Diamela Eltit
Ahogar a la guagua
La
misma noche en que me entregaron la guagua empezó el llanto. Y yo cansada,
doblada en la cama, adolorida, aterrada, la miraba revolverse sobre su carne
absurda, una carne que ya desde su principio se veía rabiosa, irritada, furiosa
la guagua, emitiendo unos quejidos no débiles ni profundos sino inalcanzables,
tramposos, que incitaban mis deseos de pegarle, ahogar a la guagua para que se
callara mientras en un borde del llanto, en medio de un sueño precipitado veía
al hombre avanzar hacia mí-por detrás, te dije que por atrás, mierda- con una
intención más devastadora aún, metido en mi carne igualmente gruñona y molesta,
alejada de cualquier sensación como no fuera el llanto –te voy a hacer una
guagua, quédate tranquila, mierda, ¿acaso no veis que te estoy haciendo una guagüita?-
y entonces caía en esa perceptible necesidad de que el mundo entrara en un estallido
impecable, un estallido que pusiera fin
a esos llantos y a la uña más punzante del hombre.-¿Andai sonámbula, mierda?-
sin dormir, con la respiración en un hilo, el mismo hilo en que se teje y jamás
se detiene mi rencor. La injuria incrustada en este cuerpo que casi no me
obedece. Me duele la espalda. Y más allá de la espalda, el brazo y por el brazo
uno de mis dedos me duele y hasta la uña se intensifica ahora mismo que tengo
que salir a calle, a la calle con esta inclemente
temperatura –ay, amanecieron con fiebre
las guaguas- y a mí me duele tanto ahora que me va a bajar, sí a bajar de un
instante a otro, de un minuto a otro mi regla, para que el hombre ni se fije y
me tome con regla y todo, sin que le importe el dolor en los ovarios, mis
ovaritos que después se recogen y me punzan desde dentro, se contraen mis
ovarios y más sangre y chorros y sangre y los malditos líquidos saliendo como
si fueran chorros de sangre. Pero no, porque son sus chorros los que me
provocan la sangre y ni siquiera en mis días, nunca puedo yo. Y que no, por ningún motivo se vayan a manchar
con sangre las guaguas, ni una manchita chica –ya pues, mierda, tan compungida
que estai- y de qué vale - es que están
llorando, están llorando- y la mano de la primera guagua, su manita apretada
como si fuera a golpearme, a pegarme la guagua o a chuparse la mano, a
chupársela para agraviarme, sólo para
dar a entender que no la alimento y también la guagua segunda se chupa la mano
y recibo encima una idéntica mirada de las dos guaguas con sus cabezas
bamboleantes, como si se les fuera a despegar sus cabezas a las guaguas, unas
cabezas que se van de un lado para otro sin armonía y yo les afirmo sus
cabecitas para que no se les dañe la espalda como se me daño la mía, mi espalda
que de tanto agacharme y levantarme y dormir a saltos, terminó en una curva
feroz de la que me avergüenzo y ya no sé cómo ocultar ese defecto de las
miradas que me siguen y me siguen cuando compro mis dos panes en este paisaje
ajeno, mientras me asalta el recuerdo de la mirada del hombre –porque no te
movís con más gracia, mierda- y allí yo, caminando en el sueño con las guaguas llorando,
caminando tan cansada, caminando entre una progresiva extenuación, hasta que ya
los brazos no me respondían y sin quererlo, más allá de mi voluntad, se me
caían las guaguas y se golpeaban contra el suelo áspero, neutro, sus cabezas
inciertas, bamboleantes, inseguras, daban de lleno sobre el cemento ocasionando
un sonido brutal a irreversible que anunciaba el advenimiento de una rotura de
incalculables proporciones. Y ese sueño más nítido todavía en que el hombre
fuera de sí dirigía una mirada rencorosa hacia las guaguas mientras yo le
suplicaba que no, que no lo hiciera, que no las destrozara y él me decía: -Son
mías, ¿me entendís?, son pura carne, eso es lo que son- y ya nada quedaba
entero, nada más que una mano inmensa y despiadada que se doblaba sobre sí
misma hasta desaparecer en un vacío inusitado. El sueño, el sueño que nunca me dio tregua en que las
guaguas se me perdían entre un tumulto y
yo preguntaba por mis guaguas, por mis dos guaguas hombres que no aparecían por
ninguna parte. Ah, pero ahora se me hace tarde, qué atardecer más plano y
sombrío, como si se presentara de esta manera tétrica únicamente para alejar
mis esperanzas. Pero sé que pronto se revertirá mi odio porque allá, lejos, mis
dioses se preparan para hacer su trabajo en medio de una total intransigencia.
