Cuando en 2013 dio a conocer Todo lo que hay, su última novela y primera
que publicó en 35 años, era esperable que finalmente abandonara su
puesto de escritor secreto. Pero no sin pasar por un breve y resonante
momento de fama, pronto volvería a ocupar el digno lugar que lo había
caracterizado a lo largo de su vida: el de escritor de escritores
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James Salter, escritor estadounidense murió el pasado 19 de junio, dejando una obra para leer./pagina12.com.ar |
A
pocos días de cumplir los 90, James Salter murió el pasado 19 de junio.
Piloto de aviación, había abandonado la Fuerza Aérea tras dar a conocer
su primer libro. Con el tiempo, se convertiría en un escritor realista,
elegante y refinado, clásico y a la vez ligado a cierta tradición
secreta de la literatura norteamericana, como un extraño eslabón perdido
entre Ernest Hemingway y Francis Scott Fitzgerald. Rodrigo Fresán lo
despide haciendo un recorrido por sus obras más significativas.
En su
introducción a The Collected Stories of James Salter (2013), el irlandés
John Banville arranca celebrando la maestría del norteamericano para
“conseguir uno de los efectos más complejos de la literatura: describir
la realidad de todos los días”. Banville –con quien Salter compitió
cabeza a cabeza por el premio Príncipe de Asturias del 2014– lo ubica
junto a Chejov, Flaubert y al cotidiano y epifánico Joyce de Dublineses.
Pero, también, dentro de un contexto Made in USA, Salter (1925-2015,
nacido como James Arnold Horowitz, el alias fue adoptado para esconder
su identidad ante camaradas y superiores de la fuerza aérea, donde pasó
más de quince años) resulta alguien aún más interesante.
Ya lo dije, lo repito: Salter es el tercer hombre. Aquel que combina
lo mejor de Ernest Hemingway y Francis Scott Fitzgerald. Prosa lírica y
diálogos exactos, la guerra y el extranjero, la muerte del amor y la
fascinación por los ricos. Pero mientras Hemingway es un aventurero de
lo macho y Fitzgerald un sentimental de lo masculino, Salter se consagra
como el gran romántico de la hombría alcanzando, además, una apasionada
sexualidad que Nick Adams o Jay Gatsby jamás soñaron con experimentar
(alguien comentó, con tan burlona como deslumbrada gracia, que “en los
libros de Salter los hombres son hombres y las mujeres no trabajan,
todos beben Chateau Margaux y Kirs y Calvados, ellas le lanzan a ellos
entrecerradas y largas miradas y, cuando se juntan para hacer el amor,
la tierra no se conforma con moverse; se estremece bajo el más poderoso
de los terremotos”). Y Salter, sin caer en la bravuconada hemingwayana o
en el crack-up fitzgeraldiano (nada cuesta imaginar a Salter fumando y
escribiendo tranquilo en una mesa mientras contempla cómo Hemingway se
agarra a golpes con el barman y Fitzgerald cae borracho al suelo), es un
narrador mucho más sabio y preciso a la hora de establecer las justas
coordenadas de las acciones y reacciones de sus personajes. La
literatura de Salter es, al mismo tiempo, familiar en sus temas pero
siempre novedosa en su maestría. Su prosa de mot juste –Salter atribuye
esto a su lectura constante de Kawabata, Tanizaki, Mishima, Babel y
Gogol; “pero los escritores que me influyeron ya no importan, porque han
sido absorbidos”– es en apariencia de una soberana placidez para
descubrirnos, enseguida, que ese lago en perfecta calma es en realidad
mucho más profundo de lo que en principio pensábamos. No es casual su
formación con japonés porque, de un extraño modo, su cadencia, aunque
tan diferente, produce un efecto similar en el lector a la de Haruki
Murakami: una especie de ensueño opiáceo que, al principio, suena un
tanto imposible y hasta absurdo pero que en seguida te gana y te
convierte en adicto a esa mezcla de maravilla constante y dolor
inminente y obsesión por inmensas pequeñeces. Banville describe: “Sus
personajes son afilados y conocedores del ambiente en el que se mueven, y
se usan los unos a los otros. Es la segunda mitad del siglo americano y
las Torres Gemelas aún están dibujadas en los planos. ¿Acaso algo puede
salir mal? Y, sin embargo, casi todo sale mal... Y tan a menudo la
atención del lector se atora en un detalle revelador, como una uña en la
seda”.
