Según el jurado, el cineasta obtiene el galardón por su maestría a la hora de diseccionar las conductas de la existencia
Michael Haneke en el Teatro Real. / Jordi Socías./elpais.com |
Su admirado Robert Bresson escribió en Notas sobre el cinematógrafo
un aforismo que parece hecho a la recta medida del cineasta que ayer
logró el Premio Príncipe de Asturias de las Artes: “Apasionado por la
exactitud”. Michael Haneke
(Múnich, 1942) irrumpió en los años noventa en las grandes citas del
cine europeo tras dos décadas dedicado a la televisión, el teatro y la
radio. Un oficio tardío que se resolvió de forma firme y precisa, sin
concesiones a la galería, con un cine incómodo que dividió a los
espectadores entre la arcada y la fascinación. Antes de todo esto el
cineasta, criado en Austria, donde estudió filosofía, teatro y
psicología, había querido ser pastor, lo que no resulta nada chocante
cuando uno observa de cerca a este hombre de ideas claras, pelo blanco,
barba poblada y gusto por la ropa oscura y bien planchada.
“Haneke ilumina y disecciona con deslumbrante maestría aspectos
sombríos de la existencia como la violencia, la opresión y la
enfermedad, que afronta con extraordinaria sobriedad formal a la vez que
abre espacios a la persistencia consoladora del amor, la confianza y el
compromiso”, destacó ayer el jurado del Príncipe de Asturias al dar la
noticia del premio. Por su parte, Haneke respondió con un amable
comunicado a la fundación que cada año reparte los honores en Oviedo:
“Agradezco de todo corazón al jurado del Premio de las Artes de la
Fundación Príncipe de Asturias haber sido reconocido con esta distinción
tan grande y prestigiosa. Es una alegría y una satisfacción
extraordinaria. Espero hacerme merecedor de esta gran distinción también
con mi futuro trabajo”.
Amor, última película del cineasta, logró hace un año la
Palma de Oro del Festival de Cannes y cinco candidaturas en los
recientes premios Oscar de Hollywood, donde finalmente se llevó el de
Mejor Película Extranjera. La historia de un viejo matrimonio que se
enfrenta entre las cuatro paredes de su piso parisiense a la enfermedad
terminal de uno de ellos es un relato descarnado y doloroso que ha
logrado ir un paso más allá en la comunión entre crítica y público que
ya obtuvo el director con La cinta blanca (2009), que también ganó la Palma de Oro en el Festival de Cannes por su perturbadora mirada sobre la médula del nazismo.
En casi dos décadas, Haneke ha pasado de los despiadados caminos sin retorno de Funny games (1997) y de La pianista (2001) a la dura pero liberadora eutanasia de Emmanuelle Riva en Amor.
Es ese Haneke más humanista el que ha logrado romper barreras para
convertirse en faro de una cultura europea en alarmante peligro de
extinción. Es esa luz alumbrando los vetustos sótanos del continente lo
que reivindica el premio otorgado ayer.
En una entrevista a este periódico realizada durante los ensayos en Madrid de su versión del Così fan tutte de Mozart, Haneke (que ya había dirigido un Don Giovanni en París en 2006) explicaba por qué Saló,
de Pier Paolo Pasolini, estaba entre sus películas de cabecera pese a
que solo había podido contemplarla una vez: “Es la película que más me
ha impactado. Fue fundamental para hacer Funny games. Saló… es
la única que ha logrado dar al espectador una impresión real de lo que
es la violencia sin convertirla en un producto de consumo. Y eso es muy
difícil. Yo lo he intentado hablándole directamente al espectador para
que se dé cuenta de ello. A veces la violencia se consume con cierto
gusto; eso me parece asqueroso. No me gustan mucho las películas de
Tarantino. Su cinismo respecto al espectador me parece inhumano”.
No es casual que Haneke busque sus raíces en cineastas como Pasolini o
Bresson, como lo hace en el teatro de Brecht. Es una tradición que le
impide escurrir el bulto y acomodarse. O, volviendo a los aforismos del director de Pickpocket: “Ninguna foto bella, nada de bellas imágenes, solo imágenes y fotografías necesarias”.