal como se describe en
Teoría y práctica del Colectivismo Oligárquico, de Emmanuel Goldstein,
un texto peligrosamente subversivo, prohibido en Oceanía y conocido solo
como “el libro”, el doblepiensa es una forma de disciplina mental, cuyo
objetivo, deseable y necesario para todos los miembros del Partido, es
ser capaz de creer dos verdades contradictorias al mismo tiempo. Lo cual
no es nuevo, claro. Todos lo hacemos. En psicología social hace mucho
que se conoce como “disonancia cognitiva”. Otros prefieren llamarlo
“compartimentalización”. Algunos, concretamente Francis Scott
Fitzgerald, lo han considerado un rasgo del genio. Para Walt Whitman
(“¿Que me contradigo? Pues me contradigo”) era un síntoma de grandeza
capaz de contener multitudes; para el yogui Berra equivalía a llegar a
una bifurcación en el camino y tomarla, para el gato de Schrödinger era
la paradoja cuántica de estar vivo y muerto al mismo tiempo.
La idea parece haber enfrentado a Orwell con su propio dilema, una
especie de meta doblepiensa, y haberle repelido con su ilimitada
capacidad de hacer daño, al mismo tiempo que le fascinaba con su promesa
de transcender los opuestos, como si se aplicara con fines perversos
una forma aberrante de budismo zen, cuyos koanes fuesen los tres slogans
del Partido: “La guerra es la paz”, “La libertad es la esclavitud” y
“La ignorancia es la fuerza”.
Aparte de la ambivalencia dentro de la izquierda respecto de las
realidades soviéticas, en la posguerra surgieron otras ocasiones de
poner en práctica el doblepiensa. En un momento de euforia, el bando
vencedor estaba cometiendo, a juicio de Orwell, errores tan fatídicos
como los del Tratado de Versalles al final de la Primera Guerra Mundial.
A pesar de lo honroso de sus intenciones, el reparto de los despojos
entre los antiguos aliados tenía el potencial de causar un futuro
desastre. La intranquilidad de Orwell respecto de la “paz” es, de hecho,
uno de los principales subtextos de 1984.
“Lo que en realidad se pretende –escribió Orwell a su editor a finales
de 1948, coincidiendo, según todos los indicios, con el comienzo de la
revisión de la novela– es debatir las implicaciones de dividir el mundo
en ‘zonas de influencia’ (reparé en ello en 1944, después de la
Conferencia de Teherán)...” Por supuesto, los novelistas no son del todo
fiables respecto de las fuentes de su inspiración. Pero vale la pena
considerar el proceso imaginativo. La Conferencia de Teherán fue la
primera cumbre Aliada de la Segunda Guerra Mundial y se celebró a
finales de 1943; a ella asistieron Roosevelt, Churchill y Stalin. Una de
las cuestiones que debatieron fue cómo dividir la Alemania nazi,
después de su derrota, en zonas de ocupación. Cuestión distinta era
quién iba a quedarse con qué porción de Polonia. Al imaginar Oceanía,
Eurasia y Esteasia, Orwell parece haber aumentado la escala a partir de
las conversaciones de Teherán y convertido la ocupación de un país
derrotado en la de un mundo derrotado. Aunque China no hubiese sido
incluida y en 1948 la Revolución todavía estuviese en marcha, Orwell
había vivido en el Lejano Oriente y no pasó por alto el peso de Esteasia
al idear sus propias zonas de influencia. El pensamiento geopolítico de
la época se había dejado cautivar por la idea del “mundo-isla” del
geógrafo británico Halford Mackinder –para referirse a Europa, Asia y
Africa consideradas como una única masa de tierra rodeada de agua–, el
“pivote de la historia”, cuyo centro era la Eurasia de 1984. “Quien
gobierne el centro dominará el mundo-isla”, como dijo Mackinder, y
“quien gobierne el mundo-isla dominará el mundo”, un pronunciamiento que
Hitler y otros teóricos de la Realpolitik no habían pasado por alto.