Así es, porque nada es vano, no son en vano los ocho años ni las dos guaguas
hombres, no son vanos mis malestares ni mis recuerdos. Todo va a concluir en un
exacto lugar porque el orden de mis dioses es impecable y maníaco. Más maníaco
aún que esa cabeza bamboleante y peligrosa, más que esos ojitos desenfocados,
abiertamente enfermos y que la pus del oído –toda la noche llorando- que la
roncha, digo, ¿de dónde salió esa roncha?, más aún que la fiebre que no para de
subir o que la diarrea interminable de la guagua segunda, una diarrea verdecita
y peligrosa de la guagua que quizás, en un momento de descuido mío, se echó
algo dañino a la boca, a la boca –cierra la boca te digo, mierda- tan hinchadas
las boquitas, tan, ¿cómo expresarlo?, deformadas por culpa de los huesos que
están allí, allí, al borde de romper las encías, una hilera de huesos listos
para aflorar hacia una superficie y empezar a dar dentelladas y dentelladas
hasta llegar a ese terrible mordisco en mi mejilla, un mordisco que no sé si me
ocasionó dolor a miedo porque yo estaba totalmente desprevenida y ahí fue que
comprendí lo que venía, lo que se iba a precipitar tanto tiempo después, eso
mismo, cómo se iban a desencadenar las feroces dentelladas sobre un cuerpo
desprevenido y confiado, un cuerpo plagado de señales que mi guagua primera iba
a reconocer y aniquilar. Tanto, tanto que se demoran mis dioses en restituirme
y por eso, debo seguir reducida a este sillón y a esta ventana que me abre a un
paisaje en que no creo. Reducida porque sí, porque el hombre decidió con una
frialdad inaceptable dejarme sola con las guaguas, irse de manera artera en pos
de una fortuna no menos dudosa, irse lejos para buscar un lugar que lo alejara
de las alucinadas noches de las guaguas y de sus encías, que lo separa de mi
creciente desazón y de mi cuerpo desgañitado por los ataques de los guaguas y
por sus propias embestidas que me obligaban a escuchar sus jadeos, egoístas, hirientes,
solitarios y totalmente ajenos, montados
sobre mi devastada superficie que ya había perdido cualquier armonía en sus
contornos. Ah, la espalda, ah, esta tarde me parece inamovible ahora que estoy
estancada sobre mí misma esperando, esperando que se cumpla mi deseo, la furia
que mueve a mi deseo para que después, tantísimos años después pueda por fin
empezar una vida que se interrumpió el día fatal en que el hombre salió
llevando consigo toda su mala índole. Si pudiera acelerar esta tarde, hacerla
transcurrir a una velocidad inédita, apurar a esta guagua desobediente y soberbia,
malagradecida la guagua primera como si no se diera cuenta que hasta la
respiración me la debe. Hasta eso me lo deben mis dos guaguas hombres y me
deben también el desgaste de mis piernas, me deben esta maldita y perenne
palpitación en el ojo, me deben cada humillación y me deben,
especialmente, un cierto malestar que
compartimos, ese malestar que me esforcé en inculcarles desde el día exacto en
que el hombre nos dejó en medio de una red de mentiras, para salir, huir hasta
la ciudad de Concepción y buscar allí una fama que sólo sus torcidos oficios
podrían otorgarle. La guagua amaneció rara, decaída la guagua segunda con la
cabeza más descontrolada que nunca y su mano laxa. Necesita , lo sé, que la apriete contra mi pecho, que la
acerque para que extraiga de mí su salud y después que le traspase en su cuerpo
la sanidad perdida y permanezca yo misma extenuada aunque agradecida de que mi guagüita tragona y
mezquina recobre para siempre sus fuerzas y reinicie ese hábito de mirarme, de
observarme con sus pupilas misteriosas y entre su mirada cargada, arremeta un
grito de horror como si en su cama se albergara esa rata que, sé, aún y pese
que a toda mi pulcritud, está alojada en algún rincón de la casa. Esa rata
enorme y palpitante con su hocico móvil, husmeando cualquier resto, deslizando
sus pezuñas por el piso, una, dos, tres, cinco ratas enormes y amenazantes, una
parvada de ratas, esperando, entumidas, la llegada de un leve rayo de sol.
