En los años precedentes a la victoria electoral del partido de Hitler, en enero de 1933, no faltaron señales del peligro que se avecinaba.
Tan sólo unos cuantos escritores (Brecht, Heinrich Mann, Feuchtwanger)
adivinaron desde el primer momento la enorme amenaza que suponía el
nacionalsocialismo. Los dos primeros tomaron sin demora el rumbo del
exilio; el tercero, ausente del país por esos días, desistió de volver.
Al principio, la mayoría restó importancia a la capacidad de acción
de los nazis. Intelectuales socialdemócratas y comunistas estaban
persuadidos de que la inminente revolución convertiría el gobierno de
aquel loco vociferante en una anécdota histórica. Cuando advirtieron el
error, ya era tarde. Pronto empezaron las quemas de libros, las detenciones masivas y la aniquilación sistemática de la disidencia.
No faltaron nombres conocidos que pusieran su pluma al servicio de la
propaganda oficial, secundando con convicción o por oportunismo los
ideales que proporcionaban sustancia ideológica a aquel régimen
terrorífico. Otros decidieron o bien callar, o bien mostrar algún tipo
de resistencia. Para estos últimos, la revista 'Neue Deutsche Blätter'
fijó en septiembre de 1933, desde su exilio en Praga, tres opciones. El
escritor podía combatir el nacionalsocialismo desde la clandestinidad,
con el riesgo constante de ser descubierto y liquidado. Podía escribir
desde el anonimato para la prensa antifascista extranjera. Podía, en
fin, como hicieron muchos, poner su vida a salvo fuera del país. Es
opinión generalizada que lo más valioso de la inteligencia literaria alemana, emprendió la huida.
Adeptos
Sin embargo, no fueron pocos los intelectuales y artistas que
mostraron su adhesión al régimen tiránico. Recibieron como recompensa
cargos y privilegios. Tal es el caso del médico y poeta Gottfried Benn,
uno de los que alzó la voz para saludar la llegada del nuevo Estado y
arremeter contra los escritores del exilio. Él mismo caería
posteriormente en desgracia, al punto de serle impuesta en 1938 la
prohibición de publicar.
La implicación del filósofo Martin Heidegger en el proyecto
nacionalsocialista está fuera de duda. Nombrado rector de la Universidad
de Friburgo en la primavera de 1933, a partir del año siguiente y
presentada la dimisión, adoptó una postura cautelosa, retirándose a un
segundo plano. Pagó, no obstante, hasta el final la cuota de militante del partido.
El dramaturgo Gerhart Hauptmann, una celebridad nacional (había
recibido el premio Nobel en 1912), llegó a firmar una declaración de
lealtad al régimen, con el cual contemporizó sin dejarse absorber por
él. Su caso guarda parecido con el de Ernst Jünger, escritor nada
sospechoso de izquierdismo. Las autoridades nazis trataron con
insistencia de ganarlo para su causa, pero él prefirió llevar una vida retirada antes del estallido de la guerra, en la que participó con grado de capitán de la Wehrmacht.
Exiliados
Las figuras más relevantes de la literatura alemana optaron por el
exilio. Hay cálculos aproximados que cifran en 1.500 el número de
autores, entre literatos y periodistas, que huyó de Alemania. Muchos de
ellos se vieron constreñidos a errar de un país a otro, con frecuencia
en condiciones penosas de desamparo y pobreza.
La desesperación, la imposibilidad de ejercer el oficio literario, la
falta de ingresos y tantos otros problemas asociados al destierro
indujeron a más de uno al suicidio. Así el austriaco Stefan Zweig, que se quitó la vida en Brasil junto
a su esposa; o Walter Benjamin en Portbou por temor a ser extraditado; o
el escritor Ernst Toller, que se ahorcó en 1939 en Nueva York,
convencido de que el desenlace de la Guerra Civil española equivalía al
triunfo definitivo del fascismo en Europa.
Los hermanos Thomas y Heinrich Mann. Getty Images-Hulton Archive
Thomas Mann se halla a comienzos de 1933 dando conferencias por
diversos países europeos. Sus obras se han librado de las piras nazis,
no así las de su hermano Heinrich ni las de su hijo Klaus. Mann duda en romper abiertamente con el régimen de Hitler
a pesar de las exhortaciones del mencionado Klaus (otro suicida) y de
su hija Erika, políticamente muy activos. Su casa de Múnich es
requisada, sus bienes embargados. Thomas Mann adoptará la nacionalidad
checa (más adelante la estadounidense) y será desposeído de la suya
alemana. Pero "donde yo estoy", dijo, "está Alemania". Son célebres sus
alocuciones radiofónicas en la BBC, con las cuales denuncia, entre otras cosas, el exterminio de los judíos.
