¿Quién iba a decirle a Vince Gilligan cuando escribió los primeros guiones de Breaking Bad que muy pronto dejaría de lado la historia del profesor de química que se lanza a la fabricación de metanfetaminas y pasaría a hablarnos de alguien que toma la decisión muy consciente de entregarse al Mal?
Bryan Cranston como Walter White, o di mi nombre Heisenberg, en la finalizada serie Breaking Bad./elpais.com |
Publicado por Errata Naturae, Breaking Bad. 530 gramos (de papel) para serieadictos no rehabilitados
es un libro que de algún modo nos confirma que el éxito de esta serie
está ligado a la inspirada narración de una metamorfosis. ¿Se hartó el
profesor de química Walter White de querer parecer bueno solamente para
que su propio espejo y la gente le miraran bien? ¿Somos buenos porque
realmente lo somos o porque queremos que los demás nos aprueben?
Lo más notable de la mudanza moral que describe Breaking Bad
estriba en que no narra una transformación corriente, sino la historia
de cómo un gris profesor de química se cambia a sí mismo: en un momento
dado, White decide volverse malo, pésimo. Y eso, a mi entender, le
permite encontrar un destino idéntico al del célebre paseante Jean
Jacques Rousseau, aunque siguiendo para ello un proceso a la inversa. El
filósofo y botánico aspiraba a asomarse amablemente al mundo exterior
pero, como cuenta Safranski en su imprescindible ¿Cuánta verdad necesita el hombre?
(Tusquets), “acabó replegado en sí mismo y cargado de enemigos sin
explicarse por qué”. Walter White, en cambio, se crea adversarios con
aplomo, naturalidad y plomo, pero se intuye —a falta de los capítulos
que nos quedan por ver— que terminará igual que su antagónico Rousseau:
desapareciendo en sí mismo.
A la vista de la buena fortuna de Breaking Bad, me pregunto
si, de cambiar algún día las inercias que nos encadenan al pie del poder
(al pie del Castillo), podría tener también suerte la serie que a veces
imagino y en la que, repitiendo la fórmula del proceso de cambio del
químico White, presenciaríamos la historia de un gris hombre sumiso de
nuestro tiempo —pongamos que un señor macizo con frente esculpida según
los cánones que diseña el Estado, creyente con bandera de patriota en su
alma o balcón, con críos que llevar de la mano y ataduras a un trabajo
imbécil pero útil— que de pronto daría un salto y emprendería una ruta,
tan frágil como radicalmente diferente, un camino que le llevaría a huir
de cualquier ciclo más de participación en la gran farsa general.
Sería, para entendernos, un tipo que viviría un cambio glorioso al
transformarse en un solitario que tomaría la decisión consciente de ser
poeta y volver todas las noches a casa caminando con paso veloz y
vidrioso, con su cuerpo levemente doblado, ondeando como si ráfagas de
viento le arrastrasen a uno y otro lado de la acera, las manos cruzadas
en la espalda y una larga zancada.
Escribir significaría para él poder “permanecer fuera”, refugiarse en
lo que K. definió como “el misterioso, quizá más peligroso, quizá más
redentor consuelo de la escritura: ese escapar de un salto de las filas
de los asesinos mediante la observación de los hechos”.
¿Crearía serieadictos la mutación de alguien que abandona las filas
de los asesinos porque entiende que el sentido de la descripción de su
vida interior y el terror al mundo (que es lo mismo que su escritura),
ha relegado todo lo demás al terreno de lo accesorio?
Narrada con las mismas armas de Breaking Bad, la serie
imaginada, con su larga historia de poesía y transformación, mostraría
cómo un hombre cambia las filas de los asesinos por un camino que le va
haciendo “desaparecer en sí mismo”, que le aleja felizmente cada vez más
de ese castillo o centro máximo de poder, donde en realidad, según
rumores cada vez más extendidos, no hay nadie, sólo un corral de pollos a
la deriva.