Tengo que detener el tedio de esta tarde, debe existir una manera de apresurar
los acontecimientos porque mi guagua primera y mi guagua segunda tienen un
hambe voraz que debo calmar a como dé lugar, tengo que alimentarlas más allá de
mi propia hambre, de toda mi sed y de la constancia irremediable de la imagen
del hombre con la mirada perdida, planeando su cobarde huida. Vestirlas,
limpiarlas y alimentar a mis guaguas y olvidarme de esa imagen impresa en mi
cerebro, la única imagen que vale la pena recordar, sí, la salida y el alivio
de esa salida porque ya nunca más el jadeo ni sus torpes manos encima de mi
cuerpo buscándome con una ineptitud que parecía no tener fin, porque con su
salida iba a terminarse un asedio que me
resultaba inútil, absurdo, porque en realidad el hombre y sus manos no sabían
recorrer. Pero no esa mirada indiferente, eso no, una mirada que ya estaba fijada
hacia un futuro que no nos concernía, un futuro interesado que dejaba afuera a
mis dos guaguas hombres que yo había cuidado con paciencia indescriptible y que,
de pronto, sólo por bastardo deseo de gloria, eran repudiadas, sí, repudiadas
mis dos guaguas hombres como si nunca hubieran pertenecido. Ah, la injusticia
de esta tarde aletargante que multiplica, una espera que abarca un número inmerecido de tiempo, un número inmerecido de
sueños que mis dioses me entregan para aminorar de estar tardes. Ah, si mi
guagua primera tiene sed, es bien sedienta la guagua y la segunda llora de
hambre y la primera también amaneció con una irritación en su ojito y ya no
puede abrir uno de los ojos la guagua, pues el líquido se lo impide, esa
infección masiva con que la rata pretende sitiar nuestra casa. –Acérquese pues,
¿para qué se pone así conmigo?-. Sé perfectamente que las guaguas me indagan,
aquí están, a mi lado, desmadejadas las guaguas con sus cuerpos inarticulados
porque la mano y la pierna no logran encajar, no encajan como yo y mi espalda,
yo y esta tarde mortífera en que se prologa y se prolonga el horror frente a
estos cuerpos peligrosos, débiles y desencajados, uno cuerpos que sólo a mí me
costaron, fue a mí que me saquearon antes, mucho antes que se terminara de formar
la desarmonía que ahora los recorre porque antes ya estaba a las puertas su
tarea devastadora, esa tarea que el hombre sin la menor sutileza me depositó para
luego dormirse, dormir como si nada hubiera sucedido, dejándome expuesta a una
pesadilla con imágenes inubicables, desconocidas, sanguinolentas, un infinidad
de insectos repugnantes que venían hacia mí para que yo les permitiera
sobrevivir. Debo levantarme del sillón ahora que la tarde ya empieza a ceder y
la oscuridad le ha ganado todo el terreno. Levantarme del sillón para ir a
tenderme en mi cama y esperar que las guaguas no se vayan a despertar, que por
favorcito no me vayan a despertar esta noche en que el cansancio me desmorona.
Irme a acostar después de este día agotador, dormir, para en alguna hora indeterminada
de la noche me despierte el hombre porque quiere conmigo, quiere despertarme y
satisfacer en mí su insomnio. Irme a la cama y esperar un día más, creer que en
plazo de un día va a venir esta reparación que tanto nos merecemos. Pero mis
guaguas están imposibles, inquietas e imposibles, lo sé, intuyó que su silencio
es una burla, una mera simulación, la antesala para que explote el chillido más
agudo que les conozco, un chillido mucho más armónico que sus bamboleantes
cabezas y más todavía que los movimientos desastrosos de su brazos que se
levantan y se agitan sin la menor dirección. Este chillido que me va a obligar
a levantarme para tomarlas en brazos hasta que esté totalmente segura que no me
engañan, que por unas horas sí van a dormir mientras miro sus rostros con una
concentración absoluta, buscando cualquier atisbo de mueca, cualquier temblor
que detone la irrupción de ese juego cruel y feroz que tanto conozco, sí,
porque el hombre también tiene que dormir y no quiero, yo no quiero que me
ponga esta noche sus manos encima y me obligue a moverme hasta que, por fin,
después de un tiempo se deje caer el apaciguamiento. Tengo que levantarme del
sillón -¿acaso no escuchai llorar a las guaguas, mierda?- y acercarme a un