Terminaría estableciéndose en los Estados Unidos, donde llegará a ser
recibido por el presidente Roosevelt en la Casa Blanca. Ya sólo volvería
a Alemania tras la guerra y de visita. Un pequeño pueblo, a orillas del
lago Zúrich, fue su último paisaje. Murió en 1955. Semanas antes, en
Holanda, había pedido perdón públicamente por los crímenes cometidos
contra los holandeses en nombre del pueblo alemán.
Un caso singular es el de Wolfgang Borchert, cuyas obras completas
tuve el honor de traducir a la lengua española. Detenido, torturado,
encarcelado, enviado al frente, Borchert sobrevivió gravemente enfermo a tanto suplicio.
En cuestión de dos años, atormentado por problemas de salud, escribió
los cuentos por los que hoy se le recuerda y una inquietante obra de
teatro, 'Fuera, delante de la puerta', que inaugura, en el periodo
inicial de la posguerra, la llamada literatura de los escombros.
Borchert falleció en un hospital suizo la víspera del estreno de la obra
en 1947. Tenía 26 años.
Literatura de los escombros
Borchert pertenece a una generación de escritores cuya juventud
coincide con la época del nacionalsocialismo y la Segunda Guerra
Mundial. Aún no les ha sido dado desarrollar una obra propia; pero
tienen la edad suficiente para verse arrastrados con plena conciencia
por el vendaval de la historia. Así Heinrich Böll (premio Nobel en
1972), a quien la guerra sorprende cuando acababa de emprender estudios
universitarios. Incorporado a filas desde los inicios de la contienda,
combatirá en distintos frentes hasta poco antes de la capitulación. Böll es el autor por antonomasia de la literatura de los escombros.
En diversas novelas y libros de cuentos narró desde posiciones críticas
el destino de los perdedores, el de los soldados rasos y el de los
humildes ciudadanos expuestos a las penalidades de un país en ruinas.
Böll se convirtió sin proponérselo en una instancia moral para sus
compatriotas. Fue un hombre honrado a carta cabal, que
se expresó sin tapujos cuando otros postulaban las medias verdades, el
revisionismo o el silencio. Católico de izquierdas, hasta el final de
sus días (este año se cumple el trigésimo aniversario de su muerte)
participó con afán de justicia en numerosas reivindicaciones sociales.
Sobre estos escritores que fueron, en un grado mayor o menor de
implicación, testigos directos de la barbarie nacionalsocialista gravita
la responsabilidad de levantar un testimonio crítico, tarea literaria,
pero también política y moral, que pocos días antes de su fallecimiento
Günter Grass aún consideraba no concluida.
Hoy sabemos que en el caso de Grass la referida tarea de indagación
de la verdad y búsqueda de criterios morales para el juicio histórico
afectaba directamente al hombre que el espejo le devolvía en la
intimidad. A la pregunta de por qué él, tan severo al juzgar los
antecedentes nazis de otros intelectuales, había guardado silencio sobre
su enrolamiento voluntario a la edad de 17 en las SS, respondió que no había encontrado con anterioridad la forma literaria adecuada.
Grass vivió desde la guerra con una esquirla de granada incrustada en
un hombro. De igual manera, en su conciencia, según confesión propia,
llevó durante largo tiempo aquella otra esquirla de su pasado
nacionalsocialista.
Otro escritor, Martin Walser, en un discurso pronunciado con motivo
del Premio de la Paz de los Libreros Alemanes, que le fue concedido en
1998, se quejó de que todos los días los medios de comunicación hagan
presente, revivan, reproduzcan aquel capítulo vergonzoso de la nación
alemana. Consideró que algunos se empeñan en mantener encendida la
antorcha de la inculpación y llevan a cabo una especie de chantaje. El
escándalo que suscitaron sus palabras, unido a la reprobación de la
comunidad judía, volvió a demostrar que el pasado nacionalsocialista alemán, a pesar de las décadas transcurridas, aún no ha sido del todo desactivado.