El sumario guardado en el Archivo del
Distrito Federal sobre el procesamiento del escritor por matar a su
esposa en 1951 arroja nueva luz sobre el caso
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El escritor William S. Burroughs, fotografiado con una pistola y unas dianas de tiro al blanco. /elpais.com |
No hubo orificio de salida. La bala quedó alojada en el cerebro de
Joan Vollmer. Cayó al suelo y el vaso que tenía sobre su cabeza rodó por
el salón. En la mesa había cuatro botellas vacías de ginebra Oso Negro,
y en su frente un orificio de siete milímetros de diámetro. Un agujero
circular y oscuro por el que William Seward Burroughs
entró de lleno en la literatura. Aquel 6 de septiembre de 1951, en el
número 122 de la calle de Monterrey, en la Ciudad de México, Burroughs
acababa de matar de un disparo a su esposa. Había nacido, con una Star
automática en la mano, una leyenda del siglo XX. Burroughs, el homicida.
El maldito por excelencia. “Todo me lleva a la atroz conclusión de que
jamás habría sido escritor sin la muerte de Joan”, escribiría 34 años
después.
Esa misma tarde fue detenido. El crimen llegó a las portadas de los
periódicos. “Quiso demostrar su puntería y mató a su mujer”, titulaba La Prensa.
Las fotos de primera página muestran a Burroughs, de 37 años,
intentando taparse el rostro, y a su esposa ya cadáver. A las pocas
horas fue ingresado en la penitenciaria de Lecumberri. El expediente del
caso permaneció durante más de 60 años perdido. Un error en la
transcripción del nombre lo mantuvo oculto en el Archivo Histórico del
Distrito Federal. Hace tres años volvió a la luz. Son 19 folios que
recogen desde decisiones judiciales a testimonios claves, como el de
Lewis Marker, marino, amante y por quien Burroughs escribiría la
asfixiante y autobiográfica novela Queer (Marica).
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Burroughs, en la foto policial |
Incompletos, los papeles ofrecen una visión fragmentaria pero muy
cercana del histórico proceso. En ellos se advierte, por ejemplo, el
cambio de declaración de Burroughs que, nada más haber matado a su
esposa, confesó haber disparado mientras emulaba a Guillermo Tell. Ya
ante el juez esta versión desapareció. La muerte se redujo a un puro
accidente cuando iba a mostrar el arma. Una fiesta, mucha ginebra y un
disparo fortuito. Un relato, creado para lograr la pena mínima por
homicidio accidental, que validó el testimonio más que parcial de
Marker. “Estuvieron ingiriendo bebidas alcohólicas y en un momento dado
sacó de su funda una pistola, jalándola el carro, produciéndose un
disparo que ocasionó la muerte de la hoy occisa”, señala el sumario.
Tras la detención, la familia de Burroughs, nieto del millonario
inventor de la máquina calculadora, se movilizó para salvarle. El
hermano se desplazó a la Ciudad de México y logró, posiblemente mediante
sobornos, que saliera bajo fianza. El escritor había permanecido sólo
14 días preso. Fue, según los papeles, un buen reo. Pero al volver a la
calle, el autor de El almuerzo desnudo vería el mundo con otros
ojos. En su interior se había abierto el abismo que alimentaría su
obra. “Mi pasado fue un río envenenado, del que tuve la fortuna de
escapar y cuya amenaza aún siento años después”, diría en el ocaso de su
vida.
Viajes enloquecidos
Burroughs y Vollmer se habían conocido en Nueva York en plena efervescencia beat. Él, homosexual y heroinómano; ella, psicótica y enganchada a las anfetaminas. La enloquecida pareja, íntima de Jack Kerouac y Allen Ginsberg,
había saltado de una ciudad a otra huyendo de los cargos por consumo y
posesión de drogas contra él, hasta que en otoño de 1949 recalaron en la
Ciudad de México.
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Documento del juez de 1953 para dejar en libertad a Burroughs. |
A su nuevo destino les acompañaron dos niños: Julie, hija de una
anterior relación de Volmer, y Billy, el hijo de ambos, nacido en 1947.
Pese a esta compañía familiar, la capital mexicana apareció ante los
ojos del prófugo como un continente libre, cargado de heroína barata y
“fabulosos burdeles”. “Era una ciudad de un millón de habitantes con
aire claro y brillante, y un cielo de ese tono especial de azul que tan
bien combina con los buitres, la sangre y la arena: el puro, amenazador y
despiadado azul mexicano”, escribió.
Bajo esa luz extraña, Burroughs dio rienda suelta a sus pulsiones heroinómanas y combinó el inicio de su novela Yonqui
con sus escarceos homosexuales y sus viajes alucinógenos a
Centroamérica. Vollmer, cada día más inestable, se fue desintegrando en
alcohol. El propio Ginsberg, de visita en 1951, se alarmó ante su
degradación.
Esta relación crepuscular no aparece en los documentos judiciales.
Por el contrario, los testimonios presentados por la defensa con el
ánimo de rebajar la acusación dibujan al escritor y su compañera como
una pareja bien avenida y preocupada por sus hijos. “Por el trato que se
daban entre sí y por las atenciones a sus hijos, la testigo cree que
los esposos Burroughs eran felices”, indica el sumario.
Esta edulcoración y el dinero pagado por la familia surtieron efecto.
En 1953, dos años después de quedar libre bajo fianza, el proceso se
cerró con una condena en suspenso de dos años por homicidio. Para
entonces, el escritor había dejado México y Joan Vollmer había sido
enterrada en la ciudad que la vio morir. Queer, la novela
nacida de aquella tragedia, no vería la luz hasta 1985. Pero Burroughs,
maldito y abismal, jamás dejaría ya de escribir. Para él no hubo salida.
La bala del calibre 38 también había quedado alojada en su cabeza.