viernes, 3 de julio de 2015

Leer ilustra

La pasión por el fútbol es capaz de encender y apagar otras pasiones. Esta historia de hinchas obsesionados y amores fallidos revela una versión de los tristes excesos del fanatismo

Ilustración David Avend./elmalpensante.com

Las pasiones de los hombres son inescrutables. Un amigo argentino, al que llamaré Pipo Perfumo, ha orientado su vida en torno al fútbol. Decir esto no es nada. La mayoría de sus paisanos decide sus domingos como él. Lo singular es que su entrega alteró otra zona de su vida.
Nos conocemos desde hace más de cuarenta años. Llegó a México en la adolescencia en compañía de sus padres (profesores universitarios amenazados por los militares) y se integró a la comunidad “argenmex” de Villa Olímpica sin mostrar otra seña de nostalgia que el anhelo por ciertos alfajores de Mar del Plata, hasta que un día decidió volver a su país para que sus futuros hijos supieran lo que significa apoyar al River Plate.
Lo visité en Buenos Aires en 2011, cuando el equipo de la franja acababa de descender a segunda división por vez primera en su historia. Pensé que lo encontraría conmocionado. En sus años de exilio me había hablado no solo de los jugadores que había visto, sino de Carrizo, Labruna y Sívori, con la pericia de quien ha atestiguado sus hazañas en el Estadio Monumental.
Para mi sorpresa, encontré a un hombre más abatido por la edad y la dificultad para vender su departamento en dólares, que por el descenso de su equipo. “He sufrido cosas peores”, dijo, como si recitara el estribillo de un tango. “¿Te acuerdas de Laurita?”, preguntó, apagando con excesivo énfasis un cigarro.
Era imposible no recordarla, por su belleza y porque Pipo estuvo a punto de morir por ella. Durante más noches de las que vale la pena recordar, lo oímos hablar de algo que, a falta de mejor calificativo, él llamaba “falencia”.
Laurita había sido su Novia Ideal, la chica que nunca se aburría con su demorada descripción de los jugadores que integraron la legendaria “Máquina” de River. Todo funcionó de maravilla hasta el momento del encuentro íntimo. Viajaron a Acapulco, compartieron un día de sol que ella mejoró con su bikini, y regresaron al hotel. Ahí, él se quedó pasmado ante el portentoso cuerpo de su amada y su incapacidad de reaccionar al respecto. A eso le llamaba “falencia”.
Pipo sufrió el estupor del enamorado que no está a la altura de su deseo en un tiempo en que la química no había inventado pastillas azules para las “falencias”. Un tiempo antiguo, de bikinis anchos (el dato es importante).
Mi amigo se sintió tan humillado que rompió la relación. Laurita había sido comprensiva pero no paciente; trató de tranquilizarlo sin ser su terapeuta, y a los dos meses se comprometió con un arquitecto.
Pipo quedó devastado. Ese fue el Momento Oscuro de su vida. A partir de entonces sería, para siempre, la persona que no consumó su pasión con Laurita.
¿Qué tenía que ver eso con la caída de River a segunda división? En forma directa, nada. Pero las pasiones turbulentas dan rodeos. “Mi mayor decepción futbolística ya ocurrió”, Pipo encendió otro cigarro. “Solo lo supe cuando leí Dudoso Noriega, de Juan Sasturain. Leer ilustra, hermano. La novela se ubica en Mar del Plata. La gente se asolea y pasan cosas”. Me quedé esperando el significado de las últimas dos palabras: “...pasan cosas”.
Pipo Perfumo miró una gaviota que parecía extraviada en el cielo, incapaz de encontrar el Río de la Plata. Luego dijo: “Nunca me gustó la playa, pero las mujeres quieren tirarse al sol. Fui consecuente, Juan”.
Esperé que volviera a ser consecuente y aclarara el enigma de una vez: “Cuando llegamos al cuarto, ella se quitó el bikini”, recordó. “Venimos de un mundo de bikinis anchos. La mina se había bronceado tanto que tenía una franja blanca en el pecho y me paralicé. ¡Su piel parecía la camiseta de Boca! Soy de River, ¡qué iba a hacer! Entonces no me di cuenta de eso. Solo lo supe al leer el libro. Sasturain habla del bronceado que de pronto parece una camiseta de Boca. Así entendí el horror que me provocó ese cuerpo glorioso. De haberlo entendido a tiempo, habría esperado a que ese efecto demoledor desapareciera de su piel. Pero no supe analizar mi miedo. En Acapulco sentí un espanto cósmico y nada más. El fútbol puede provocar eso: si no lo compensas con educación, te aniquila. Tienes que conocer los límites de tu fanatismo. Te pido que escribas de eso. Los bikinis de ahora son más pequeños, pero por ahí despistan a alguno. Además, el fundamentalismo es como la humedad, se mete en todas partes. Me fui a segunda división antes de que se fuera River. ¡Por no leer, hermano, por no leer!”.
Alzó la vista. La gaviota había desaparecido. El cielo, rayado de nubes, parecía la camiseta de la selección argentina.