merecido descanso. -Venga, acérquese más a mí, mi guagüita linda- un descanso
que sé, muy pronto se va a producir porque así está escrito, bien escrito como
mis dioses me lo han asegurado. Tengo que levantarme del sillón para desentumecer
mis piernas acalambradas por la espera, ir a la cocina para buscar una taza de
té que me caliente el interior, tengo que tomar una taza de té para resistir la
próxima noche, esta noche en que los pensamientos se van a precipitar dentro de mi cabeza y se darán vueltas en mi
cabeza y estará a punto de estallar mi cabeza mientras me acomodo y me acomodo
para evitar el dolor en mi espalda, esta
espalda mía que es una constante penuria. Y después cuando ya se haya cumplido
el presagio que ronda y vigila mis noches, quedaré yo sola sin el llanto de las
guaguas, sin el jadeo del hombre
retumbando en mi cabeza y al final de unos años incontables por fin podré
tenderme como corresponde y dejar que mi cuerpo dé curso a sus deseos, este
cuerpo mío irreversiblemente dañado por pasarse tantísimos años sintiendo a su
alrededor quejidos, aullidos, y el sonido inconfundible y solapado de ese
maldito ratón de alcantarilla con sus ojos brillantes de infecciones que se van desparramando por
cuanta grieta existe en la casa . Habrá que salir de ese sueño -¿Qué no veis
que necesito dormir? levántate a pasear a las guaguas, levántate ahora mismo,
mierda- en que una mesa o un pedazo de carne se volvía autónomo y se empezaba a
mover, a mover mientras yo miraba ese
algo sin nombre, aterrada porque iba a terminar por destruirme, es así, es así,
me va a atacar pienso o siento hasta que
despierto empapada en transpiración, mojada de arriba a abajo, despierto porque
el hombre llega tarde y esta vez agradezco la brusquedad de sus modales. ¿Será
que se me va a reventar la barriga?, tan gorda, tan gorda. ¿Serán humanos estos
dolores?, ¿será posible? En medio de una indiferencia atroz y la otra mujer al
lado mío suplicando, mordiéndose la boca que parara, que parara de una vez, que
no más, que no podía más y era yo la que no podía en esa sala ordinaria,
sumergida en uno de mis poderosos rencores, entregada ya sólo a la voluntad de
mi cuerpo que, en esas horas ya había terminado de perder todo su posible
esplendor. –Gorda mañosa, rezongona de mierda-. Ah, sí, una vez y otra y el miedo y el daño terrible y ya
pues, ya pues, ya, una vez más y se acaba, se acaba, un movimiento más y acaba
y se va el hombre, acaba, acaba por favorcito y caigo, por fin, en una
oscuridad que es terrible, pero más soportable, sí, más tolerable que esa
gentuza insensible y burlona, más que la imagen sorpresiva de la rata que
salió, así, frente a mis ojos de la alcantarilla y casi, casi consiguió
rozarme, la asquerosa, y me voy hacia una oscuridad parcial porque al lado,
definitivamente a mi lado, las guaguas ya están moviendo sus torpes miembros –ay,
están despertando, están despertando- y es un ratito no más de descanso, un intervalo
imprescindible porque en el plazo de un año vine de nuevo –el segundo, el
segundo- que es una copia maligna del primero, pero el primero no tiene límite
esperando que acabe, que acabe de una vez, porque de eso se trata, de que acabe
¿no? Voy a levantarme de este sillón
para ir a mi cama y acostarme y taparme y hundirme entre mis sábanas, ay las
sábanas, ásperas, comunes y son ellas
las que les causan la alergia, sí las sábanas son, pero yo las voy a lavar, a
lavar hasta que cedan y se reblandezcan como se reblandecieron mis pechos y mi
estómago y hasta la espalda está reblandecida y estos surcos en mis caderas que
no sé de dónde salieron, tan feos, tan, no sé, repugnantes. Será ésta, quizás,
una de las últimas noches, uno de los últimos sueños, así será porque todo está
ya tan consolidado, tan consolidado como este sillón que mide mis horas o esta
ventana sin destino o esta ausencia forzada. Mi guagua primera está lejos y duerme,
inquieta, lo sé, rascándose la cabeza porque le pica y le pica la cabeza y por
eso duerme a saltos y pareciera que se va a despertar, pero no, no se despierta
porque necesita descansar para cumplir su cometido y sigue durmiendo a pesar de
su terrible picazón. Y le come y más le come la cabeza. No sé de dónde tal
alérgicas y tan inquietas estas guaguas que no me dan paz, ay, sí, ya se hizo de noche únicamente
