domingo, 4 de enero de 2015

El cuento del domingo

O’Henry
El regalo de los Reyes Magos

Un dólar y ochenta y siete centavos. Eso era todo. Un dólar y ochenta y siete centavos, reunidos uno a uno, a fuerza de regatear centavo tras centavo al almacenero, al verdulero, al carnicero, sintiendo las mejillas ardiendo con la vergüenza que significa esa mezquindad. Tres veces contó Delia esta pequeña suma. Un dólar y ochenta y siete centavos. ¡Y al otro día sería Navidad! Se echó, gimiendo, en su angosta cama, recordando aquella máxima en la que se explica que la vida está hecha de contrariedades, sinsabores y cosas por el estilo.
Dejemos a Delia entregada a estos pensamientos y dirijamos una mirada a su hogar: un piso amueblado por el que se pagaban ocho dólares semanales. En la puerta del vestíbulo había un buzón en el cual no se hubiera podido echar ninguna carta, y un timbre eléctrico del cual ningún dedo humano hubiera conseguido arrancar un sonido. Debajo de éste aparecía una tarjeta, que ostentaba el nombre de “James Dillingham Young”. El “Dillingham” había sido desplegado a todos los vientos, durante aquel antiguo período de prosperidad en el que su poseedor ganaba treinta dólares semanales. Ahora, cuando el ingreso fue disminuido a veinte dólares, las letras de “Dillingham” aparecían confusas, como si estuvieran pensando seriamente en irse contrayendo hasta convertirse en una modesta y vulgar “D”. A cualquier hora que Mr. James Dillingham Young llegara a su casa, ella lo llamaba "Jim” y lo abrazaba muy fuerte, lo cual era muy lindo.
Delia terminó de llorar y pasó el cisne por sus mejillas. Luego se paró al lado de la ventana y comenzó de nuevo a buscar una solución al problema. Mañana sería Navidad y ella disponía solamente de un dólar y ochenta y siete centavos para comprar algún regalo a Jim. Veinte dólares semanales no alcanzan para mucho. Los gastos resultaron mucho mayores que lo que había calculado. Siempre sucede así. Solamente un dólar con ochenta y siete para hacer un regalo a Jim. Su Jim. Muchas horas felices pasó Delia imaginando algún presente bonito para él. Alguna cosa fina, rara, de valor; algo que se pareciera un poco al honor de pertenecer a Jim.
Entre las ventanas del cuarto había un espejo incrustado en la pared. Quizás alguno de vosotros habrá visto uno de esos espejos en un piso de ocho dólares. Una persona muy delgada y muy ágil podría, observando su reflejo en una rápida sucesión de franjas longitudinales, obtener una idea algo fantástica de su aspecto. Delia, siendo esbelta, había dominado este arte. Se apartó de la ventana y se detuvo delante del espejo. Sus ojos brillaban, pero sus mejillas se habían tornado pálidas. Con un movimiento rápido, soltó sus cabellos y dejó que cayeran en todo su largo.
El matrimonio Dillingham Young poseía dos tesoros de los cuales se sentía muy orgulloso: uno lo constituía el reloj de oro de Jim, que había pertenecido primero a su abuelo y después a su padre. El otro era el cabello de Delia. Si la reina de Saba hubiera vivido en el piso que el patio separaba del suyo, Delia se hubiera sentado en la ventana a secar la masa espléndida de sus cabellos, sólo para que empalidecieran las joyas y la belleza de la reina. Si el portero hubiera sido el mismo rey Salomón, con todos sus tesoros apilados en el sótano, Jim nunca hubiera dejado de sacar su reloj cuando pasara delante de él, sólo para ver cómo se pellizcaba la barba con envidia.
Allí, ante el espejo, el cabello de Delia caía cubriéndola, ondeado y brillante como una cascada de oscuras aguas. Le llegaba hasta debajo de las rodillas y envolvía su cuerpo como un manto. Rápidamente lo recogió y después de una última vacilación se puso su viejo tapado y su viejo sombrero, y con los ojos brillantes todavía abrió la puerta y bajó las escaleras como una exhalación. Se detuvo delante de un negocio que ostentaba esta inscripción: “Mme. Sofroine. Especialista en pelucas y peinados”. Delia entró.
