A pesar de que muchos busquen en su vida una especie de condición perecedera de sus propias invenciones literarias, muchas veces la realidad toma la iniciativa y hace de la literatura un acto trágicamente profético. El caso del israelí David Grossman es uno de los más claros y admirables ejemplos de lo que la literatura otorga y a la vez despoja
David Grossman, activista por la paz en el conflicto palestino israelí/elespectador.com |
Hacia 2004, el autor israelí David Grossman comenzó la que sería su
novela más singular, no solamente por lo que en ella quería contar sino
por las implicaciones personales y trágicas que lo envolverían. La vida entera narra
la historia de Ora, una madre (sobre todas las cosas, una madre) que,
luego de ver cómo su hijo menor marcha hacia la guerra árabe-israelí,
decide escapar de las premonitorias noticias que le harán saber que a su
hijo lo han matado en combate. Junto con un antiguo amante emprende un
viaje sin destino y tras cada paso (sus personajes caminan y caminan
durante más de 400 páginas) Ora le habla y habla acerca de su hijo
menor: sus recuerdos, anécdotas, enfados. El lenguaje y el recuerdo,
cree Ora, serán sus defensas contra la inminente muerte de su hijo
menor. La voz poética consiste en insuflar vida a través del recuerdo y
de la voz distante. ¿Qué mejor manera de luchar contra la noticia de la
muerte que huyendo de su propia casa, de tal manera que nadie se la
pueda notificar? Mientras más tiempo le tome a la trágica noticia llegar
a oídos de Ora, más tiempo vivirá su hijo menor. O por lo menos así lo
cree ella.
No sucede a menudo, pero a veces ciertos escritores se topan de
frente con lo que, sin saberlo, resulta siendo una especie de escritura
premonitoria. Mientras Grossman escribía la novela, y por lo tanto
pensaba en Ora, y pensaba como Ora y era
Ora, su hijo Uri, segundo entre Jonathan, el mayor, y Ruthi, la menor,
se encontraba luchando en la Segunda Guerra Libanesa. Grossman llevaba
ya casi cuatro años de escritura de la novela, pero aún no había visto
el punto final. Uri, desde el campo de batalla, le escribía mensajes de
texto a su padre preguntándole por los personajes de la novela,
inquiriéndole por lo que había decidido por ellos. Es inevitable no ver
entre la huida de Ora y la escritura de Grossman una similitud clara:
mientras que Ora la madre hablaba en el camino de su hijo para darle
vida, Grossman el padre escribía para proteger a Uri. En los dos casos
tanto la oralidad como la escritura (y el amor del padre, y el amor de
la madre, y la desgracia del conflicto armado, tan afín a nosotros los
colombianos) funcionan como escudos protectores del hijo querido.
Cuando en la Ilíada la diosa Tetis sabe que su hijo Aquiles,
el de los pies ligeros, se lanzará a la guerra para vengar la muerte de
Patroclo, se dirige donde Hefesto, el dios poco agraciado pero buen
orfebre, y le pide que le construya a su hijo el más hermoso escudo para
combatir a los aqueos. Jamás sabremos qué es más hermoso: si el escudo o
la descripción que Homero nos hace de éste. Ante la petición de Tetis,
la madre, Hefesto decide echar mano de algo que difícilmente los dioses
comprenderían como hermoso: adorna el escudo con imágenes de las
costumbres cotidianas de los humanos. En la dedicación y laboriosidad de
los humanos, creyó Hefesto, está la hermosura estética. Tetis no
contempla una mejor protección para su hijo que aquella que provenga de
un objeto hermoso, así como Ora y Grossman en momento alguno imaginaron,
desprovistos de la ciencia de la herrería que el dios feo tan bien
conocía, que el recuerdo amoroso no fuera la mejor protección para sus
hijos. Pero a veces incluso los deseos más nobles y loables carecen de
efectividad en la realidad. La mirada amorosa que Héctor le dedica a su
esposa e hija antes de partir hacia su muerte no son suficientes para
derrotar a Aquiles. En aquella escena (favorita, así como el personaje
que la caracteriza, de una de las más grandes amantes de la poesía
homérica, como lo fue la Doctora Gretel Wernher), Héctor, el domador de
caballos, deja de ser guerrero para convertirse únicamente en padre: en
un padre que cree prever la inminente pérdida de su condición. Y si hay
algo más triste y poético que la muerte de una mujer hermosa en boca de
su amante, es la del padre o madre que recibe la noticia de la muerte
de su hijo.
