sábado, 18 de abril de 2015

El primer reportaje de Gabriel García Márquez

Un año como cien de soledad

El 12 de julio de 1954, un alud de tierra sepultó a más de sesenta personas en Media Luna, una vereda de las montañas que rodean a Medellín

 
Gabriel García Márquez dijo que el periodismo es el mejor oficio del mundo./elcolombiano.com
La tragedia ocasionó una movilización popular nunca antes vista para tratar de rescatar hasta el último de los cadáveres. Dos semanas después, Gabriel García Márquez fue enviado a esta ciudad por El Espectador a reconstruir la historia de la catástrofe,
Según cuenta Jacques Gilard, el reportero intentó ir hasta el sitio del derrumbe, pero en el camino se enteró de que allí no vivía nadie y por lo tanto no podría realizar ninguna entrevista. Luego, sintió desaliento y pensó en abandonar su trabajo y regresar a Barranquilla.
Sin embargo, al final, decidió ir hasta algunos barrios donde vivían la mayoría de las víctimas. Estas habían caminado varios kilómetros en busca de su propia muerte, para presenciar el rescate de los muertos de la primera avalancha. Allí, la suerte lo salvó del que podría haber sido el primer gran fracaso de su carrera como periodista: en uno de esos barrios halló algunas personas que accedieron a contarle la historia, entre ellos el ciclista Ramón Hoyos Vallejo. Basándose en esos testimonios, escribió el primer gran reportaje de su vida.
El primer párrafo era distinto a casi todo lo que había escrito antes: “El lunes 12 de julio, un poco antes de las siete de la mañana, los niños Jorge Alirio y Licirio Caro, de once y ocho años, salieron a cortar leña. Era un trabajo que realizaban tres veces por semana, con un pequeño machete de cachas de cuerno, gastado por el uso, después de tomar el desayuno con su padre, el arenero Guillermo Caro Gallego, de 45 años. Vivían con su madre y cuatro hermanos más, en una casa situada junto a la quebrada de El Espadero, que se despeña a siete kilómetros de Medellín por la carretera de Rionegro…”.
Hasta ese día, García Márquez había trabajado durante seis años en El Universal, El Heraldo y otros periódicos de la costa Caribe escribiendo notas editoriales y una que otra crónica con historias y personajes inventados. Cuando llegó a El Espectador empezó a escribir noticias y entrevistas. “Doy fe: a los diecinueve años -siendo el peor estudiante de Derecho- empecé mi carrera como redactor de notas editoriales, y fui subiendo poco a poco y con mucho trabajo por las escaleras de las diferentes secciones, hasta el máximo nivel de reportero raso” dijo en una conferencia.
Cuando se encontró ante la obligación de escribir sobre la realidad pura y dura y las víctimas reales que habían muerto sepultadas por el derrumbe, se acordó de las palabras de su amigo Álvaro Cepeda Samudio: El periodismo es literatura de urgencia. El reportaje necesita un narrador esclavizado a la realidad.
Escribiendo su relato, García Márquez empleó a fondo todos los recursos que había aprendido sobre el arte de narrar. Pero el reto principal que debió enfrentar fue verse obligado a escribir sobre hechos y personajes concretos de su propia época, pues como él mismo decía, “el periodismo es una pasión insaciable que sólo puede digerirse y humanizarse por su confrontación descarnada con la realidad”. Fue una despedida atroz con la retórica falsa de sus crónicas más tempranas, como la de la Marquesita de la Sierpe. Esa experiencia transformó su escritura. Después de eso, pocos escritores documentaron tanto sus ficciones como él.
Desde estas montañas donde escribió el primer reportaje de su vida, escribo estas palabras para decirle adiós al reportero raso que siempre fue Gabriel García Márquez.