para cumplir con este ciclo infernal que, sin embargo, terminará por caer, sí,
por desplomarse el ciclo adverso que le da licencia al hombre para olvidarse de todos los desvelos y los
favores que le obsequié mientras se aleja calle abajo, satisfecho contando los
minutos, sí, contándolos, para llegar a tiempo, a una ceremonia que se le va a
volver en contra porque mis dioses me
dieron la razón, me la dieron desde un principio cuando, esa misma noche de la
partida, en medio de una pesadilla, logré hacer la primera cuenta, claro, la
primera cuenta de cada uno de los hechos que habían sucedido. –Despiértate pues
mierda, despiértate, te digo-. No sé, no me explico por qué la guagua no me
agarra bien el pezón, no quiere mi pezón por más que se lo meta y se lo meta en
la boca y hace esos gestos increíbles, de rabia y de repulsa y tengo que
meterle el pezón a la boca como sea, pues no voy a permitir que baje un gramo
de peso, porque la guagua tiene que estar gorda, bien gorda para que nadie vaya
a pensar que yo no la alimento como es
debido, -ah, ¿querís que te chupe el pezón?, ¿cierto?-. Pero todavía no quiero
levantarme del sillón, no quiero entrar en mi cama y darme vueltas y vueltas
sintiendo el dolor en el cuello y en la espalda, no moverse en la noche porque el hombre no, no, no puede
acabar, porque cada vez le cuesta más
acabar aunque me mueva y me mueva y me culpe de su propia dificultad y diga
unas cuantas cosas que yo, con mi rigor incalculable, archivo y archivo en mi
memoria cuidando, repasando cada una de sus palabras para que no se me olviden,
que ni siquiera el énfasis de esas
palabras se me borre. Nada a mí. Y así me muevo de una cama a otra, más de tres
noches ¿no? Y por eso no más se me está poniendo ralo el pelo, un pelo sin
brillo, así, alicaído mi pelo y prefiero ni mirarme en ese maldito espejo para
no ver mi pelo pegado a mi cara, este pelo mío que antes me acompañaba a todas
partes, pero las guaguas sí, el pelo de
las guaguas está bonito –bonito, ¿verdad?- y de envidia, sí, de envidia es que
se tiran el pelo, de frustración se pesca de mi pelo para poder acabar, acabar –ayúdame
a acabar, mierda- pero eso sí que no, no lo voy a ayudar a acabar, me voy a
detener justo, justo cuando es preciso, porque yo sé cómo frenarlo para que
quede agotado y furioso con sus malos deseos que después lo van a mantener toda la noche en un sueño sobresaltado, ese
sobresalto que lo invade desde el momento en que aprendí cómo dejarlo agarrado
a sus propias ganas. Prendida a mi pecho que no agarra bien porque es mañosa la
guagua o quizás algo inoportuna, algo de mi pecho, digo yo, este olor pastoso y
cargado de una leche que quizás qué infecciones pueda tener y la guagua se
defiende del sabor de esta leche desconocida, de una leche que a mí no me
parece nada humana. Ya sé que hoy tendré que dormir de costado porque sólo así
me viene el sueño; en cambio de espaldas empieza ese zumbido a la columna y luego me toma el hombro y no
quiero que me pique la cabeza por el contacto con las sábanas ásperas, no
quiero rascarme la cabeza con las dos manos casi toda la noche. No quiero irme
a la cama hasta estar segura que voy a dormir, porque sin duda mi cuerpo
despertará en la mañana agarrotado por tanta levantada, acostarse y levantarse
toda la noche, la mano, el dedo, la uña. Tan frágiles las columnas de las
guaguas, tanto que cualquier movimiento podría dañarlas si la cabeza se les va
súbitamente para atrás, por eso es que tengo que sostenerles la cabeza y
mientras las sostengo las miro, sí, las miro detenidamente y me doy cuenta del
extravío que tienen sus miradas, unas miradas que parecen enfermas o absurdas,
esas miradas parecidas a la del hombre que ya está en otra parte o que hoy
tampoco puede, no puede acabar o puede irse, está a punto de irse sin pensar en
ningún instante que estoy aquí, de espaldas en la cama, debajo de él. Mis
dioses llevan la cuenta de las faltas y mi deber es repasar cada una de esas
faltas sin descanso, sin titubeos para que no se me vaya a olvidar, a olvidar
ni el más mínimo detalle, ni se me vaya a olvidar esa expresión más taciturna
del hombre ni menos las horas que gastó preparando silenciosamente su plan que