El 10 de agosto de 2006 David Grossman, junto con sus amigos
escritores Amos Oz y A.B. Yehoshua, dieron una rueda de prensa en Tel
Aviv en la cual le urgían al gobierno de Ehud Ólmert un cese al fuego de
la denominada Segunda Guerra Libanesa. Éste se cumplió el lunes 14 de
agosto. Pero resultó muy tarde para Grossman, para su esposa Michal y
para sus hijos Jonathan, Uri y Ruthi. La noticia llegó a las 2:40 de la
madrugada del domingo 13 de agosto. Sospechando que podría llegar en
cualquier momento, Grossman y su esposa dejaban siempre la luz exterior
de su casa encendida. Sonó el timbre a las terribles 2:40 de la
madrugada, cuando ya la muerte había puesto huevos en la herida.
“Ha llegado”, pensó Grossman; “Nuestra vida ha terminado”. El sábado 12
de agosto de 2006, cuando estaba a punto de terminar la novela y en ese
extraño tiempo novelesco Ora estaba a punto de conocer la muerte de su
hijo, un misil de la milicia Hezbolá cayó como un rayo luminoso en el
pueblo de Hirbet k’Seif, al sur del Líbano. Uri Grossman murió a dos
semanas de cumplir los 21 años. De la manera más cruel y trágica, la
realidad y el presente de Grossman se adelantaron al devenir narrativo
de su propia novela, de su extraña escritura premonitoria.
Aún así, como le aceptó a George Packer de la revista The New Yorker, haber terminado el libro fue haber escogido seguir viviendo.
Siete meses antes, en enero de 2006, en el Congreso Nacional de
Bibliotecarios en Tel Aviv, Grossman estableció lo que para él es uno de
los fundamentos de su noción de la escritura. Para Grossman, conocer
“el interior del otro”, es decir, enfrentarnos de lleno con “la materia
incandescente y primitiva que burbujea en el interior de cada ser humano
por el hecho de serlo”, constituye uno de nuestros grandes miedos por
el mero hecho de no querer reconocer que en esa otra naturaleza humana
hay elementos que nos incumben y que nos permiten conocernos a nosotros
mismos. “Para mí la escritura es”, leyó Grossman, “un acto de protesta,
de resistencia, incluso de revolución contra ese miedo. Contra la
tentación de atrincherarme dentro de mí mismo, de erigir una barrera
casi imperceptible, amical y cortés, pero sorprendentemente eficaz,
entre los demás y yo; en el fondo, entre yo y yo mismo.” Para el momento
en que leía esas palabras, Grossman se estaba reconociendo como padre a
través de la imagen de la madre que estaba creando, Ora. Es decir,
estaba conociendo su propia oscuridad: la posibilidad de sentir esa
trágica sensación de inminencia frente a lo que habría de suceder, y que
sucedió. En pocas otras oportunidades como en la de Grossman la
literatura ha dado tanto a la vez que ha despojado de tanto.
En su reciente intervención en el Hay Festival de Cartagena,
Grossman, con esa voz suave y mirada piadosa que parecen provenir de
otro mundo, le dijo a Jonathan Levi: “No ser víctima: eso trae la
escritura. Nos paraliza el sentirnos víctimas como lo fuimos en la
Shoah. Conozco la dulzura de no ser víctima cuando escribo.” Ojalá todos
supiéramos aplicar, en nuestra vida personal y nacional, las palabras
de este ilustre invitado que estuvo en nuestro país.