El reconocido fotógrafo colombiano murió a los 85 años la noche del 13 de julio
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Carlos Caicedo tenía sensibilidad e imaginación amparado con una cámara. |
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Carlos Caicedo en su época de reportería en El Siglo. |
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El
incendio de Avianca en 1973, y la foto que le dió la vueta al mundo la
tragedia del envenenaniento de 230 personas con el pan de una panadería
de Chiquinquirá, en 1965./revistaarcadia.com |
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Caicedo tuvo seis hijos con su gran amor, Blanca María Chacón, quien
falleció hace dos meses. Estuvieron casados 65 años./Claudia Rubio./eltiempo.com |
El maestro Carlos Caicedo Zambrano ha sido
por excelencia un reportero gráfico. Siempre en busca del ángulo
diferente, noticioso, es capaz de convertir en acontecimiento la
proyección de una sombra.
Aunque trabajó al iniciarse para El Siglo, y en
alguna ocasión pasó brevemente por El Espectador, su carrera se hizo
fundamentalmente en El Tiempo.
Fotografías tomadas desde 1950 hasta diciembre
de 1987, casi cuarenta años de historia cotidiana recogidos en gráficas
de las que escribiera alguna vez Hernán Díaz: "Su obra reaflrma el
concepto de que para ser fotógrafo es necesario tener algo que decir; y
él lo dice en forma de telegrama visual porque es hombre de pocas
palabras".
Carlos Caicedo Zambrano no tiene facha de
fotógrafo. Es decir, de esos fotógrafos rubios, altos, flacos que llegan a
estos países cada vez que alguien declara que descubrió a Martin Bormann
viviendo en un convento boyacense, cada vez que una elección presidencial
ofrece la insana perspectiva de trepar un brigadier a Palacio. Carlos
Caicedo es más bien bajito, más bien gordito, más bien morenito. Es callado
-salvo cuando se trata de hablar bien de Santa Fe y mal de Millonarios, que
es otra de sus ventajas-, y algunos dicen que parece de mal genio. Y sí.
Caicedito es de malas pulgas, pero como todos los su jetos de malas pulgas
es una espléndida persona. En eso estoy de acuerdo con la
Señora Bulrich.
Pero si Caicedo Zambrano Carlos no tiene facha de
fotógrafo, en cambio tiene el más grande talento de reportero gráfico que se
haya conocido en estos páramos. No es un simple fotógrafo:
es un ave de presa periodística: no se lanza espectacularmente a fotografiar
al personaje signado, no se abre paso a empujones para lograr la instantánea
más cercana, no llama la atención. Se pasea, muy callado, muy avizor, por
los contornos de la noticia. Y de repente, zás,
dispara la fotografía inesperada desde el ángulo insólito, y atrapa la presa
que al día siguiente aparecerá publicada en primera página.
En este sentido, Carlos Caicedo nunca pasará por la
honrosa pena del fotógrafo oficial de Nixon que fue despedido de su cargo en 1972 porque se presentó a tomar
fotos de la posesión del presidente enfundado en una horrible chompa
amarilla con pintas escocesas. Caicedo se viste como bogotano, habla como
bogotano, mira mucho y habla poco, detesta figurar, parece que no estuviera
en el lugar de los hechos, pero, zás, ahí está la mejor foto y al día
siguiente sorprende a todos.
Carlos Caicedo ha hecho de la discreción un eficaz
instrumento de trabajo. El mismo lo confiesa: "Lo que primero necesita el
fotógrafo es ver la foto sin cámara, como lo hacen los directores de cine.
La cámara solo es el complemento de la escogencia que hace el fotógrafo. Por
eso lo mejor es observar sin cámara y, cuando se encuentra el cuadro
preciso, apuntar y disparar". Observando, apuntando y disparando, Caicedito
ha con seguido varias fotos que, como la de uno de los niños envenenados en
Chiquinquirá en 1967, le dieron la vuelta al mundo.
Hace 47 años, cuando nació, tal vez Carlos estaba
casi seguro de que iba a ser pastor o sembrador de papa, o quizás
oficinista, pero jamás fotógrafo. A los seis meses de nacido en Cáqueza -la
capital mundial de la rellena, de la cual Caicedo es verdadero "gourmet"-,
Carlos fue traído a Bogotá. Aquí andareguió hasta los diez años, y entonces
lo mandaron durante dos a pastorear vacas por la orilla de la carretera del
tren en vecindades de la hacienda presidencial de Hatogrande. Al
fin, una tía lo importó de nuevo a Bogotá y le consiguió puesto como chino
mandadero de la Foto Schimmer, que era el estudio chic del Bogotá de los
años 40. En Foto Schimmer, Caicedito realizó toda suerte de prosaicos
oficios, que iban desde lavar pisos hasta llevar y traer mensajes. Y en
1943, por primera vez, tuvo una cámara en sus
manos, pero ya no para limpiarla sino para dispararla. Alguien de la oficina
le regaló una vieja Kodak de plástico medio desbaratada, y Caicedo la
arregló cuidadosamente con cinta pegante, le compró un rollo 828 -hoy por
hoy extinguidos, como los cóndores andinos- y se fue para Puente Aranda,
donde vivía su padrastro Abel Ríos, a ensayarla.
Fue una sensación difícil de describir la que sentí
cuando tuve en mis manos la fotografía de mi padrastro. Aún conservo la
foto, aunque está por ahí medio refundida. En ese momento estuve seguro de
lo que quería ser en la vida.
