Cuando el joven periodista García
Márquez escribió por primera vez este relato, en 20 entregas publicadas
diariamente por El Espectador,casi todos los colombianos creían
conocer los hechos. La dictadura de Rojas Pinilla había creado y
difundido del suceso un cuento épico: el destructor escorándose en alta
mar azotado por la tempestad; dramático: los ocho hombres que caen al
agua y desaparecen; heroico: el marinero capaz de sobrevivir en una
balsa tras pasar 10 días sin comer ni beber. Música militar, fanfarrias,
loas a la patria. El protagonista, Luis Alejandro Velasco, había
repetido esa versión en numerosas entrevistas.
La historia que cuenta García Márquez, aunque con hechos parecidos,
es otra: el destructor se escora demasiado no por la fuerza de los
elementos sino porque la carga que lleva de contrabando está mal
estibada. Además, el superviviente no es el héroe que han difundido los
medios y la propaganda oficial: tiene miedo, está confuso, toma
decisiones erróneas. Sobrevive más por casualidad que por su voluntad de
hacerlo. El tono intimista y coloquial transforma la narración tanto
como las nuevas informaciones. En ese tono no se puede contar algo que
exalte el orgullo nacional.
Cuanto más feroces son los dictadores más necesitados están de una
épica patriótica tras la que ocultar su violencia. Rojas Pinilla no se
tomó bien que ridiculizasen la versión oficial. García Márquez encontró
aconsejable abandonar el país y poco después El Espectador fue cerrado por las autoridades.
Así, el éxito de la nueva versión del naufragio se debió en parte a
que, en el fondo y en el tono, dejaba al descubierto las mentiras del
régimen. Pero si hoy sigue interesándonos, aunque desconozcamos el
contexto político, es más bien por razones relacionadas con el estilo y
con la habilidad narrativa. Vargas Llosa escribió que lo más difícil era
describir los días casi idénticos y vacíos de Velasco en alta mar “sin
incurrir en repeticiones o caer en la truculencia”. García Márquez lo
consigue mediante un personaje que narra en primera persona y con
naturalidad, también con cierta ingenuidad, lo que le ha sucedido,
pasando de lo banal a lo trágico como quien sabe que la línea que los
separa es a veces indistinguible, que en la vida real esas etiquetas no
tienen sentido.
Sin embargo, detrás de esa naturalidad hay una cuidadosa composición:
los sucesos que rompen la monotonía están perfectamente dosificados,
también los momentos de esperanza y de desaliento. La lentitud se
convierte en ritmo. Pero lo que da auténtica fuerza al libro es su
peculiar uso del suspense. Un cronista cuenta historias cuyo final el
público a menudo ya conoce, y por ello debe ser capaz de crear interés y
tensión no ocultando el desenlace, sino a través de los detalles que
llevan a él. Por eso el narrador de este relato anuncia con frecuencia
lo que va a suceder antes de contarlo. Ahí está la semilla de un estilo y
de aquella novela que comenzaba diciendo “El día que lo iban a
matar...”. Pero eso es ya, literalmente, otra historia.