Uno de esos mackinderitas con contactos en los círculos de inteligencia
era James Burnham, un ex trotskista estadounidense que, en torno de
1942, había publicado un provocativo análisis de la crisis mundial que
se padecía entonces, titulado “The Managerial revolution”, acerca del
que Orwell escribió un largo artículo en 1946. Burnham, en la época, con
Inglaterra todavía tambaleándose ante el ataque nazi y las tropas
alemanas en las afueras de Moscú, sostenía que ante la inminencia de la
conquista de Rusia y el centro global, el futuro sería de Hitler. Más
tarde, mientras trabajaba para el servicio secreto estadounidense, con
los nazis cada vez más al borde de la derrota, Burnham cambió de opinión
en un largo artículo, “Lenin’s Heir”, en el que argumentó que, si
Estados Unidos no hacía nada por impedirlo, el futuro sería en realidad
de Stalin y el sistema soviético, y no de Hitler. A esas alturas,
Orwell, que se tomaba a Burnham en serio pero de manera crítica, ya
debía de haber reparado en que sus ideas eran un tanto tornadizas,
aunque pueden encontrarse trazas de la geopolítica de Burnham en el
equilibrio de poder tripartito mundial de 1984; el Japón victorioso de
Burnham se convirtió así en Esteasia, Rusia se transformó en el centro
que controla la masa de Eurasia, y la alianza angloamericana se
metamorfoseó en Oceanía, que es donde está ambientada 1984. Ese
profético agrupamiento de Gran Bretaña y Estados Unidos en un único
bloque ha resultado ser una anticipación exacta de la resistencia
británica a integrarse en la masa euroasiática y de su servidumbre a los
intereses yanquis; el dólar, por ejemplo, es la unidad monetaria de
Oceanía. Londres sigue siendo el Londres austero de la posguerra. Ya
desde el principio, con su fría zambullida en el triste día de abril en
que Winston Smith comete un acto decisivo de desobediencia, las texturas
de la vida distópica son constantes: las tuberías que no funcionan, los
cigarrillos de los que se cae el tabaco, la comida horrible... aunque
tal vez eso no supusiera un gran esfuerzo para la imaginación de
cualquiera que hubiera vivido el racionamiento en la guerra.
1984. George Orwell. |
La profecía y la predicción no son la misma cosa y no es bueno que el
lector y el escritor las confundan en el caso de Orwell. Hay un juego al
que les gusta jugar a algunos críticos, y con el que tal vez valga la
pena que nos entretengamos uno o dos minutos: consiste en hacer listas
de aquellas cosas en las que Orwell “acertó” y “se equivocó”. Si
consideramos el momento actual, por ejemplo, repararemos en la
popularidad de los helicópteros como recurso para “garantizar la
aplicación de la ley”, tal como hemos visto en incontables “programas
policíacos” televisados en directo, que son en sí mismos una forma de
control social, por no hablar de la propia ubicuidad de la televisión.