Carlos Caicedo ganaba 4 pesos mensuales en Foto
Schimmer. Veía al viejo alemán tomándose su tiempo para cada retrato:
llegaba el cliente (por lo general niños y jovencitas), lo desnudaba (si era
niño, por supuesto: a las jovencitas les agregaba una pañoleta), lo colocaba
encima de una alfombra (niño) o al pie de una columna con un falso paisaje
al fondo (jovencita), los aquietaba durante tres segundos, chequeaba luces,
se metía debajo del paño negro, alzaba la mano y disparaba la máquina. Era
un proceso lento y apático cuyo resultado obvio eran niños empelotos y
señoritas con la cara envuelta en pañoletas. Por eso a Carlos Caicedo lo que
lo deslumbraba y sorprendía eran las fotos de acción: un arquero en el aire
atajando un balón, un caballo corriendo, un boxeador golpeando al
contrincante. Esas eran las fotos que veía en la prensa y le apasionaba más
el milagro de paralizar la acción durante una milésima de segundo, que la
rutina de los niños empelotos y las señoritas de mirada virginal.
Decidió hacerse entonces fotógrafo de prensa.
Para ello, se salió de Foto Schimmer e ingresó a trabajar como
laboratorista de Sady González, para entonces uno de los más prestigiosos
fotógrafos de periódico. Su primera oportunidad como reportero se le
presentó por pura coincidencia: estaba tomando unas
fotografías comerciales en el aeropuerto de Lansa, cuando lo cogió
del brazo un señor que dijo llamarse Lucio Duzán, lo llevó casi a empujones
y lo obligó a tomar una escena en que aparecían saludándose un tipo calvo y
grueso y otro con aspecto de cantante de tangos. Al día siguiente, Caicedo
vio publicada la fotografía en EL TIEMPO y supo, por la leyenda, que el
calvo se llamaba Gilberto Alzate y que el tanguista era Jorge Eliécer Gaitán.
Unos años después, y otra vez por circunstancias relacionadas con Gaitán,
volvería a tomar fotos de prensa. Fue el 9 de abril de 1948, cuando alguien
lo armó de una cámara y lo mandó a la calle a que tomara lo que pudiera. Ese
día casi lo matan por meterse a fotografiar a un grupo de varones armados de
machetes; pero ya Caicedito estaba encarrilado por el lado de la prensa.
En 1949 se inició oficialmente en El Siglo. Pero
sin mucho éxito. Pasados unos pocos meses, Alvaro Gómez Hurtado, a la sazón
director, lo llamó a su oficina y le aconsejó que dejara el oficio. Que no
servía para eso. Que más bien se dedicara a sembrar papa. Que él le ayudaba
a conseguir un puesto de mayordomo en Boyacá. Lo salvó un reportaje gráfico
a la llegada de los jugadores de Millonarios después de un raro triunfo
internacional, que fue cuando empezó Caicedo a aplicar su táctica del
observa-y-calla. Mientras sus colegas salían del compromiso con el equipo
formado en cuclillas, la foto de siempre, Caicedo husmeó por ahí y
sorprendió a los jugadores llorando cuando saludaban a la esposa, a las
mamás abrazadas a los centrodelanteros y al arquero acurrucado para recibir
al hijo. Guillermo Gómez Moncayo lo convirtió en un reportaje gráfico de una
página y Boyacá se salvó de tener a Caicedito entre los cultivadores de
paramuna.
A los dos años lo echaron por liberal y anduvo
"calle arriba y calle abajo". Después pasó por Semana, por Cromos y en 1953
entró a EL TIEMPO. Cuatro meses después, por discrepancias de sueldo, se
marchó a El Espectador, donde permaneció un año, cuando lo sonsacó de nuevo
EL TIEMPO con un aumento sustancial. Cerrado EL TIEMPO, trabajó en toda
suerte de publicaciones exiladas, como las revistas Candilejas y Sucesos y
el diario de Mario Laserna "El Mercurio". Después se abrió Intermedio, es
decir, EL TIEMPO, y Caicedo regresó a él, es decir, al sitio donde se haría
finalmente famoso.
Carlos ha sido perezoso para participar en
concursos. Sin embargo, ha ganado más de diez premios; pero nunca ha ido a
un certamen internacional. Su foto preferida sigue siendo una que tomó en
1952 y que le otorgó el primer lugar en categoría artística en el concurso
del Círculo de Reporteros Gráficos: en ella aparece Arturo, uno de sus
hijos, gateando bajo un rayo de luz que entra por la ventana. Y aunque una
de sus más famosas fotos es la del niño de Chiquinquirá, Caicedo sostiene
que ésta "me gustó pero no me conmovió". En cambio, la foto periodística que
más le entusiasma es una que le tomo a Jorge Sawadsky en el momento en que
le da un beso en la frente a Luis Eduardo Nieto Caballero durante un
banquete a este último en el Hotel Tequendama.
El problema con la exposición de Caicedo es que
Caicedo a lo mejor no viene: o viene y no se deja ver: o se deja ver pero no
hace ningún comentario: o comenta algo pero con escepticismo. Por eso
cualquiera que entre a observar la muestra, debe tener mucho cuidado: ojo a
los rincones, mucho ojo a los sitios donde parece que no hay nadie, porque
es posible que allí este Carlos Caicedo Zambrano haciéndose el pendejo,
caminando pasito, callado, como gavilán de presa, y que usted en un instante
dado le acaricie el brazo -es un decir- a su vecina cuando cree que nadie lo
observa, y en ese momento.... zás.
Daniel Samper Pizano
Tomado del folleto Carlos Caicedo
Reportero Grafico, Museo de Arte Moderno de Bogota, 1976.