– ¿Compraría usted mi cabello? – preguntó a Mme. Sofroine.
– Sí. Compro cabello – contestó aludida –. Sáquese el sombrero y veamos cómo luce el suyo.
De nuevo ondeó la oscura cascada.
– Veinte dólares – dijo Madame, tocando el cabello con dedos expertos.
Delia aceptó.
Las siguientes dos horas fueron para ella un sueño rosado. Olvidó la metamorfosis que las tijeras obraron en su cabeza. Sólo sabía que estaba recorriendo negocios en busca del regalo para Jim. Por fin lo encontró. Seguramente había sido hecho para él. No había ninguno parecido en todos los demás negocios. Lo sabía bien. en su afanosa búsqueda no le quedó lugar sin resolver. Se trataba de una cadena de platino para reloj, simple y neta en su dibujo, proclamando su real valor por sí misma y no por medio de vanidosos adornos. Así deberían ser todas las cosas buenas. Era verdaderamente digna del reloj. Tan pronto como la vio, comprendió que estaba destinada a Jim. Veintiún dólares le pidieron por ella y volvió a su casa con los ochenta y siete centavos restantes. Con semejante cadena en su reloj, Jim, estando acompañado de alguien, se sentiría ansioso acerca de la hora y la consultaría en cada momento. Antes no podía hacerlo sin avergonzarse, pues su precioso reloj pendía de una humildísima y vieja tira de cuero.
Cuando Delia llegó a su casa, su feliz aturdimiento pasó a otros pensamientos más prácticos. Buscó sus tijeras de enrular, encendió el gas y comenzó a reparar los destrozos que se habían cometido en su cabello. En menos de cuarenta minutos, su cabeza se cubrió de pequeños, cortísimos rulos, los que le daban un maravilloso aspecto de pillete rabonero. Se miró al espejo, largo rato, cuidadosamente.
– Si Jim no me mata – se dijo antes de dirigirme una segunda mirada, me dirá que parezco una corista de Coney Island. Pero, ¿qué hubiera podido hacer con un dólar y ochenta y siete centavos?
A las siente en punto el café estuvo listo y la sartén preparada para cocinar las chuletas. Jim nunca tardaba. Delia escondió la cadena en su mano y se sentó frente a la puerta por donde siempre entraba él. De pronto oyó su paso en la escalera y empalideció.
– ¡Dios mío, haced que me encuentre bonita aún! – rogó. La puerta se abrió y entró Jim. Era delgado y muy serio. ¡Pobre muchacho! Tenía sólo treinta y dos años y ya tenía un hogar a sus espaldas. Necesitaba un sobretodo nuevo y estaba sin guantes.
Se detuvo al entrar, quedando completamente inmóvil. Sus ojos estaban fijos sobre Delia, que no pudo descifrar la expresión que se retrataba en ellos. No era ira, ni sorpresa, ni desaprobación, ni horror, ni ninguno de los sentimientos para los que estaba preparada.
Delia se levantó y corrió hacia él:
– Jim querido – gimió –. ¡No me mires así! Corté mi cabello y lo vendí porque no hubiera podido pasar Navidad sin hacerte un regalo. Ya crecerá otra vez. A ti no te importa. ¿No es cierto?
– ¿Te has cortado el cabello? – preguntó trabajosamente Jim, como llegando a esa conclusión después de una paciente labor mental.
– Lo corte y lo vendí – repitió ella.
Jim dirigió una mirada curiosa a todos los rincones del cuarto.
– ¿Dices que tu cabello se ha ido? – preguntó con un aire casi idiota.
– No necesitas buscarlo – observó Delia –. Lo vendí y ya no está aquí. Mañana es Navidad, querido. No te enojes. ¿Pondré a cocinar las chuletas?
