El autor de Hijos de la medianoche pone en valor la calidad literaria y el compromiso moral del Nobel de Literatura fallecido
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Salman
Rushdie y Günter Grass, en una fiesta de cumpleaños del escritor alemán
en el teatro Thalia de Hamburgo, en 1997. / Kay Nietfeld ./elpais.com |
En 1982, estando en Hamburgo con motivo de la publicación de la traducción alemana de Hijos de la Medianoche, mis editores me preguntaron si me gustaría conocer a Günter Grass.
Bueno, evidentemente quería conocerle, de forma que me llevaron en
coche al pueblo de Wewelsfleth, a las afueras de Hamburgo, donde vivía
Grass por aquel entonces. Tenía dos casas en el pueblo. Escribía y vivía
en una de ellas y usaba la otra como estudio de arte. Después de cierta
esgrima inicial —se esperaba de mí, por ser el escritor más joven, que
le hiciera una serie de genuflexiones, y el caso es que yo estaba feliz
de hacerlas— él decidió de repente que yo era aceptable, me condujo a un
aparador en el que guardaba su colección de vasos antiguos, y me pidió
que escogiera uno. Luego sacó una botella de schnapps y para cuando
llegamos al fondo de la botella nos habíamos hecho amigos. En algún
momento posterior fuimos tambaleándonos hacia el estudio de arte, donde
me sentí hechizado por los objetos que allí vi, todos ellos reconocibles
por las novelas: anguilas de bronce, lenguados de terracota, grabados a
punta seca de un niño aporreando un tambor de hojalata. Le envidiaba
por su don para el arte casi más de lo que le admiraba por su genio
literario. ¡Qué maravilla, al final de un día dedicado a la escritura,
bajar la calle andando y convertirte en otro tipo de artista! También
diseñaba las portadas de sus propios libros: perros, ratas, sapos, que
se trasladaban desde su pluma hasta sus cubiertas.
A partir de aquel encuentro todo periodista alemán con quien me
encontraba me preguntaba por él, y cuando les respondía que creía que
era uno de los dos o tres grandes escritores vivos del mundo algunos de estos periodistas mostraban un gesto de decepción y decían: “Bueno, vale, El tambor de hojalata
sí, pero ¿no hace de eso mucho tiempo?”. A lo que yo intentaba
contestar que, aunque Grass nunca hubiera escrito esa novela, sus otros
libros habrían sido suficiente como para ganarse los elogios que yo le
dedicaba, y el hecho de que además hubiese escrito El tambor de hojalata
lo situaba entre los inmortales. Aquellos periodistas escépticos
parecían decepcionados. Hubieran preferido que dijera algo más malévolo,
pero no tenía nada malévolo que decir.
Le amaba por su escritura,
por supuesto —por su amor por los cuentos de Grimm que él recreó con
ropajes modernos, por el elemento de comedia negra que introducía en su
examen de la historia, por el tono juguetón de su seriedad, por el
coraje inolvidable con el que miró a los ojos al gran mal de su época, y
convirtió lo indecible en arte con mayúsculas. (Más adelante, cuando la
gente le atacó con maledicencias, nazi, antisemita, yo pensé: que sean
los libros los que hablen por él, pues son las mayores obras maestras
antinazis jamás escritas, y contienen pasajes sobre la ceguera elegida
por los alemanes frente al Holocausto que ningún antisemita sería capaz
de escribir jamás).
Por su setenta cumpleaños muchos escritores (Nadine Gordimer, John
Irving y la plana mayor de la literatura alemana al completo) se
reunieron para cantar sus alabanzas en el teatro Thalia de Hamburgo,
pero lo que mejor recuerdo es que cuando acabaron las loas, empezó la
música, el escenario del teatro se convirtió en una pista de baile y
Grass se reveló como un maestro de lo que yo llamo baile agarrado. Sabía
bailar el vals, la polka, el foxtrot, el tango y la gavota, y parecía
que todas las chicas más guapas de Alemania estuvieran haciendo cola
para bailar con él. Mientras daba vueltas y giraba y se agachaba
jubilosamente, comprendí que él era esto precisamente: el gran bailarín
de la literatura alemana, bailando a través de los horrores de la
historia hacia la belleza de la literatura, sobreviviendo al mal gracias a su gracia personal, y también a un sentido de lo ridículo propio de un cómico.
A esos periodistas que querían que yo hablara mal de él en 1982 les
dije: “Tal vez tenga que morir para que ustedes comprendan al gran
hombre que han perdido”. Ese momento ahora ha llegado. Espero que lo
hagan.