Si hace dieciséis años, cuando trabajaba reseñando películas
pornográficas, me hubieran contado que el viaje comenzaba con un Tren
Negro, otra hubiera sido esta crónica. El viernes pasado a las 11.05,
desde Madrid, una comitiva de escritores, fotógrafos y periodistas de
todo el mundo nos embarcamos en dos vagones con destino a Gijón, sede de
la XXVIII Semana Negra.
La SN es uno de los festivales de novela
policial más reconocidos del mundo. Durante nueve días y sus
correspondientes noches, se dan cita cerca de doscientos profesionales
del género. Su programación es seductora. Los invitados van desde
bestsellers hasta escritores emergentes. Las mesas convocan. Sin
embargo, aunque me lo habían dicho una y otra vez, “hasta que no estés
en Gijón, no esperes entender de qué va”. Así fue. Después del tren, de
valijas y valijas que no estaban repletas de ropa sino de libros (moneda
oficial de estos encuentros), de ruedas de prensa y de compartir
asiento con gente que sólo había leído y releído en tapa dura, llegamos
al Cantábrico.
De pronto, como si el orden del cosmos se hubiera
invertido, nosotros, los escritores, éramos una gran banda de rock.
Famosos recibidos con pancartas y orquesta local: el grupo Ventolín
tocando el Himno de Riego. No, no lo conocía, nunca lo había escuchado
ni creo que se pueda conseguir en CD pero en ese instante, en el segundo
que bajé por las escalinatas con mis dos pesadas maletas (la rosa
chicle armada por mi niña; la negra, de escritora seria de género),
estaba lista para salir al escenario de River Plate y dejarlo todo.
Respiré profundo, miré a mis compañeros y supe que estábamos, como
mínimo, entrando a un universo paralelo. Los experimentados me
devolvieron un guiño cómplice, los novatos sonrieron desbocados,
esperando abrirse camino entre la multitud para subirse al micro
oficial. Sí, por un segundo todos soñamos con groupies de letras y fue mágico.
La
Semana Negra no es sólo un festival literario. No es sólo un lugar para
contactarse con colegas de todo el globo. No es sólo una ciudad
preciosa rodeada de mar y desbordada de sidra; es un parque de
diversiones, un enorme y populoso parque. Y no hablo de manera
metafórica. Las actividades comienzan a las 5 de la tarde y terminan
(aunque nadie mira el reloj) a las 4 de la mañana. La movida literaria
está emplazada en una feria de atracciones, una de esas con montaña
rusa, noria, autitos chocadores, algodones de azúcar, globos, escenarios
musicales y gente de lo más variada. Hasta acá, un Italpark literal y
literario, apto para todo público y de trascendencia internacional.
Pero, con el correr de las horas, pasa algo extraño. Caminando a la luz
de los neones podés toparte con hombres y mujeres bailando semidesnudos
sobre barras que venden comida y alcohol. Y, de pronto, esta crónica
(tal vez) ya no dista tanto de aquella que hubiera podido escribir
dieciséis años atrás. Pero volvamos a la literatura.
Este año,
entre los radicados en el país y los que viven en España, somos quince
argentinos: Pablo De Santis, Gabriela Cabezón Cámara, Selva Almada,
Carlos Salem, María Inés Krimer, Jorge Yaco, Mariano Quirós, Matías
Néspolo, Diego Conde, Sol Pombo, Loyds Lebrón, Iñaki Echeverría, Daniel
Mordzinski, Marcelo Luján y la que hoy narra. Somos el mayor bloque latinoamericano,
cosa no tan llamativa ahora que nuestros festivales negros crecen de
manera exponencial. Ya tenemos cuatro: Azabache (originario de Mar del
Plata, aunque este año se hace en Azul), BAN (Buenos Aires Negra),
Córdoba Mata y La Chicago Argentina (Rosario). Uno a uno sucederán luego
de Gijón, como si este fuera el precedente de todos los crímenes que
vendrán.
Quedan ya pocas jornadas para que termine el encuentro.
Superados los nervios del principio, la participación en las mesas y las
presentaciones de libros, no puedo evitar pensar que este grupo
argentino representa algo más que su literatura. El eje de la programación 2015 gira alrededor de la violencia de género. Pienso en nuestra marcha del 23 de junio, pienso en #NiUnaMenos. El reclamo argentino logró cruzar el Atlántico
y atravesó el negro asturiano. Esa es otra de las cosas que cargábamos
en las valijas que, al parecer, no estaban solo repletas de libros. Otra
de las cosas que espero se vean enriquecidas por el intercambio.
Prometo,
pese a este pequeño relato, no arruinarle la sorpresa a los que vengan
el año que viene. Prometo repetir la frase “hasta que no estés en Gijón,
no esperes entender de qué va”.