Pero esa familiaridad es engañosa y esconde algo mucho más fino.
Salter –absorbente cum laude– empieza y termina en sí mismo y su pericia
al pilotear lo suyo queda en evidencia en los planeos de posibles
aprendices que sólo parecen poder disparar sobre aspectos parciales de
lo de su capitán. Por ejemplo: Michael Ondaatje se pasa en lo poético,
Mark Helprin se pasa en lo cursi, Richard Ford se pasa en lo parco,
David Gates se pasa en lo sórdido. Salter, en cambio, mantiene un
perfecto equilibrio con todas las bolas en el aire.
“Soy, en verdad, un romántico y un clasicista. Casi me enamoré dos
veces”, proclama un personaje en uno de los cuentos de Salter.
Pues eso.
Así, Salter como mutación para mejor y a ubicar como eslabón
extraviado entre la Generación Perdida y –cerca, pero no al lado, de
John Cheever y Richard Yates– el Realismo Sucio que, en su caso, siempre
aparece impecable y bien vestido para la hora de los cocktails.
Y en sus memorias o, como prefiere definirlas, “recollection”,
Quemar los días (1997), Salter recuerda –con modales muy parecidos a los
de sus ficciones y donde apenas se detiene en su faceta de escritor y
lo que escribió entre avión y avión y festejo y festejo– una vida que
Papa Hem y Scott Fitz ya hubiesen querido para ellos. Y, sí, “no hay
hombre que –si es honesto consigo mismo– pueda evitar el sentir envidia
ante la biografía de Salter”, admitió John Irving. A saber: piloto de
combate en Corea, muy apuesto e infiel seductor en serie (lo que, en
ocasiones, en sus libros, se manifiesta como una misoginia delicada),
guionista de cine de cierto prestigio (suyo es el guión del film de
culto Downhill Racer, dirigido por Michael Ritchie, con Robert Redford
como un esquiador casi existencialista), alma de toda fiesta, turista
profesional, sibarita (llegó a recopilar un volumen de recetas propias y
de amigos junto a sus esposa) y –last but not least– adorado por Susan
Sontag, Julian Barnes, Edmund White, Tim O’Brien, Joseph Heller, Graham
Greene, Harold Bloom, Tobias Wolff, Michael Ondaatje y Richard Ford,
quien lo definió como “el mejor escritor de oraciones entre todos
nosotros”. Un bon vivant con todas las (mejores) letras capaz de evocar
con todos los sentidos cuando hacía el amor mientras el hombre llegaba a
la luna en un televisor con el volumen bajo o (una hija de Salter murió
electrocutada en un accidente doméstico, a eso le dedica apenas un
puñado de líneas bruscas e incómodas y como anestesiadas) el dolor
imposible de transferir y de poner por escrito: “Puede recitarse la
muerte de reyes pero no la agonía de perder a un hijo”.
Un realismo vintage
Todo lo que hay (2013), su última y primera novela en treinta y
cinco años –“Mi piano todavía suena afinado y me gustaría hacer sonar
una última nota. Ya saben, los escritores nunca se retiran. El único
modo de detenerlos es arrastrarlos afuera y pegarles un tiro”, sonrió en
una entrevista– volvió a poner en evidencia el método y estilo de un
escritor mucho más raro de lo que parece. Un realista practicando un
realismo no anticuado pero sí vintage que tampoco es tan “real” y que
volvía a esconder y revelar esquirlas de rareza singular y sólo suya.
Allí, por más que parezca apenas un casi naturalista, hay un rasgo sutil
pero auténticamente vanguardista en el modo en que se (des) ordena el
paso del tiempo, se hace entrar y salir caprichosamente a secundarios de
primera o, en determinados tramos, el personaje incluye tanto al
narrador de la acción como al autor que contempla todo. Entonces, en
Salter, la paradoja de valerse del realismo como de algo experimental:
no el realismo clásico y calculado e irreal de Madame Bovary o Anna
Karenina sino algo que escala los picos dramáticos pero también se
demora en las llanuras inocurrentes y muertas y grises de esa travesía
espasmódico que es toda una vida.
