Ni antes ni después, ninguna pareja literaria se codeó con las
estrellas como ellos. Tampoco ninguna se despeñaría tan estrepitosamente
a la vista de todos. Zelda Sayre y Francis Scott Fitzgerald pasaron del
cielo al infierno sin estaciones intermedias. Se amaron mucho y
parecieron detestarse aún más, aunque entre sus días de rencor se
colaban rayos de ternura y nostalgia. Se bebieron los felices años
veinte en todos los sentidos, y acabaron roídos por mezquindades,
penurias, adicciones y enfermedades, el signo de los tiempos que
arrancaron con el crashde 1929 y desembocaron en la hecatombe mundial de 1940.
Cuando al novelista le preguntaron en una entrevista en 1936 qué
había sido de los protagonistas de la generación que amó por igual al jazz y a la ginebra,
respondió: “Algunos se hicieron especuladores y saltaron por la
ventana. Otros se convirtieron en banqueros y se pegaron un tiro. Otros
se hicieron periodistas”. Si alguna duda quedaba sobre su estado de
ánimo de entonces —él, un indiscutible de la literatura—, sólo había que
leer el arranque del relato El Crack-Up: “Toda vida es un proceso de demolición”.
Zelda y Scott lo tuvieron todo y todo lo perdieron. Las cartas que se
intercambiaron a lo largo de su vida, publicadas en EE UU en un solo
volumen en 2002 y traducidas al castellano por Ramón Vilà Vernis en la
obra Querido Scott, querida Zelda (Lumen), ayudan a entender
ese proceso de derrumbamiento. Ayudan pero no despejan la incógnita
mayor, la misma que se planteaba Zelda en el otoño de 1930: “Me pregunto
por qué no hemos sido nunca demasiado felices y por qué ha sucedido
todo esto”.
El cuento había empezado en 1918 en un baile en un club de campo de
Alabama, donde coincidieron Zelda, hija del juez Sayre criada con un
margen de libertad artístico impropio en jóvenes sureñas, y el alférez
Francis Scott Fitzgerald, que aguardaba en Fort Sheridan la orden para
combatir en la Gran Guerra. Eran atractivos, ingeniosos, inteligentes:
dos luminarias condenadas a atraerse. El 3 de abril de 1920 se casaron
en Nueva York, en plena apoteosis erótica y literaria. La tirada inicial
de la primera novela de Scott, A este lado del paraíso, se
había agotado en tres días. El escritor se había convertido en alguien
célebre. Su pareja pronto lo haría también, como la acompañante perfecta
de correrías. Nueva York era una fiesta.
Y cuando dejó de serlo se fueron a Europa, más barata, a intentar
continuarla. Su primera estancia en Italia y Francia desagradó al
escritor: “Que el diablo se lleve al continente europeo. Su interés es
meramente arqueológico”. En 1921 nació Frances Scott Fitzgerald, su única hija.
También echa a andar —y ya no parará— el carrusel económico y
sentimental. Gastan más de lo que ingresan, se pelean más de lo que se
divierten. Cuando regresan a Europa, Zelda se obsesiona con la danza y
tiene una aventura con el aviador francés Edouard Jozan. “Supe que había
pasado algo que nunca podría repararse”, escribió Scott.
Aquellos días acabarían novelados en Suave es la noche por Scott y Resérvame el vals por Zelda.
El escritor se indignó al descubrir que su esposa había utilizado el
mismo material literario —sus propias vidas— en su primera novela. Hasta
entonces él había dispuesto libremente de sus biografías y de
fragmentos de cartas y diarios de Zelda, lo que alimentó la teoría de
que se había apropiado de su talento. Hemingway, por el contrario,
afirma que ella estaba “celosa del trabajo de Scott”. Eleanor Lanahan,
nieta de ambos, no lo cree así en ningún caso: “Un rasgo admirable de
mis abuelos era su infinita capacidad de perdonar”. Scott ayudó a
revisar el manuscrito, aunque Zelda suprimió los párrafos que le exigió.
En 1930, Zelda sufrió una crisis que provocó su primera
hospitalización. Poco después se le diagnosticó una esquizofrenia, que
la llevaría por distintos centros y tratamientos a veces disparatados.
Scott logró salvar de la demolición de su alcoholismo nuevos destellos
de talento y, al final de su vida, alcanzó cierto sosiego junto a
Sheilah Graham. Falleció en 1940, escuchando un partido de fútbol por la
radio. Zelda tuvo un final más horrendo: murió calcinada en 1948 en un
incendio en el hospital Highland, en Carolina del Norte. En 1975 los
restos de ambos se enterraron juntos. En su lápida se lee el final de El gran Gatsby: “Y así seguimos empujando, botes que reman contra la corriente, atraídos incesantemente hacia el pasado”.
Apuntes biográficos
Francis Scott Fitzgerald (Saint Paul, Minessota, 1896) fue un precoz triunfador. Su primera novela, A este lado del paraíso (1920), se convirtió en un inesperado éxito. Su talento se corroboró con obras como El gran Gatsby o Suave es la noche y sus relatos (aunque abjurase de ellos). Murió de un ataque al corazón en 1940.
Zelda Sayre (Montgomery, Alabama, 1900) escribió una novela autobiográfica, Resérvame el vals,
y cuentos. Sus cartas revelan un notable talento literario. Fue una
bailarina frustrada, que dejó el ballet joven y lo retomó mayor.
Falleció en 1948 en el incendio del hospital de Carolina del Norte,
donde vivía internada.