sábado, 5 de octubre de 2013

Roca: "Para bien y para mal, García Márquez es un icono de la literatura colombiana"

Uno de los poetas más influyentes de Colombia, estuvo en Buenos Aires invitado por el Filba. En esta nota, un popurrí de su infancia, García Márquez y el realismo mágico, Álvaro Mutis, Borges y la poesía como una prótesis para andar por el mundo

Juan Manuel Roca visitó Buenos Aires invitado por el Filba./revista Ñ
Juan Manuel Roca había estado hace un año en la Argentina. Sin embargo, su recuerdo más significativo data de mucho tiempo antes: el 5 de septiembre de 1993, fecha que a muchos les resonará. “Estuve en un hecho glorioso más importante que la caída de la Bastilla, que la llegada del hombre a Marte: cuando Colombia le ganó 5-0 a los argentinos”, relata Roca en una humorada que dará pie a una charla en Eterna Cadencia un mediodía soleado. Resulta que Roca trabajaba en El espectador y viajó a nuestro país para hacer una crónica de fútbol que luego se llamó "El único hombre feliz de Buenos Aires". Y no cabe duda de que lo fue. Los días previos había apostado con Fabián Casas. Roca, audaz, anticipó el futuro. Apostaron una cena, que veinte años después Roca le reclama en público.
Poeta, narrador, y periodista, fue coordinador del Magazín Dominical de El Espectador durante los 90. Honoris Causa en literatura por la Universidad del Valle en 1997 y ganador de importantes premios, es uno de los poetas más influyentes en Colombia, país cuya realidad política y excluidos se cuelan de manera recurrente en sus poemas. De esta parte ineludible de su poética reflexionará en el video que acompaña la nota. “No me interesa la poesía autorreferencial: yo sufro, yo gozo, yo padezco. Me conmueve más lo que me ocurre a mí en los otros. Es decir, como parte de una colectividad”, afirmará.
Este año Roca sumó a su haber un libro más que lo enfrenta con todas las personas que alguna vez fue. Se trata de Tres caras de la luna, que reúne tres de sus primeras obras: Luna de ciegos (1976), Los ladrones nocturnos (1977) y Ciudadano de la noche (1989). Libros que vinieron después de que abandonara su persistencia en ser César Vallejo y ante su desilusión, destruyera su primer libro para encontrar esa voz tan propia por la que fue convocado en la última edición del Filba.
-Criado en una familia de escritores, siempre habla de su infancia como la mayor influencia a la hora de escribir. ¿Ve a la poesía como una forma de prolongar esa periferia del lenguaje en la que se está durante esa etapa?
-La poesía es una prótesis que nos ayuda a andar por el mundo. Los mayores asombros que tuve de niño están ligados a las incertidumbres, los misterios, las dudas producto del carácter animista que tienen los niños y que es bueno conservar. No sé si sea un “peterpanismo”, sino que pienso que el asombro es algo común a la creación poética y a la infancia, que es la etapa más llena de ficciones. Un niño es capaz de esconderse en un armario para atrapar la noche en pleno día.
-Es muy crítico del realismo mágico. ¿Cómo se hace para conservar ese animismo infantil sin caer en él?
-Buena pregunta. Hay que tener cuidado para pastorear ese tema del realismo mágico tan cacareado y tan fatigoso en nuestra literatura con caimanes que bostezan mariposas amarillas, etcétera, para que eso no se amanere. Es decir, una cosa es la ficción que puede producir la literatura y la poesía, y otro el amaneramiento a partir de tópicos como el realismo mágico.
-¿Qué estatus le corresponde hoy?
-Vuelvo sobre la infancia. Cuando a uno lo llevan a un cumpleaños de niño, la primera vez que llevan un mago y el mago saca un anillo de un sombrero, uno queda absolutamente maravillado. La segunda vez, ya se pierde un poquito el asombro, y la tercera ya es aburrido. Me pasa mucho con el realismo mágico.
-Mencionó el hábito del niño de esconderse en el placard. Ese era usted, ¿no?
