Siempre pasa lo misno:no es raro que
un autor, al inicio de su carrera, decida escribir sobre temas y
escenarios que tienen poco que ver con su experiencia personal
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¿Cómo puede ser, se pregunta el joven narrador, que mi mundillo personal
e intrascendente, cotidiano y lleno de pequeñeces, sirva de material
artístico?./elespectador.com |
Es entendible: antes de ser escritor la persona seguramente ha sido
lectora, y si tiene buen gusto y una sensibilidad innata, más cierta
dosis de olfato literario, habrá leído a los grandes. Y ante semejantes
historias, los mundos deslumbrantes de un Dumas, un Dickens, un
Shakespeare, un Dante, un Cervantes o un Faulkner, el mundo real y
cotidiano del escritor en ciernes le parecerá poca cosa en comparación, y
tardará años en comprender que sus propias vivencias son material
válido para construir una obra de arte.
Como digo, no es raro que
esto suceda. Es normal que el escritor al comienzo no reconozca su
propio mundo como válido, digno de ser contado a través de su escritura.
Así lo confesó Borges al hablar de sus primeros tanteos literarios:
“Empecé, como lo hacen todos los jóvenes, disfrazándome”. Es decir:
ocultando su realidad, escribiendo sobre temas que le parecían
apropiados y de interés para otros, pero que tenían poco que ver con su
auténtica realidad. Así les pasó a varios de los grandes, incluyendo a
Flaubert, cuya primera obra, La tentación de San Antonio, giraba en
torno al famoso tema religioso, la tentación que padeció el monje
cristiano nacido en Egipto, Antón Abad, considerado el fundador del
movimiento eremítico. Lo cierto es que pasaron años antes de que
Flaubert entendiera que, por el contrario, la vida anodina y
pequeñoburguesa que él había experimentado en carne propia podía ser
también material artístico, y así lo hizo, de manera magistral, con
Madame Bovary, publicado en 1857.
Algo similar le pasó a García
Márquez, cuyos primeros cuentos, los que luego serían recogidos bajo el
título Ojos de perro azul, de corte urbano y onírico, trataban sobre
temas más afines a Kafka, y sólo años después, al leer a Faulkner, es
que nuestro premio Nobel vislumbró que su mundo de la costa caribe
colombiana le podía servir para edificar su narrativa. Tal como admitió
el autor Walter Dean Myers, al hablar acerca de su estremecedora lectura
del cuento de James Baldwin Sonny’s Blues: “Esa historia me dio un
permiso que yo ni siquiera sabía que necesitaba, el permiso de escribir
acerca de mi propio paisaje, mi propio mapa”. Y así ha sucedido con
muchos otros autores: necesitan un permiso que desconocen para convertir
su propia realidad en obra literaria.
Insisto: es entendible.
¿Cómo puede ser, se pregunta el joven narrador, que mi mundillo personal
e intrascendente, cotidiano y lleno de pequeñeces, sirva de material
artístico? ¿Y más si se compara con los mundos fascinantes, atiborrados
de aventuras conmovedoras y episodios admirables de la condición humana,
que se encuentran en las páginas de las grandes obras maestras? En ese
sentido, ayuda mucho comprender un secreto que, tarde o temprano, todo
autor llega a intuir en algún momento de su vida: que uno tiene acceso a
una historia singular: la propia. Nadie más la puede contar porque
nadie más la ha vivido. Es personal y única, y, si se llega a escribir
con maestría, quizás trascenderá. Entonces todas esas vivencias
anodinas, que parecían triviales e insignificantes, ahora quedan
redimidas por el arte.