sábado, 18 de julio de 2015

Los disfraces iniciales de los autores

Siempre pasa lo misno:no es raro que un autor, al inicio de su carrera, decida escribir sobre temas y escenarios que tienen poco que ver con su experiencia personal

¿Cómo puede ser, se pregunta el joven narrador, que mi mundillo personal e intrascendente, cotidiano y lleno de pequeñeces, sirva de material artístico?./elespectador.com

Es entendible: antes de ser escritor la persona seguramente ha sido lectora, y si tiene buen gusto y una sensibilidad innata, más cierta dosis de olfato literario, habrá leído a los grandes. Y ante semejantes historias, los mundos deslumbrantes de un Dumas, un Dickens, un Shakespeare, un Dante, un Cervantes o un Faulkner, el mundo real y cotidiano del escritor en ciernes le parecerá poca cosa en comparación, y tardará años en comprender que sus propias vivencias son material válido para construir una obra de arte.
Como digo, no es raro que esto suceda. Es normal que el escritor al comienzo no reconozca su propio mundo como válido, digno de ser contado a través de su escritura. Así lo confesó Borges al hablar de sus primeros tanteos literarios: “Empecé, como lo hacen todos los jóvenes, disfrazándome”. Es decir: ocultando su realidad, escribiendo sobre temas que le parecían apropiados y de interés para otros, pero que tenían poco que ver con su auténtica realidad. Así les pasó a varios de los grandes, incluyendo a Flaubert, cuya primera obra, La tentación de San Antonio, giraba en torno al famoso tema religioso, la tentación que padeció el monje cristiano nacido en Egipto, Antón Abad, considerado el fundador del movimiento eremítico. Lo cierto es que pasaron años antes de que Flaubert entendiera que, por el contrario, la vida anodina y pequeñoburguesa que él había experimentado en carne propia podía ser también material artístico, y así lo hizo, de manera magistral, con Madame Bovary, publicado en 1857.
Algo similar le pasó a García Márquez, cuyos primeros cuentos, los que luego serían recogidos bajo el título Ojos de perro azul, de corte urbano y onírico, trataban sobre temas más afines a Kafka, y sólo años después, al leer a Faulkner, es que nuestro premio Nobel vislumbró que su mundo de la costa caribe colombiana le podía servir para edificar su narrativa. Tal como admitió el autor Walter Dean Myers, al hablar acerca de su estremecedora lectura del cuento de James Baldwin Sonny’s Blues: “Esa historia me dio un permiso que yo ni siquiera sabía que necesitaba, el permiso de escribir acerca de mi propio paisaje, mi propio mapa”. Y así ha sucedido con muchos otros autores: necesitan un permiso que desconocen para convertir su propia realidad en obra literaria.
Insisto: es entendible. ¿Cómo puede ser, se pregunta el joven narrador, que mi mundillo personal e intrascendente, cotidiano y lleno de pequeñeces, sirva de material artístico? ¿Y más si se compara con los mundos fascinantes, atiborrados de aventuras conmovedoras y episodios admirables de la condición humana, que se encuentran en las páginas de las grandes obras maestras? En ese sentido, ayuda mucho comprender un secreto que, tarde o temprano, todo autor llega a intuir en algún momento de su vida: que uno tiene acceso a una historia singular: la propia. Nadie más la puede contar porque nadie más la ha vivido. Es personal y única, y, si se llega a escribir con maestría, quizás trascenderá. Entonces todas esas vivencias anodinas, que parecían triviales e insignificantes, ahora quedan redimidas por el arte.