yo, con la simetría de mi propio silencio, pude descubrir. Ah, las noticias de
una ceremonia inminente, esa misma desafortunada ceremonia que ya embargaba mis
sueños, uno tras otro, las campanas de una boda indebida que repicaban mientras
yo intentaba taparme los oídos para no escuchar un jadeo más, ni un jadeo en mi
oído que no me decía nada, nada más que la certificación de un estado que me
era distante, irritante me resultaba levantarme y correr para ver una vez más a
la guagua primera que no cesaba de gemir. –Ándate si querís pues, mierda-. Y me
mordí los labios para no gritar y de tanto aguantar los gritos empecé a llorar mientras ellos
seguían tratándome con ese marcado desprecio hacia mi cuerpo que se
contorsionaba hasta un punto incalculable porque ya iba a salir, a salir la
guagua y después de un año empecé a escuchar las campanas en ese sueño que se
repetía con una obsesión que mi mente aún no estaba preparada para calibrar. Se hace tarde. La oscuridad
atropella mi sillón y expande esta única ventana sin paisaje posible. Tengo que
dormir y así ganar una noche más para acortar esta espera que parece no tener
fin. Las guaguas van a nacer de un momento a otro, lo sé bien, van a nacer
únicamente para ponerme nerviosa, para destrozarme los nervios frente a las
infinitas calamidades que pueden presentarse, ah, no se me pueden caer las
guaguas, ni pueden golpearse, ni tampoco
pegarse tan duro como se dan y me van a dejar dormir hoy ¿me oyeron? Porque estoy
realmente cansada de andar de un lado para otro, sólo para complacerlas y
complacerlas, como si esa fuera mi única misión, darles el gusto en todo para
que no se descontrolen más de lo descontroladas que ya están. Ay, será posible que logre una
sola noche amable sin que la imagen del hombre se me aparezca con esa sonrisa
ambigua con la que dejaba traslucir parte de sus pensamientos. Ya había tomado
la decisión de irse, ya había urdido hebra por hebra lo que iba a hacernos, lo
que les iba a hacer a sus dos guaguas hombres que en esos días no paraban de
chillar con sus caritas enrojecidas e inflamadas y los ojo cubiertos por la
infección que les ocasionó el ratón sucio del subsuelo, es plomizo, olfatearme
ratón que era la verdadera pesadilla que recorría cada uno de los resquicios de
la casa. Ay, pero no sé cómo, en qué punto de mi espalda radica la deformidad,
una vértebra quizás o un pedacito de vértebra que se estropeó y que ahora me ha
dejado torcida y deformada, expuesta a la burla del hombre que no deja de
observarme con una mirada irónica, esa ironía que me sigue por todos lados, que
aún, después de no me acuerdo cuántos años, está presente únicamente para
recordarme que tengo miedo. Un miedo terrible porque la guagua tiene una
expresión cansada, una especie de modorra en sus miembros y esa modorra, y ese cansancio son demasiado peligrosos
¿no? Y quizás una terrible enfermedad, algo de muerte , pienso, rodea a la
guagua que está hoy sumergida en una quietud desacostumbrada y ahora lo único
que quiero es que el hombre se mueva más rápido, más rápido para que acabe,
acaba pues, y yo pueda levantarme para ver a las guaguas, mirarlas porque si no
las observo, con seguridad va a ocurrir un hecho irreversible, y de quién, de
quien, de quién sería la culpa, mía no más por no estar atenta a mis guaguas y
sus expresiones y no debo descuidarme creyendo que duermen porque no es así, no
es así. Yo sé que él no sabe moverse con la consistencia que debiera, no sabe
moverse y por eso la respiración se le agolpa y se va tan rápido que después se
olvida y vuelve a comportarse como si jamás hubiera gozado. Sé bien que el tiempo se precipita, se nos
viene encima con una sobriedad impecable, el tiempo en que se termine mi
malestar y ya nunca más la espalda vuelva a jugarme una mala pasada. Porque el
hombre quiso hacer su traición a mis espaldas, pero allí estaban esos fieles
dioses para advertirme qué exactamente era lo que estaba pasando y cómo estaba
pasando y así nada fue sorpresivo, nada fue enigmático, sólo estaba yo y mis
guaguas para pensar cómo íbamos a conseguir dar vuelta la humillación, porque ese
mismo día supe que en las guaguas radicaba la posibilidad, que ellas eran las
indicadas, una de las guaguas pues.