La telepantalla bidireccional guarda un notable parecido con las
pantallas planas de plasma conectadas a sistemas interactivos por cable
que tenemos en 2003. Las noticias son lo que dicta el gobierno, la
vigilancia de los ciudadanos normales ha pasado a ser una función más de
la policía, los registros y las detenciones son cosa de risa. Y así
sucesivamente. “¡Uf!, el gobierno se ha convertido en el Hermano Mayor,
¡tal como predijo Orwell! ¡Es orwelliano!” En fin, sí y no. Las
predicciones específicas no son más que detalles, después de todo. Lo
que tal vez sea más importante y, de hecho, necesario para un verdadero
profeta es poder penetrar con más profundidad que la mayoría de nosotros
en el alma humana. En 1948, Orwell comprendió que, a pesar de la
derrota del Eje, la deriva hacia el fascismo no había desaparecido y
que, probablemente, aún no hubiese adoptado su verdadera forma: la
corrupción del espíritu y la irresistible adicción humana al poder hacía
mucho que eran aspectos bien conocidos del Tercer Reich, la Rusia
estalinista e incluso el partido laborista británico, como si fuesen el
borrador de un terrible futuro. ¿Qué podría impedir que lo mismo
sucediera en Gran Bretaña y Estados Unidos? ¿La superioridad moral? ¿Las
buenas intenciones? ¿La vida higiénica? Por supuesto, lo que ha
mejorado sin cesar, de una manera insidiosa, y ha convertido casi en
irrelevantes los argumentos humanistas es la tecnología. No debemos
dejarnos despistar por lo precario de los medios de vigilancia de la
época de Winston Smith. Después de todo, en “nuestro” 1984 el circuito
integrado apenas tenía un decenio y era vergonzosamente primitivo si se
lo compara con las maravillas de la tecnología informática en 2003,
sobre todo Internet, un avance que asegura un control social a una
escala que esos pintorescos tiranos del siglo XX con sus estúpidos
bigotes ni siquiera podían imaginar.
Desde el punto de vista totalitario, la memoria es relativamente fácil
de controlar. Nunca falta alguna agencia como el Ministerio de la Verdad
para negar los recuerdos ajenos y reescribir el pasado. En 2003, se ha
generalizado que los empleados gubernamentales cobren más que el resto
de la gente para degradar la historia, trivializar la verdad y aniquilar
a diario el pasado. Antes, los que no aprendían de la historia tenían
que repetirla, pero sólo fue así hasta que quienes ejercen el poder
encontraron el modo de convencer a todo el mundo, y a sí mismos, de que
la historia no había ocurrido, o había ocurrido del modo que más
convenía a sus intereses, o mejor aún, que apenas tenía la importancia
de un documental en la televisión al que le hemos quitado la voz y que
nos proporciona un rato de entretenimiento.
No obstante, controlar el deseo resulta más complicado. Hitler era
famoso por sus peculiares gustos sexuales. Y Dios sabe a qué se dedicaba
Stalin. Incluso los fascistas tienen necesidades, y sueñan con poder
satisfacerlas cuando dispongan de un poder ilimitado. De manera que,
aunque estén deseando atacar los perfiles psicosexuales de quienes los
amenazan, puede que duden un momento antes de hacerlo. Por supuesto,
cuando la maquinaria de su aplicación se deja en manos de los
ordenadores, que, al menos tal como están diseñados en la actualidad, no
experimentan deseo en ninguna forma que nos resulte atractiva, la cosa
es muy diferente. Pero en 1984 eso todavía no ha sucedido. Y como el
deseo en sí mismo no siempre se puede eliminar con facilidad, el Partido
no tiene otra elección que adoptar, como último objetivo, la abolición
del orgasmo.
El hecho de que el deseo sexual, según sus propios términos, es
inherentemente subversivo se refleja en la novela por medio de Julia y
su modo de vida alegre y carnal. Si estuviésemos sólo ante un ensayo
político camuflado de novela, probablemente Julia simbolizaría el
Principio del Placer, el Sentido Común de la Clase Media o algo por el
estilo. Pero, como se trata antes que nada de una novela, su personaje
no está del todo bajo el control de Orwell. A los novelistas les gusta
permitirse los peores caprichos totalitarios en contra de la libertad de
sus personajes. Pero con frecuencia sus planes fracasan porque los
personajes siempre se las arreglan para escapar al ojo que todo lo ve
durante el tiempo suficiente para pensar y decir cosas que no
encontraríamos si lo único importante fuese la trama. Uno de los mayores
placeres de leer este libro consiste en asistir a la transformación de
la fría y seductora Julia en una joven enamorada, igual que lo que más
nos entristece es ver su amor desmantelado y destruido.
