Fue un martes de 1965. Gabriel García Márquez
acababa de regresar de un fin de semana en Acapulco con su esposa y sus
dos hijos, cuando, fulminado por un “cataclismo del alma”, se sentó
ante la máquina de escribir y, como él mismo recordaría años después, no
se levantó hasta principios de 1967. En esos 18 meses, todos los días,
de nueve de la mañana a tres de la tarde, el escritor colombiano gestó Cien años de soledad.
Mucho se ha escrito de la atmósfera mexicana en la que germinó su
obra magna, de su obsesión creativa, de sus dificultades económicas, del
apoyo inquebrantable de los amigos. Pero muy poco se sabe de su
construcción. Las claves de su plasmación material, la ingeniería sobre
la que edificó el universo de Macondo,
siguen entre sombras. Y este misterio no fue casual. El propio autor,
cuando en junio de 1967 recibió el primer ejemplar impreso, rompió el
original para que “nadie pudiera descubrir los trucos ni la carpintería
secreta”. De aquella destrucción histórica se salvaron contadísimos
documentos. Uno de ellos, posiblemente el más importante, fue la primera
copia de las pruebas de imprenta. Sobre las galeradas, García Márquez
anotó de su puño y letra 1.026 correcciones, dejando a la luz cambios e
inflexiones de enorme interés.
Esos papeles, a los que ha tenido acceso EL PAÍS, han seguido una azarosa existencia. El escritor los regaló al cineasta exiliado Luis Alcoriza y a su esposa Janet.
Tras sus muertes, fueron subastados dos veces sin éxito y ahora,
olvidados otra vez, buscan acomodo en una institución. “Prefiero que
estén en una biblioteca o un museo que conmigo”, dice el mexicano Héctor
Delgado, heredero de los Alcoriza.
Las galeradas, de editorial Sudamericana, suman 181 hojas de doble
folio, numeradas a mano, con acotaciones del autor en bolígrafo o
rotulador. Su recorrido muestra la orfebrería de García Márquez. En
ellas el autor señala los inicios de capítulo, reordena párrafos,
suprime y añade frases, sustituye o corrige más de 150 palabras y, en
muchas ocasiones, alerta de erratas. En este ejercicio queda patente el
agotador pulso que el autor mantenía consigo mismo. Los cambios no solo
van destinados a purificar el texto o despejar la fronda de nombres de
los Buendía, sino que ahondan en sus inextricables juegos de lenguaje. A
veces, se trata de sutilezas: de “amedrentar” se pasa a “intimidar”, de
“obstruir” a “cegar”, o de “completar” a “complementar”. Pero otras, la
mano del escritor va mucho más lejos: las mariposas se vuelven
“amarillas”, las sanguijuelas se sacan “achicharrándolas” con tizones,
el troglodita queda convertido en un “atarván”, los niños andan como
“zurumbáticos”, la Ópera Magna se transforma en “alquimia”, un san José
de yeso descubre un interior “atiborrado de monedas de oro” o la
descarga del máuser “desbarata”, que no “desarticula”, un cráneo.
También algunos personajes adquieren matices nuevos con los incisos.
Amaranta, por ejemplo, “finge sensación de disgusto” al oír hablar de
boda, y Aureliano ve su “antigua piedad” transformarse “en una
animadversión virulenta”. Son alteraciones constantes. Una lluvia fina
de mejoras que, sin generar cambios de fondo ni giros argumentales, sí
que descubren la talla microscópica y tenaz de un texto de cuya grandeza
el autor era consciente.
Posiblemente por ello, García Márquez nunca devolvió las pruebas de
imprenta a la editorial, sino que envió las correcciones aparte. Y lejos
de destruir el documento, como hubiera sido esperable, lo convirtió en
un monumento a la amistad: lo regaló y dedicó al director de cine Luis
Alcoriza y a su esposa, la actriz austriaca Janet Riesenfeld: “Para Luis
y Janet, una dedicatoria repetida, pero que es la única verdadera: del
amigo que más les quiere en este mundo. Gabo. 1967”.
La pareja, afincada en México y muy próxima a Luis Buñuel, formaba
parte del círculo íntimo del escritor colombiano. Aquel que le había
mantenido en las épocas más negras y con quien, en los días buenos,
había celebrado la alegría de vivir. El propio autor lo explicó años más
tarde en un artículo en EL PAÍS:
“Cuando la editorial me mandó la primera copia de las pruebas de
imprenta, las llevé ya corregidas a una fiesta en casa de los Alcoriza,
sobre todo para la curiosidad insaciable del invitado de honor, don Luis
Buñuel, que tejió toda clase de especulaciones magistrales sobre el
arte de corregir, no para mejorar, sino para esconder. Vi a Alcoriza tan
fascinado por la conversación que tomé la buena determinación de
dedicarle las pruebas”.
El matrimonio guardó las páginas como un objeto sagrado. Dieciocho años después, cuando Cien años de soledad
ya era un tótem, García Márquez volvió a encontrárselas en casa de los
Alcoriza: “Janet las sacó del baúl y las exhibió en la sala, hasta que
se hicieron la broma de que con eso podían salir de pobres. Alcoriza
hizo entonces una escena muy suya, dándose golpes con ambos puños en el
pecho, y gritando con su vozarrón bien impostado y su determinación
carpetovetónica: ‘Pues yo prefiero morirme que vender esa joya dedicada
por un amigo”. García Márquez respondió escribiendo debajo de la
dedicatoria, con el mismo bolígrafo que la primera vez: “Confirmado.
Gabo. 1985”.
Luis Alcoriza, el exiliado, murió en 1992 en Cuernavaca. Su esposa le
siguió seis años después. Las galeradas quedaron en manos de su
heredero, el ingeniero y productor Héctor Delgado, el hombre que les
había cuidado en los últimos días. En 2001, con el beneplácito del
premio Nobel, los papeles fueron subastados sin éxito en Barcelona por
un millón de dólares (897.500 euros, al cambio actual). Un año después,
tampoco hubo suerte en Christie’s. Ahora, al año de la muerte de García
Márquez, el heredero, de 73 años, busca quien los adquiera. La
Universidad de Texas, que compró el archivo del Nobel, se ha interesado,
pero poco más. Casi medio siglo después de su gestación, uno de los
pocos documentos que se salvaron de la génesis de Cien años de soledad sigue buscando dueño.