Conocemos a Bowman como hijo abnegado, soldado en la Segunda Guerra
Mundial, editor querido por sus editados (con más de un rasgo del
legendario Richard Seaver cuyas brillantes memorias póstumas, The Tender
Hour of Twilight, se publicaron hace un par de años con prefacio de
Salter), conocido y conocedor de celebridades (abundan los nombres
propios que ya son de todos) y, por encima de todo y de todas,
marido/amante en serie. Porque en lo que hace a la cuestión sexual,
Bowman es una especie de contemplativo pero zen-sual depredador: ninguna
se le escapa por más que luego lo abandonen. Lo suyo, hasta en el otoño
y en el invierno de su satisfecho descontento, es una suerte de Cuan
verde era y sigue siendo mi lecho. Así que, madres e hijas, están
advertidas: donde el erotómano Bowman –“siempre al mando en la cama”–
pone el ojo, pone la bala sin importarle que en más de un affaire el
tiro le salga por la culata. Y es de estos casi compulsivos pasajes
románticos y sexuales de donde la novela deja escapar sus risitas más
bobas y nerviosas y renuncia a la perfección que llega a tocar, como a
un cuerpo caliente, con la punta de los dedos. Una historia que en
páginas consigue iluminarnos con esa luz verde al otro lado de su muelle
(Salter y sus Homo Salter son siempre la luz verde; las mujeres son la
luz roja a atravesar veloces pero que, sin embargo, pueden lanzar
cuchillos del tipo “Oh, mi teoría... Mi teoría es que ellos te recuerdan
por más tiempo si tú no los recuerdas”) o con el coraje producto de la
gracia bajo presión navegando el Gran Río de Dos Corazones y por otros
nos encandila con los fulgores artificiales de un episodio de Mad Men de
esos que parecen como pensados por alienígenas retro-adictos a ciertos
tiempos y modas de nuestra historia y especie. El resto –como siempre–
es una maravilla. Volver entonces a disfrutar y paladear el modo en que
Salter recupera a una Manhattan que ya no existe pero sigue allí, los
gajes del oficio literario y los gajos de amistades y enemistades que se
desprenden de él, el sabor de una comida o el perfume de un paisaje, la
manera más de pintor que de escritor con que se nos describe la caída
de una noche o el ascenso de un avión para que todos y todo se eleven,
el calibrado preciso de un sentimiento con el que un hombre sienta cada
vez más inalcanzable a su patria y más semejante a lo extranjero que no
es otra cosa que, finalmente, la cada vez más inminente travesía hacia
la muerte.
Cabe pensar que ciertos pasajes y reincidencias de Todo lo que hay
(su título es, claro, una declaración de intenciones totalizadoras, de
resumen de lo publicado, de summa ética y estética) podrían haber sido
pulidos o recortados. Pero, de haberlo hecho, Todo lo que hay sería una
novela menos rara. Así, como quedó y como nos recibe y nos deja, Todo lo
que hay no es una obra maestra sino nada más y nada menos que –acaso
por última vez, gracias por todo– otra obra de un maestro.
Todo lo que hay –de algún modo limitando con el universo de la ya
mencionada y, en inmediata perspectiva, cada vez más absurda y
sobrevalorada Mad Men– hizo pensar en que Salter, finalmente,
disfrutaría de una despedida por todo lo grande y que dejaría de ser,
como lo definió un crítico, “el más secreto de los escritores secretos”.
Y, de acuerdo, fue muy bien reseñada (con alguno de esos reparos
especialmente dolorosos). Y hasta arañó durante una semana la lista de
best-sellers de The New York Times. Pero luego todo volvió a ser como
era, como había sido hasta entonces. Y Salter –a quien siempre le
preocupó el que no le fuese mejor de lo que le iba; ahora, por un rato,
¿justicia poética?, sus obituarios y revalorizaciones han disparado las
ventas de sus libros en Amazon.com hasta lo más alto y compiten cuerpo a
cuerpo con los jadeos torpes y posiciones absurdas del Grey de E. L.
James– debió conformarse con seguir siendo un “escritor de escritores” y
de lectores a los que les gustan los escritores de verdad.