Jim consiguió despejar su aturdimiento y abrazó a Delia. Seamos discretos y, por diez segundos, fijemos nuestra atención en cualquier otro objeto. Ocho dólares por semana o un millón anual: ¿en qué se diferencian? Un matemático podrá dar la errónea respuesta.
Los Reyes Magos traían valiosos regalos pero esto no les concernía a ellos. Dilucidaremos más tarde esta afirmación tenebrosa.
Jim sacó un paquete del bolsillo de su sobretodo y lo arrojó sobre la mesa.
– No pienses mal de mí, Delia – dijo –. No creas que tu cabello cortado o cualquier otra transformación te haría menos linda a mis ojos. Pero si desenvuelves este paquete comprenderás el porqué de mi expresión al verte así.
Dedos blancos y febriles desataron el piolín y quitaron la envoltura; un grito de alegría, e inmediatamente un femenino cambio e histéricas lágrimas y lamentos necesitaron el pronto empleo de todas las virtudes persuasivas de Mr. Dillingham Young.
Porque allí estaban las peinetas, el juego de peinetas que Delia admiró mucho tiempo en una vidriera de Broadway. Eran hermosas, de carey legítimo, recamadas de pedrería. Sabía que eran muy caras. Las había deseado con ahínco y sin la menor esperanza. Y ahora eran suyas; pero las trenzas que hubieran podido lucirlas no estaban ya. Sin embargo, oprimió las peinetas contra su pecho y dirigió una profunda mirada a Jim. De pronto dio un gritito al recordar que él no había visto aún su regalo. Abrió la palma de la mano, extendiéndola ansiosamente hacia él. El precioso metal parecía brillar animado por el ardiente espíritu de Delia.
– ¿No es una preciosura, Jim? – preguntó –. Anduve toda la ciudad para conseguirla. Me imagino que desde este momento consultarás la hora cien veces por día. Dame tu reloj. Quiero ver cómo queda con la cadena.
En lugar de obedecer, Jim se tumbó en la cama, con las manos detrás de la cabeza, sonriendo.
– Delia – dijo –, dejemos nuestros regalos de Navidad y guardémoslos para más adelante. Son demasiado hermosos para usarlos ahora. Yo vendí el reloj para poder comprar tus peinetas… Y ahora, supongamos que pones a cocinar las chuletas.
Los Reyes Magos, como se sabe, eran hombres previsores y maravillosamente sabios, que traían regalos a los niños. Ellos inventaron el arte de regalar cosas en Navidad. Siendo tan sabios, sus regalos serían sabios también y tal vez existiría el privilegio de cambiarlos si eran repetidos… Yo he relatado aquí la aventura de dos niños locos en un pisito, que insensatamente sacrificaron el uno para el otro los mayores tesoros de su casa. Pero en una palabra final para los sabios de estos días, dejemos dicho que de cuantos reciben regalos, estos dos fueron los más sabios. De todos cuantos entregan y reciben regalos, los que son como ellos son los más sabios. En todo son los más sabios. Los verdaderos Reyes Magos son ellos.
O. Henry era el seudónimo del escritor, periodista, farmacéutico y cuentista estadounidense William Sydney Porter (11 de septiembre de 18625 de junio de 1910). Se le considera uno de los maestros del relato breve, su admirable tratamiento de los finales narrativos sorpresivos popularizó en lengua inglesa la expresión "un final a lo O. Henry" (an O. Henry ending).1 
Nació en Greensboro, Carolina del Norte. Su padre, Algernon Sidney Porter, era médico. Cuando William tenía tres años, su madre murió de tuberculosis y él y su padre se trasladaron a la casa de la abuela paterna. William era un gran lector y alumno estudioso que se graduó en la escuela elemental en 1876. Más tarde se matriculó en el Instituto Calle Linsey. En 1879 empezó a trabajar como contable en la farmacia de un tío suyo y en 1881, a los 19 años, obtuvo el título de farmacéutico.
