Se publica La razón del mal,
una novela con la que el pensador ganó el Premio Nadal en 1993 y que
sorprende por un argumento que parece retratar fielmente nuestra
actualidad
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Rafael Argullol, autor español de La razón del mal./lavanguardia.com |
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Portada de La razón del mal. |
Acantilado está recuperando las obras de Rafael Argullol, ganador de los premios Cálamo y Ciutat de Barcelona, en 2010, por su monumental Visión desde el fondo del mar. Allí como en ningún otro título encontramos su pensamiento nómada y su escritura transversal, en la que ensayo, narrativa y poesía conviven en un único cuerpo literario. La misma editorial reedita ahora La razón del mal,
una novela con la que el barcelonés ganó el Premio Nadal en 1993, y que
sorprende por un argumento que parece retratar fielmente nuestra
actualidad.
Los dos personajes principales, el psiquiatra David
Aldrey y el fotógrafo Víctor Ribera, intentan comprender cómo una ciudad
ordenada y segura se ha abocado al abismo. Una suerte de epidemia ha
causado que miles de ciudadanos, sin causa aparente, pierden las ganas
de vivir, la voluntad. Después de que la sociedad acuda a todo tipo de
esoterismos para frenar la plaga, la neurosis colectiva, nadie
reconocerá un periodo en el que el miedo abrió las puertas a la
superstición. Otro de los personajes, Ángela, restaura un cuadro de Orfeo y Eurídice escapando del infierno. Hay allí una potente metáfora del valor lárico, aquello que une el presente con el pasado.
Mirar atrás no siempre es una condena.
En
la novela se aborda la relación entre la memoria y el olvido. Hoy hay
un vértigo en la información pero, sin embargo, vivimos en una cultura
que lo que produce fundamentalmente es amnesia. Una información
atropella a la anterior, en gran parte porque no hay una jerarquía que
transforme la información en comprensión.
Los ciudadanos de la novela, cuando todo ha acabado, establecen un perímetro de silencio. Pero sin memoria no hay criterio.
Una sociedad condenada a la amnesia es una sociedad fácilmente manipulable. De eso se habla en La razón del mal.
Perdemos la resistencia. Lo estamos viendo en nuestros días. Aunque no
nos demos cuenta -lo que ocurre en el presente es difícil de analizar
con perspectiva-, estamos siendo constantemente manipulados. Incluso en
el lenguaje.
Lo importante es convertir la palabra en una
“corteza vacía”. Hay, y eso también aparece en la novela, una
colonización política del lenguaje.
Cuando en los titulares
de los periódicos se utiliza el lenguaje economicista, como si fuera el
lenguaje humano, es porque se ha substituido la consciencia del ser
humano por una especie de monstruo con simulación antropomórfica, pero
un monstruo.
Ahora son los mercados quienes tienen estrés, no nosotros.
Además se mide el bienestar o la infelicidad de las sociedades de acuerdo con el bienestar o la infelicidad de los mercados.
Los afectados son los exánimes, “hombres sin aliento”. Mucho antes de que La sociedad del cansancio de Byung-Chul Han se convirtiera en un auténtico best seller, usted publicó junto a Eugenio Trías El cansancio de Occidente, en 1992.
Es
una de las características de nuestra época. Ya lo anunciamos entonces,
sí. La gente está cansada. La frase que más se escucha a lo largo del
día es “estoy cansado”. La gente a veces está cansada de trabajar, pero a
veces también está cansada del ocio, de ir al gimnasio,… Los
transportes, la ciudad, la burocracia, todo lleva al cansancio.
La
ciudad dibujada en el libro es próspera porque lo dicen los datos y las
cifras. Pero las estadísticas suelen esconder otras complejidades. La
educación ahora va bien o mal según lo que diga el informe PISA.
Responde
a la falta de sutileza. En la lectura y la mirada, pero también en la
capacidad de escuchar. La llamada cultura, o la llamada educación, está
en manos de sociólogos. Llevamos siete reformas educativas desde que
murió Franco. Y quienes hacen los planes de estudio son pedagogos de
despacho. La síntesis la ha dado muy bien el señor Wert, diciendo que se
iba a cambiar la lógica filosófica por la lógica del emprendedor. Palabra mágica de nuestra época, que nadie sabe qué quiere decir exactamente.
No definirse con precisión es visto como un mérito.
Hay
una pugna por no definirse. La verdad es que el ciudadano no sabe hacia
dónde van las nuevas fuerzas emergentes, como Ciutadans o Podemos, pero
es algo hecho de manera expresa. Se quiere dar prioridad a la forma
sobre el fondo.
Pero en La razón del mal,
precisamente, tienen clara la importancia de poner nombre a los
afectados. La palabra es aún imprescindible para no convertir un
problema en innombrable.
Pasa lo mismo ahora. Por un lado no
se nombran las grandes controversias ideológicas pero, por otro lado,
sí se nombra, cada vez con siglas más pesadas, cualquier tipo de
patología que a alguien la da por descubrir, por ejemplo en los niños.
Todos los niños están clasificados por las siglas de supuestas
patologías que se han inventado psicólogos de gabinete.
En
la novela se multiplican los adivinos. Los templos se llenan. Rubén, el
Maestro, es visto como el gran salvador. ¿Por qué el ciudadano
contemporáneo cree aún en la figura del salvador?
Es debido a la sensación de amenaza, que es uno de los grandes temas de la novela, y que puede aún incrementarse.
La provisionalidad es la primera consecuencia de la amenaza. Los enfermos pasan a adversarios.