-Sí. Hay dos hechos de mi infancia que ahora los veo como una propulsión directa hacia la poesía. No a la escrita, sino a la vivida. Soy de Medellín, y en el ámbito familiar acostumbrábamos mucho a viajar en tren. Y yo pensaba que la estación del tren era una casa donde ocurrían paisajes. Uno entraba ahí y empezaban a pasar limoneros, caballos, vacas, puentes, ríos, túneles, otros trenes. Y el otro es que de niño me gustaba mucho esconderme en el armario (en el placard, usando esa palabra argentina que me resulta tan misteriosa y bella) porque me gustaba hacer la noche. Me escondía en lo profundo del armario y convocaba como un brujo, como un mago, como un niño, como un poeta.
-En general los niños suelen tenerle miedo a la oscuridad…
-Sí, es raro. Pero el hecho mismo de provocar uno mismo la noche y que sea por un embrujo que uno hace es maravilloso. Toda mi poesía ha estado más vinculada a lo nocturno. Es que la noche me parece un recinto muy propicio para la poesía, porque a la noche se desvanecen los contornos, todo se integra: el baúl deja de ser baúl, la mesa deja de ser mesa y se integran a un todo. Cuando amanece, las cosas vuelven a tener una individualidad. Creo que la poesía es eso: un desdibujo de las formas privativamente únicas.
-¿Qué hacía adentro de ese placard?
-Simplemente permanecía en silencio. Además, tenía una cosa maravillosa. Recuerdo que era un placard de cedro, con ese olor a madera que uno vuelve a percibir en los barriles de vino. Y a mí me fascinaban esas dos situaciones casi sinestésicas de oscuridad y aroma. Una patología que después he seguido cultivando.
-Me imagino que a través de los barriles…
-¡Por supuesto! ¡Todavía me encanta la noche y también esos barriles! (Risas)
-¿Escribe de noche?
-No tengo una hora propicia para escribir, aunque últimamente por razones laborales escribo mucho al amanecer. Nunca tuve ni disciplinas ni ritos, pero también con los años uno duerme menos. Yo digo que un poeta es un traductor de sí mismo y que, en la medida en que se logre traducir, acaso logre traducir a los demás, que es cuando ocurre el hecho estético. Al amanecer hay mucho silencio y me conecto muy fácil con lo que quiero expresar.
-Las cosas no están ni completamente iluminadas ni completamente oscurecidas.
-Así es. Por otro lado, yo creo que el día está hecho para la desmemoria, porque estamos con el autobús, el trabajo, todas cosas que nos llaman desde el deber. La noche abre sus párpados a la educación, al recuerdo, al misterio.
-Hace pocos días murió Álvaro Mutis y es inevitable preguntarle qué opinión le merece como escritor.
-En una época en la que era mucho más refractario a la cosa política evasiva como la de Mutis, y era más radical en mis juicios, me parecía un poeta nefasto por su condición de monarquista. Tanto que le dediqué una vez un epigrama muy breve sobre lo efímero del poder que finalmente nunca le mandé. “Con coronas de nieve bajo el sol cruzan los reyes”, decía. La idea de que se puede ser monarquista en el siglo XX me producía una cierta repulsión. Después me di cuenta de que era más una humorada, más bien una forma de enrostrarle a la realidad una crítica, y que era más bien de cuño anarquista que conservador. Entonces terminé por hacer las paces. Lo crucé varias veces en México, en Colombia, y eso también atemperó mis críticas políticas porque como ser humano era un hombre muy generoso, muy imaginativo, que verbalizaba la historia de una manera extraordinaria. La obra hablada de Mutis, que lamentablemente se la llevó el viento, era tan importante como lo es su obra escrita, de la que me interesa mucho más el Mutis poeta que el Mutis narrador.
-¿Algún recuerdo compartido con él?
-El momento más grato que compartí con él, a pesar de que tenga en la trastienda un asunto un tanto necrológico, es que coincidimos en Ginebra, junto con el gran novelista colombiano Germán Espinosa. Entonces fuimos a la tumba de Borges, autor del cual los tres éramos buenos lectores y admiradores. Él no era de grandes ademanes retóricos ni era un hombre solemne. Sin embargo, estaba muy conmovido ante la tumba de Borges.
-¿Qué Borges le produce más fascinación?