Juego y Luz
Antes de esto, Salter ya había ido afinando su arte en novelas y
relatos de tramas muy norteamericanas pero de resonancias universales y
textura inconfundiblemente salteriana. La experiencia del soldado en
combate (Pilotos de caza, 1957, y The Arm of Flesh, 1961, ambas
reescritas a fondo a finales del siglo pasado para su reedición,
contienen, seguro, las mejores descripciones del acto de volar junto a
las de Antoine de Saint-Exupéry), el narrador poco confiable en el
erotizante Viejo Mundo (la ya clásica Juego y distracción, 1967), el
crepúsculo matrimonial (Años luz, 1975), los espacios abiertos y el
deporte como rito de paso (En solitario, 1979, que salió de un guión sin
filmar y que a Salter nunca le convenció demasiado pero que es, seguro,
una más que lograda aproximación a la literatura de hombres en pugna).
Especialmente interesante es –en tándem con Todo lo que hay– la
relectura de Juego y distracción, para muchos su obra maestra, y su
primera gran pirueta formal con el manejo del punto de vista.
La muy carnal y sudorosa Juego y distracción, publicada sin pena ni
gloria en 1967 (la editorial la lanzó en su momento con una pegatina en
la portada donde se advertía: ‘Atención, lectores, no es un libro sobre
baseball’), ha ido adquiriendo, sin prisa ni pausa, la categoría de
pequeño-gran clásico norteamericano. Un privilegio y condena que su
inclusión en 1995 en la prestigiosa Modern Library así como su creciente
número de admiradores casi consiguió cambiar por la de clásico a secas.
Aquí, Salter aparentemente abarca muy poco –el romance caliente entre
un turista norteamericano y una joven francesa; Juego y distracción es
una de las cumbres y un tour de force del erotismo elegante y no por eso
menos explícito, sexo anal incluido– para acabar apretándolo todo con
una maestría que no hace más que confirmar el logro de lo que el autor,
humilde, se había propuesto en un principio: “Escribir un libro que
fuera seductor en todas y cada una de sus páginas y que contrastara lo
ordinario con –aunque suene ilícito– lo divino”. Salter lo consiguió de
sobra plantando una trama simple a la que rarifica –o vuelve
técnicamente admirable– a partir de un narrador en primera persona que
se define como “agent provocateur o doble agente” y “persigue” desde
fuera la historia de un hombre y una mujer a través de lo que ve, pero,
también, de lo que intuye o, quién sabe, de lo que se inventa porque
entiende a sus sueños como “el esqueleto de la realidad”. Así, en sus
primeras páginas, se nos advierte: “Nada de esto es verdad. He dicho
Autun, pero igualmente podría haber dicho Auxerre. Estoy seguro que
acabarán por darse cuenta de ello. Tan solo estoy asentando los detalles
que me han atravesado, fragmentos que fueron capaces de abrir mi carne.
Es la historia de cosas que jamás han existido aunque la más leve duda
en cuanto a ello, la más pequeña posibilidad, arroja todo a las
tinieblas. Tan solo quiero que todo aquel que lea esto lo haga con mi
misma resignación. Ya hay suficiente pasión en el mundo”.
La maniobra es brillante y, de este modo, el lector de la novela lee
a su vez a ese otro “lector” que es quien se la cuenta y que, quién
sabe, tal vez no sea otro que el joven enamorado mirándose a sí mismo a
través del tiempo y del espacio, desde muy lejos pero tan cerca. No
falta ni sobra una palabra en esta novela cuyo único defecto –el único
que se suele señalar a las auténticas e inequívocas obras maestras– es
el de tener un final, el de terminar. Y que, en su amplitud y poder
retroactivo, hasta nos permite pensar que el Phillip Dean de
veinticuatro años que persigue y alcanza a Anne-Marie Costallat de
dieciocho bien puede llegar a ser (con otro alias) un temprano Philip
Bowman recordándose desde sus últimas páginas, las que siguen a Todo lo
que hay.