La juventud del escritor fue tormentosa. Se trasladó al condado de LaSalle, Texas en 1882, trabajando en un rancho de ovejas. Posteriormente, en 1884, se trasladó a la ciudad de Austin, donde residió en casa de un amigo durante tres años. Uno de los habitantes de esa vivienda era un gato llamado Henry, y de la expresión “¡Oh, Henry!” surgió el seudónimo que inmortalizaría al futuro narrador. Es en esta época cuando comienzan sus problemas con el abuso en el consumo de alcohol; también es cuando aprende a dominar el idioma español. En 1887 se fugó con la joven Athol Estes, hija de una familia adinerada. En 1888 Athol dio a luz a un niño que murió. En 1889 nació una nueva hija: Margaret.
En 1894, Porter fundó un semanario humorístico llamado The Rolling Stone. En ese mismo año sería despedido de un banco de Austin por malversador. Al venirse abajo The Rolling Stone, el escritor se mudó a Houston, donde fue periodista en el Houston Post.
En Austin, O. Henry desempeñó diversos oficios, entre ellos trazador de planos en la General Land Office y desde 1891, como cajero del First National Bank, en donde se produciría el suceso más trascendental de toda su vida: O. Henry fue acusado en 1895 de apropiarse de un caudal de dinero que tenía bajo su responsabilidad. Si bien muchos autores ponen en tela de juicio la culpabilidad del escritor, lo cierto es que tras advertir que sería arrestado por desfalco, en la víspera del juicio O. Henry decidió abandonar su país en julio de 1896 y se embarcó via Nueva Orleans con destino a Honduras.
Pasó cerca de siete meses viviendo en Honduras, principalmente en Trujillo. Más tarde escribió cuentos cortos que tenían lugar en el pueblo de Coralio (basado en el pueblo real de Trujillo) en un ficticio país de América Central llamado Anchuria (basado en el país real de Honduras). La mayor parte de esos cuentos aparecen en el libro Of Cabbages and Kings.
Poco o nada se conoce de su vida en Centroamérica, hasta que en febrero de 1897 se entera de que su mujer estaba agonizando en la ciudad de Austin, por lo que O. Henry debió tomar la decisión de volver a EE.UU. para estar junto a su esposa poco antes de su muerte, acaecida el 25 de julio de 1897. Menos de un año después, el escritor es capturado por la justicia por el desfalco del First National Bank y condenado a una pena de 5 años de prisión en la penitenciaria nacional de Columbus (Ohio), en la que ingresó en 1898 y donde estuvo detenido por tres años, hasta que se le concedió la libertad por buena conducta.
O. Henry comenzó a escribir relatos cortos durante su estancia en la cárcel para poder ganar el dinero para mantener a su hija. En 1899, uno de sus relatos, Whistling Dick’s Christmas Stocking, llegó a ser publicado por una conocida revista de la época: el McClure´s Magazine.
Cuando cumplió su pena, en 1901, cambió definitivamente su nombre, William Sydney Porter, por el de O. Henry, acaso con la intención de borrar las sombras de su pasado. Se trasladó ese mismo año a Nueva York en donde vivió hasta su muerte.
En Nueva York, la ciudad que el escritor amaba y escenario de muchas de sus narraciones, O. Henry obtuvo el reconocimiento por parte del público, aunque su relativa fama y su éxito literario nunca le brindaron un bienestar económico, en gran medida debido a su afición a la bebida. En efecto, existe una anécdota que dice que su relato más famoso, El regalo de los Reyes Magos (considerado por los críticos como uno de los mejores), fue escrito bajo la presión de un plazo de entrega, en tan solo tres horas y acompañado de una botella entera de whisky.
Desde diciembre de 1903 hasta enero de 1906 escribió una historia a la semana para el New York World.