El
problema de la falta de memoria la advertimos en la vida cotidiana, más
allá de la política. Mientras las cosas van relativamente bien, hay lo
que se llama entretenimiento, diversión. Y cuando las cosas van mal, hay
un vacío…
La multitud necesita nuevos ídolos donde
canalizar el entusiasmo. Desde el 15-M se hablaba de horizontalidad y
tranversavilidad y, sin embargo, volvemos al hiperliderazgo.
El ciudadano está cansado y amnésico y, en cierto modo, ha pasado de ciudadano a súbdito.
También hay espacio en su novela para hacer un retrato de los medios de comunicación. El Progreso es el gran diario de la época. Usted entiende la escritura como los matices que recorren el abanico que separa el ruido y el silencio.
Cuando
escribí la novela los periódicos aún tenían un papel importante. Un
periódico ahora no es un centro de gravedad como lo era entonces, a
principios de los noventa. Dicho esto, la intervención del pensamiento
crítico en un diario es muy relativa… Ahora la intervención depende de
la resonancia en las redes sociales.
Alguna responsabilidad tendremos.
Hay
algo en lo que hemos llamado cultura, la cultura de los últimos
cincuenta años, que no ha acabado de ser atractivo y seductor para la
vida. Ese es un tema muy importante que las llamadas gentes de la
cultura, que cada vez dan más pereza, no afrontan. Cuando se dice que
hay crisis en la cultura en España, enseguida se apunta que no hay
dinero para el cine. Y es verdad. Pero pocas veces se hace autocrítica.
Hemos dejado que establezca qué es arte, y qué no, Sotheby's y Christie's. El precio aparenta ser el único juicio.
Si no hay una conexión real entre la creatividad y el público es que algo sucede.
Desde el periodismo cultural hemos llamado cultura más al objeto que a la experiencia.
El
periodismo cultural no existe. No existe, sin contar alguna honrosa
excepción, la crítica musical, la crítica literaria, la crítica musical…
El periodismo cultural se limita a los epifenómenos, a la sociología.
El periodismo cultural ha sido expulsado del periodismo cultural.
La
ciudad de la novela es, esencialmente, cosmopolita. ¿Es necesario
recuperar algo de magia frente al exceso de racionalismo de la smart city? ¿Cómo ve la actual Barcelona?
Barcelona
es una ciudad sin ningún misterio. Si tuviera que encontrar hoy un
rincón salvaje, enigmático, no encontraría ni uno. Lo que realmente está
pasando es lo que los propios políticos explicitan: se ha pasado de la
idea de metrópolis a la marca. Incluso en la lucha de
nacionalismos, unos y otros hablan de su marca. La patria romántica, un
concepto ultrapasado, no da lugar a la polis en el sentido democrático. España ha llegado a crear una comisión para reivindicar su marca.
Usted
quiso ser cirujano y acabó siendo un viajero que disecciona los
entresijos de la literatura y la filosofía, convirtiéndose en
catedrático de estética. ¿Es aún posible viajar?
Cada vez es más complicado. Encuentras los mismos negocios en todas las ciudades europeas. Es un déjà vu permanente. La figura del flaneur de
Baudelaire cada vez es más difícil de ejercitar. La única posibilidad
de viajar está vinculada con la calidad de la mirada. Y en ese sentido
no hace falta desplazarse kilómetros. Puedes viajar sin moverte del
barrio o yendo a la Patagonia.
¿Nos recomienda una forma concreta de viajar, entonces?
Yo
le diría a un viajero que si va a un museo, mire como máximo diez
cuadros. Quizá uno. Y que en la ciudad aplicará el mismo criterio. Que,
como fuera, substituyera lo cuantitativo por lo cualitativo.
Actualmente, con la precariedad acechando por todos sitios, podría parecer poco comprometido hablar de la necesidad de belleza. Sin embargo, también necesitamos una revolución espiritual.
En Italia, por ejemplo, lo bello
sigue siendo una expresión muy utilizada. También en Francia. Pero en
España la belleza ha sido expulsada, incluso, del lenguaje cotidiano.
Para mí un valor decisivo es la libertad. Pero he llegado a la
conclusión de que una libertad que no busca la belleza es una fuerza
ciega.
Ha sido profesor en diversas universidades. ¿Por qué las humanidades se han alejado tanto de las ciencias?
Es
algo grave. Se ha producido un deterioro desde ambos lados. Al
ciudadano tampoco le interesa la ciencia como podía interesarle antes.
El hiperconsumo de tecnología no lleva al ciudadano a preguntarse por
las causas de esa tecnología. No está interesado por la aventura del
descubrimiento.
Está, también, contra el dualismo que separa filosofía y cuerpo, sensibilidad e inteligencia.
Estamos
en una sociedad demasiado pragmática. Demasiado utilitaria. Se busca la
inmediatez, la apariencia. En ese sentido, no interesa el pasado, pero
tampoco el futuro. Por eso el utopismo tampoco está presente.
Cada
vez parece más urgente recuperar lo mediato frente a la inmediatez del
presente continuo. Usted escribe a mano. ¿Es una forma de no caer en la
aceleración?
Me interesa mucho el aspecto fisiológico del
acto de la escritura. En ese sentido se establece un ritmo entre el
pensamiento y la mano. Hay algo mucho más armónico… Lo perfecto sería
caminar, pensar y escribir al mismo tiempo.
No se siente demasiado cómodo cuando le denominan filósofo. Dice que le gustaría ser recordado como “un hombre libre”. ¿Qué quiere decir ser libre en el siglo XXI?
Prefiero que me presenten como escritor, es más laico. Lo de filósofo está
entre lo sagrado y lo ridículo. Ser libre quiere decir ser capaz de
tomar decisiones, desde la propia soledad, independientemente de lo
políticamente correcto, del gregarismo y del grito colectivo. Ser libre
es como leer. Una combinación entre experiencia y experimento. O como
avanzar en un problema matemático en el que vas encontrando
encrucijadas.