-A mí me interesa menos el Borges poeta que el Borges narrador y que el Borges ensayista. Sobre todo, lo privilegio en la capacidad analógica de mezclar asuntos en el ensayo. Me gusta muchísimo su narrativa de orden fantástico, pero también su narrativa realista. Menos me atrae su poesía, aunque considerando la herencia de una poética tan verbosa como la de España en América Latina, él pone un punto de mesura del lenguaje en sus poemas.
-Borges decía que cuando uno empieza a escribir es barroco y con el tiempo la escritura se vuelve más depurada. ¿Notó ese proceso en su propia escritura?
-Sí, lo comparto radicalmente. Parece presuntuoso, pero cuando uno empieza a escribir, escribe lo que puede, y cuando avanza en la escritura, escribe lo que quiere. Creo que es un proceso que se da en muchos casos, aunque obviamente hay gente que no abandona nunca el neobarroco y hace de eso una estética.
-Esa no es su elección. ¿Cómo es poesía?
-Yo creo en la poesía pura, no en esa poesía excesivamente elusiva, metafórica y hermética en la que la realidad no aparece. La poesía se asienta en lo cotidiano. Hay que ennoblecer la realidad, no reproducirla con la servidumbre con la que la reproducen los espejos. Hay un gran cronista colombiano de la generación de “Los nuevos”, Luis Tejada, que decía que había que darle el mismo rango estético a la rosa que a la zanahoria. Es muy fácil en un mal poema llevarle a la amada un ramo de rosas. Tiene una heráldica la rosa de credibilidad poética que, aunque sea malo el poema, hace que parezca poético. Lo difícil es llevarle un ramo de zanahorias y que parezca poético. Por eso creo mucho en la esfera de lo cotidiano.
-¿Tiene que ver con la poesía vivida?
-Por supuesto.
-¿Cómo se aplicaría a esta situación en este bar, por ejemplo?
-Acá hay elementos extraordinarios. Primero porque es un bar que comparte dos cosas que son importantísimas para el solaz del espíritu: por un lado, los libros; por otro, la oportunidad del diálogo a partir del café o cosas más nutrientes como el whisky. (Risas). Este sitio tiene un elemento altamente poético, sumado también a la época del año, la extraordinaria luz de la que gozamos, la cordialidad que uno encuentra. No quiero parecer Casanova, pero el hecho de que estés tú aquí. (Risas).
-Colombia fue el país homenajeado en el Filba 2013, donde hicieron un evento dedicado a García Márquez. ¿Qué lugar le cabe hoy en su país?
-García Márquez sigue siendo un icono fundamental de la literatura colombiana para bien y para mal. Creo que cada vez más para bien, porque hay más vertientes muy diferentes que no se adosaron a su literatura, que es irrepetible. Pienso que se lee mucho en el ámbito universitario, pero también que, como sus últimos libros no son los mejores, también ha perdido una cauda de lectores que son ya no lectores, sino relectores de sus clásicos. Pero de todos modos, para nosotros es un orgullo tener un escritor de la categoría de García Márquez.
-¿Y para mal?
-Y porque Colombia ha sido un país del monocultivo: el café, como si no hubiera nada más; la literatura de la violencia, como si no hubiera otras opciones; y otro monocultivo es la literatura de García Márquez. Hace mucha sombra a voces muy importantes de la narrativa colombiana que se ven un poquito opacados por ese árbol tan poderoso y tan merecido de la atención que es García Márquez. Ahora parece que anda un poco enfermo. Los achaques de la vejez son terribles.
-¿Cree que hay una relación directa entre la experiencia de vida y la poesía?
-Pienso que sí. En mi caso se ha decantado un poco la expresión. Un poco. No tengo muchas certezas sobre lo que hago ni quiero tenerlas. Pero sí pienso que hay un acumulado que tiene que ver con experiencias vividas. Hay gente que tiene talento para narrar, pero no tiene mayor cosa que contar porque no tiene mayor cosa que haya vivido. Creo mucho en la experiencia vital para la escritura, así no hable privativamente mi mismo. Los años decantan y crean un timbre, una impronta. Y eso es lo que siempre buscamos: tener una voz propia.