Contrajo nuevas nupcias en 1907 con su novia de la infancia, Sarah Lindsey Coleman. Ni este matrimonio ni el éxito que obtuvo rápidamente con sus relatos cortos (o tal vez precisamente por esto último) impidieron que cayese en el alcoholismo. Sarah lo abandonó en 1909. O. Henry, uno de los más grandes maestros del relato corto, murió un 5 de junio de 1910 a causa de una cirrosis hepática, llevando en sus bolsillos solo veintitrés centavos de dólar.
Se celebró su funeral en New York City, y después fue enterrado en Asheville, Carolina del Norte. Su hija, Margaret Worth Porter, murió en 1927, siendo inhumada junto a su padre.
En la mayoría de los mejores cuentos de O. Henry, escritos en los primeros años del siglo XX, se valora principalmente el final imprevisto y los giros repentinos de la trama al final del relato. Muchos cuentos tienen lugar en la ciudad de Nueva York y retratan generalmente personajes normales y corrientes como dependientes, policías, camareras. Su obra más conocida, Los cuatro millones, hace referencia al número de habitantes de la ciudad de Nueva York a comienzos del siglo XX, y al hecho de que cada uno de estos habitantes constituía para O. Henry "una historia digna de ser contada".
El trabajo de O. Henry es en lo fundamental un producto típico del tiempo en que vivió. El escritor supo captar a la perfección el sabor de su época y de su circunstancia. Ya fuese deambulando por los pastos de Texas, indagando en el arte de los timadores o investigando las tensiones de clase en la gran ciudad, el toque del escritor para aislar cada elemento de la sociedad, describiéndolo con suma parquedad y gracia lingüística, era inimitable.
Son muy conocidas sus antologías Heart of the West (Corazón del Oeste), The Four Million (‘Los cuatro millones’) y Of Cabbages and Kings (‘De reyes y repollos’) en las que exhibe algunos de sus mejores relatos. La tercera, menos conocida, comprende una serie de cuentos, cada uno de los cuales explora cuidadosamente, en base a una compleja estructura, un aspecto concreto de la vida en Anchuria un anquilosado país de Centroamérica.
Otros grandes relatos de O. Henry, traducidos al castellano son: Best seller, Memorias de un perro amarillo, Un amante tacaño, Regalo de Reyes, Déjeme tomarle el pulso, Vocación mesiánica, El oro que relucía. También existe una colección antológica de O’ Henry traducida al español, Obras selectas, en dos tomos.
En uno de sus relatos situados en el Salvaje Oeste creó el personaje Cisco Kid que con el tiempo se convirtió en una popular figura en películas, series televisivas y comics.
En las narraciones breves de O. Henry se han querido ver prefigurados algunos de los grandes personajes de la escena literaria estadounidense como J. D. Salinger, Truman Capote, Tom Wolfe, Raymond Carver, etc.
Jorge Luis Borges, que lo admiraba profundamente, escribió sobre él: “Edgar Allan Poe había sostenido que todo cuento debe redactarse en función de su desenlace; O. Henry exageró esta doctrina y llegó así al trick story, al relato en cuya línea final acecha una sorpresa. Tal procedimiento, a la larga, tiene algo de mecánico; O. Henry nos ha dejado, sin embargo, más de una breve y patética obra maestra”.
En EE. UU. se creó en su memoria el famoso premio O. Henry Awards de cuentos, uno de los más importantes del mundo. Este premio lo han recibido, entre otros, los escritores William Faulkner, Dorothy Parker, Flannery O'Connor, John Updike, Truman Capote, Raymond Carver, Saul Bellow, e incluso el cineasta Woody Allen. Bibliografía. Sixes and Sevens (1911). Rolling Stones (1912). Waifs and Strays (1917). O. Henryana (1920). Letters to Lithopolis (1922). Postscripts (1923).O. Henry Encore (1939). En español: O. Henry 1960. Obras selectas. Barcelona: Planeta.O. Henry 2005. Cuentos de Nueva York. Madrid: Espasa Calpe.O. Henry 2008. Esto no es un cuento: y otros cuentos. Sevilla: Barataria.
Semblanza biográfica: Wikipedia. Texto: Ciudadseva.com.Foto:internet.