Su tercer libro imprescindible entre todos sus libros
imprescindibles, y para muchos salteristas el mejor de todos, es Años
luz (1975). Actualización tanto en teoría como en práctica del Suave es
la noche de Fitzgerald –Salter alguna vez tuvo el coraje de afirmar que
El gran Gatsby estaba sobrevalorado y la sorpresa de elogiar a George
Saunders y a David Foster Wallace, “el trágico joven príncipe del
posmodernismo”– para narrar el ocaso del amor de un matrimonio y las
mareas de una familia que obliga –como explica en uno de sus relatos– a
“acostumbrarse al plural de las cosas”. Entonces, Salter se nutrió de
los Rosenthal, un matrimonio amigo, para (como Fitzgerald lo hiciese con
los Murphy) retratar su propia percepción del modo en que se acerca el
otoño y el invierno de la pasión. Los Rosenthal, como los Murphy, se
sintieron traicionados por su amigo con ojos de rayos x (quien los
convirtió en los casi divinos y caídos Viri y Nedra Berland) y, claro,
se divorciaron al poco tiempo casi siguiendo al detalle las
instrucciones de la novela. Salter, por supuesto, también. Pero, ah, las
rupturas y grietas (por ahí tiene un cameo Irwin Shaw, mentor y
compañero de juergas europeas) se proyectan sobre un paisaje casi
paradisíaco donde el infierno apenas se percibe como fuego ardiendo en
las chimeneas. En el Mondo Salter suceden, siempre, cosas terribles pero
consoladas por los placeres de un mundo ideal. Y lo que queda de todo
es un perfume triunfal a pérdida, a aceptar que todo lo que viene lo
hace sólo para poder irse: “No hay una vida completa. Hay sólo
fragmentos. Hemos nacido para no tener nada, para que todo se nos
escurra entre los dedos. Y, sin embargo, esta pérdida, este diluvio de
encuentros, luchas, sueños... Hay que ser irreflexivo, como una tortuga.
Hay que ser resuelto, ciego. Porque cualquier cosa que hagamos, incluso
que no hagamos, nos impide hacer la cosa opuesta. Los actos demuelen
sus alternativas, he aquí la paradoja. La vida, por tanto, consiste en
elecciones, cada cual definitiva y de poca trascendencia, como tirar
piedras al mar. Hemos tenido hijos, pensó; nunca podremos no tener
hijos. Hemos sido mesurados, jamás sabremos lo que es derrochar nuestra
vida”, concluye uno de los protagonistas de la sombría Años luz cuyo
final es de los más desgarradores pero reposados de toda la historia de
la literatura y que incluye a la lentitud de una tortuga poniendo en
evidencia lo rápido que pasa y se pasa todo.
Las últimas palabras
En una conversación con el escritor Dan Pope, primero publicada en
la revista The Believer y más tarde incluida en el imprescindible The
Believer Book of Writers Talking to Writers (2005), James Salter se
refiere a lo que para él constituye lo mejor y lo peor del oficio de
escritor.
Lo peor es: “Tener que hacerlo. Cualquiera te responderá lo mismo. O haberlo hecho y haber fallado”.
Lo mejor es: “La grandeza de ese mundo y sentirte parte de él. Hay
una realidad en el mundo de la escritura que es mucho más grande que
otras realidades, aunque no pueda reemplazarlas. Cuando lees algo que te
parece maravilloso, no existe esa incómoda sensación de haber agotado
algo. Siempre estará allí, esperando a que regreses. La emoción jamás
desaparece”.
La muerte de Salter –puntilloso hasta el final, se informó de que su
fallecimiento se produjo durante una visita al médico para un chequeo
de rutina– hace de nuestro mundo un sitio más vacío y menos luminoso. Se
extrañará esa perturbación al leerlo y provocando en uno, como tembló
alguien, la desconsoladora sensación de no haber vivido lo suficiente y
con la suficiente intensidad la grandeza de este mundo.
A falta de vida, la obra. Eso a lo que Salter se refería como a
“juntar palabras”. En The Paris Review explicó que “me gusta frotar a
las palabras entre ellas, como si las tuviera en una mano cerrada.
Sentirlas dar vuelta, chocar, y después elegir nada más que a las
mejores”.
“Charisma”, el relato inédito –tal vez lo último que escribió,
incluido en la antología mencionada al principio de estas líneas– vuelve
a ser buena muestra de esa inmejorable elección a la que, en el adiós,
sólo cabe volver a agradecerle. Este cuento concluye con la voluntad de
“partir hacia donde nunca puedan encontrarte” y de “escapar a las
últimas preguntas”.
Buen viaje y nada pendiente a lo que responder, James Salter.
Todo lo que hubo fue bien vivido, mejor dicho, y perfectamente escrito.
En un momento de Quemar los días, una mujer, un tanto exasperada, le pregunta a Salter “¿Qué es lo que quieres?”
“Ser inmortal”, responde Salter sin dudarlo un segundo.
De nosotros depende ahora –el placer será nuestro y la recompensa
será para nosotros– que ese deseo sea, al menos en parte, concedido y
hecho realidad.
James Salter se lo merece.