Quedé rígida en el sueño con todo el cuerpo impedido de cualquier movimiento y
las guaguas a mi lado y más allá las llamas y más lejos todavía una cierta
confusa silueta iracunda, y en un ángulo casi inadvertido una tenue posibilidad
d escapatoria para las guaguas, y las veía alejarse de mí, irse lejos en el
sueño, dejándome expuesta a una muerte más que atroz, las guaguas
malagradecidas que se iban, huían mientras yo quedaba apresada entre las llamas
y esa silueta que nunca he podido adjudicar. Tengo que irme a la cama porque ya
se ha hecho demasiado tarde y necesito dormir para recuperar mi fuerzas
perdidas en este día que se me hizo tan largo que ahora temo olvidarme que es
así, que cada una de las horas ya están inexorablemente marcadas por lo que va
a suceder y que me mantienen cautiva de una espera que ya termina. Mi guagua
primera va a hacer hostilmente, va a llegar llorando y gimiendo hasta mis
brazos sin saber qué hacer, ah, nunca saben qué hacer estas guaguas, nada más
que esos gestos de una terquedad extraordinaria ante los que naufraga cualquier
intento de dulzura, sí, sin la menor dulzura en cima de mí, pesándome en la
espalda, un peso que no estoy preparada para cargar, mucho más pesado que las
guaguas, un peso con el transcurso del tiempo consiguió estropearme la espalda,
un destrozo que ya sé que no tiene remedio porque él no acaba, diosito, no
acaba, no puede y jadea y no pude acabar y me entierra los dedos en las
costillas porque no logra que salga más que una débil gota, una humedad
insignificante, algo menos que un chorro
está consiguiendo ahora y qué hago, qué poder tengo yo, a qué puedo
aludir para que acabes, acaba, acaba de una vez por todas, te lo suplico. Pero
ahora sí que por fin se termina el tiempo mientras yazgo en medio de esta
soledad feroz, resguardada en la inminencia magnífica de la venganza. Y
mientras me protejo tras una extensa sabia monotonía, me dedico a invocar
angustiosamente a la totalidad de estos dioses chalados que me están haciendo añicos
la esperanza.
Diamela Eltit (Santiago, 24 de agosto de 1949).Escritora chilena de prestigio internacional.1 2.En 1979, cuando era una estudiante de literatura en la Universidad de Chile, fundó junto a Raúl Zurita, Lotty Rosenfeld, Juan Castillo y Fernando Balcells el Colectivo de Acciones de Arte (CADA). Parte importante de la denominada Escena de Avanzada, CADA buscaba reformular los circuitos artísticos bajo la dictadura de Augusto Pinochet.
Al año siguiente obtuvo su licenciatura y pasó a la Universidad Católica a hacer un posgrado.
En sus obras, intenta romper con la novela tradicional a través de
ambientes sórdidos y personajes marginales con una narrativa jalonada
por un lenguaje ambiguo y exaltaciones del cuerpo de la mujer que sufre.
En 1980, publicó su primer libro —Una milla de cruces sobre el pavimento—, que fue de ensayos, aunque había incursionado en la literatura a partir del año anterior. Su primera novela —Lumpérica— aparece en 1983.
En el artículo consagrado a Eltit en en el portal cultural Memoria Chilena,
se explica que "la década de 1980 fue particularmente complicada para
los intelectuales chilenos, que debieron recurrir a diversas estrategias
para difundir sus obras en un ambiente cultural donde regía la censura.
En este contexto, las publicaciones de mujeres fueron un gran aporte,
ya que generaron innovadores espacios de reflexión sobre temas políticos
contingentes y otros tópicos de interés, como la sexualidad, el autoritarismo,
lo doméstico, las políticas de lo cotidiano y la famosa identidad de
género. En esta nueva generación de escritoras se encontraba Eltit,
quien no sólo articuló un novedoso proyecto de escritura —una propuesta
teórica, estética, social y política desde un nuevo espacio de lectura—,
sino que también desarrolló un trabajo visual como integrante del
CADA".3
Tanto en Lumpérica como en la novela que la siguió tres años más tarde, Por la patria,
Eltit "trabajó desde lo marginal, construyendo lo que se ha llamado un
espacio de resistencia y crítica a los distintos poderes que regían la
oficialidad".3 En El cuarto mundo, 1988, "abordó la reflexión sobre la identidad latinoamericana y lo mestizo".3 Al año siguiente publicó su primer libro de testimonios, El padre mío, "donde escribió sobre la fragmentación, la corrupción, la violencia y la nación degradada".3
A partir de 1990, la obra de Diamela Eltit se circunscribió al momento de redemocratización nacional. En 1991 viajó a México como agregada cultural (cargo que ejerció hasta 1994), donde finalizó Vaca sagrada (1991). También colaboró activamente en la revista Crítica Cultural
y en otros medios de prensa. Mientras residía allí elaboró, junto a la
fotógrafa Paz Errázuriz, un libro de carácter documental sobre amor y
locura: El infarto del alma, publicado en 1994 (en 2012 fue llevada al teatro por el director Luis Guenel con el títutlo de El otro).4 Al año siguiente recibió su primer premio.