En otras manos, la historia de Winston y Julia podría haber degenerado
en la consabida bobada de sueños amorosos juveniles similar a las
producidas por la máquina de escribir novelas del Ministerio de la
Verdad. Julia, que después de todo trabaja en el Departamento de
Ficción, probablemente conozca la diferencia entre esas estupideces y la
realidad, y gracias a ella la historia de amor de 1984 puede mantener
su tono adulto y real, aunque a primera vista parezca seguir la fórmula
familiar de a chico le desagrada chica, chico conoce chica, chico y
chica se enamoran casi sin darse cuenta, luego se separan y por fin
vuelven a encontrarse. Eso es lo que transpira, en cierto sentido. Pero
no hay final feliz. La escena, cerca ya del final, en que Winston y
Julia vuelven a verse, después de que el Ministerio del Amor les haya
obligado a traicionarse el uno al otro, resulta más descorazonadora que
ninguna otra en ninguna novela. Y lo peor es que lo entendemos. Más allá
de la lástima y el terror, no nos sorprende más que al propio Winston
Smith cómo se han resuelto las cosas. Desde el momento en que abre su
ilegal cuaderno de notas en blanco y empieza a escribir, ha sellado su
perdición, ha cometido conscientemente un “crimental” y sólo le queda
esperar a que las autoridades lo detengan. La llegada inesperada de
Julia a su vida nunca le parecerá lo bastante milagrosa para creer que
el resultado pueda ser otro. En el momento de máximo bienestar, de pie
ante la ventana que da al patio, mientras contempla la infinita vastedad
de una súbita revelación, lo más esperanzador que se le ocurre decir es
“nosotros somos los muertos”, una afirmación que la Policía del
Pensamiento se encarga de confirmar un segundo después.
El destino de Winston no es ninguna sorpresa, pero quien nos preocupa es
Julia. Hasta el último minuto ha creído posible derrotar de algún modo
al régimen y ha confiado en que su anarquismo bienhumorado será una
defensa ante cualquier acusación posible. “Y no te desanimes –le dice a
Winston–. Se me da muy bien seguir con vida.” Entiende la diferencia
entre confesión y traición. “Pueden obligarte a decir cualquier cosa, lo
que sea, pero no obligarte a que lo creas. No se pueden meter en tu
cabeza.” Pobrecilla. Dan ganas de sujetarla por los hombros y sacudirla.
Porque eso es precisamente lo que hacen: se meten en tu cabeza,
convierten el alma, lo que consideramos el núcleo inviolable del ser, en
algo puramente dudoso.
Hay una fotografía, tomada en Islington en torno de 1946, de Orwell con
su hijo adoptivo, Richard Horatio Blair. El niño, que en esa época
debía de rondar los dos años, sonríe sin disimulo. Orwell le sujeta
cariñosamente con las dos manos, sonriendo también, contento aunque no
tan confiado –como si hubiese descubierto algo más valioso que la ira–,
con la cabeza ligeramente ladeada y una mirada precavida que podría
recordar a los cinéfilos a uno de esos personajes interpretados por
Robert Duvall que han vivido lo suyo y han visto más de lo que uno
querría ver. Winston Smith “creía haber nacido en 1944 o 1945...”,
Richard Blair nació el 14 de mayo de 1944. No es difícil pensar que
Orwell, en 1984, estuviera imaginando un futuro para la generación de su
hijo, un mundo del que deseaba prevenirles. Le impacientaban las
predicciones de lo inevitable, seguía confiando en la capacidad de la
gente normal para cambiar cualquier cosa si querían. En cualquier caso,
lo que llama más nuestra atención es la sonrisa del niño, directa y
radiante, basada en la fe indubitable de que, al fin y al cabo, el mundo
es bueno y la decencia humana, como el amor paterno, puede darse
siempre por descontada... una fe tan noble que casi podemos imaginar a
Orwell, y tal vez incluso a nosotros mismos, aunque sea por un momento,
jurando hacer cualquier cosa con tal de impedir que sea traicionada.
El Gran Hermano habla a los ciudadanos en la película, 1984 de Michael Radford, |