Tres novelas suyas integraron la lista seleccionada en 2007 por 81
escritores y críticos latinoamericanos y españoles para la revista
colombiana Semana de los mejores 100 libros en lengua castellana de los últimos 25 años: Lumpérica (Nº58), El cuarto mundo (Nº67) y Los vigilantes (Nº100).1 Eltit ha sido candidata al Premio Nacional de Literatura de Chile5 6
En 1996 residió durante cinco meses en Nueva York, donde terminó su novela Los trabajadores de la muerte, inspirada en la tragedia griega. En el 2002 publicó su Mano de obra,
donde, en palabras de Raquel Olea, presenta “una metáfora ejemplar de
la fagocitación del sujeto público y del discurso social en la sociedad
chilena actual”.
Puño y letra (2005) ha sido adaptada al teatro y, dirigida por
Jorge Becker, se estrenará en enero de 2013 en el teatro santiaguino
Ladrón de Bicicletas.7
Desde 2008 es columnista de cultura y política en el semanario chileno The Clinic.
En 2012 la editorial Periférica (Madrid) llegó a un acuerdo directo con Eltit para reeditar su obra narrativa, comenzando por la novela Jamás el fuego nunca (2007). Los libros aparecerán en la colección Largo recorrido.2
Su obra ha sido objeto de numerosos estudios, tanto en español como en otros idiomas. Casa de las Américas le dedicó una Semana de Autor, del 12 al 15 de noviembre de 2002,8 y en octubre de 2006, se organizó en la Universidad Católica de Chile el Coloquio Internacional de Escritores y Críticos: Homenaje a Diamela Eltit, que resultó en el libro Diamela Eltit: redes locales, redes globales (Iberoamericana, 2009), con los ensayos de los participantes en el encuentro.9
En 2012, la profesora de literatura latinoamericana en la Universidad
de Orléans Catherine Pélage publicó un libro en francés sobre la
escritora: Diamela Eltit: Les déplacements du féminin ou la poétique en mouvement au Chili.10
Profesora en la Universidad Tecnológica Metropolitana, ha enseñado en otros centros docentes en calidad de visitante como en las universidades de Columbia, en Nueva York, Berkeley, Stanford, ambas en California; Washington, Seattle, Johns Hopkins, Baltimore, Nueva York.
Está casada con Jorge Arrate, político de izquierda. Obras.Lumpérica, novela, Las Ediciones del Ornitorrinco, Santiago, 1983.Por la patria, novela, Las Ediciones del Ornitorrinco, Santiago, 1986.El cuarto mundo, novela, Planeta, Santiago, 1988.El padre mío, libro de testimonios, Francisco Zegers Editor, Santiago, 1989.Vaca sagrada, novela, Planeta, Buenos Aires, 1991.El infarto del alma, libro documental, con fotografías de Paz Errázuriz, 1994.Los vigilantes, novela, Sudamericana, Santiago, 1994.Crónica del sufragio femenino en Chile, ensayo, Servicio Nacional de la Mujer SERNAM, Santiago, 1994.Los trabajadores de la muerte, novela, Seix Barral, Santiago, 1998.Emergencias. Escritos sobre literatura, arte y política, ensayos, Planeta, Santiago, 2000.Mano de obra, novela, Seix Barral, Santiago, 2002.Puño y letra, sobre Carlos Prats, Seix Barral, Santiago, 2005. Aunque publicado por la editorial como novela,
Eltit reconoce que no lo es: "Lo que sí le puedo decir taxativamente es
que no es una novela, no lo es, más allá de que la editorial la incluya
bajo ese prisma".12.Jamás el fuego nunca, novela, Seix Barral, Santiago, 2007.Signos vitales. Escritos sobre literatura, arte y política, ensayos, Ediciones UDP, Santiago, 2007.Colonizadas, relato en la antología Excesos del cuerpo. Ficciones de contagio y enfermedad en América Latina, Eterna Cadencia, Buenos Aires, 2009.Impuesto a la carne, novela, Eterna Cadencia, Buenos Aires, 2010.Antología personal, editorial de la Universidad de Talca, 2012. Premios y reconocimientos. Beca Guggenheim, 1985.Beca del Social Science Research Council (Estados Unidos), 1988, para investigar sobre Gabriela Mistral, María Luisa Bombal y Marta Brunet.Premio José Nuez Martín 1995 por Los vigilantes.Nominada al Premio Altazor 2001 en la categoría de ensayo literario con Emergencias. Escritos sobre literatura, arte y política.Premio Iberoamericano de Letras José Donoso 201011.Nominada al Premio Altazor 2011 en la categoría de narrativa con Impuesto a la carne.
Semblanza biográfica: Wikipedia. Texto: tomado de Antología personal.Editorial Universidad de Puerto Rico. 2010. Foto: archivo.