Cuando el autor de La metamorfosis
falleció había dejado encomendado a su mejor amigo que quemara todos
sus manuscritos. Gracias a que Max Brod no cumplió su palabra, la obra
en alemán del escritor judío de Praga Franz Kafka (1883-1924) pudo dejar su sello en la literatura universal con textos como El proceso o Carta al padre.La
justicia israelí parece haber completado la misión de Brod 91 años
después al dictaminar que sus manuscritos, en manos hasta ahora de los
herederos de la secretaria del amigo y albacea, deben ser entregados a
la Biblioteca Nacional de Israel para que puedan ser consultados por los
investigadores y el público en general.
El Tribunal del Distrito de Tel Aviv ha ratificado esta semana el
fallo de un tribunal inferior en 2012 favorable a la Biblioteca
Nacional. Al desestimar el recurso de los titulares privados de los
archivos —con duras palabras sobre su “conducta criminal”— la justicia
cierra un largo y complejo pleito que hace honor a una de las novelas
más conocidas del escritor.
Nacido bajo el Imperio Austro-Húngaro en la capital de la actual
República Checa, Kafka apenas publicó un puñado de relatos durante su
corta vida, marcada por las tribulaciones familiares y las enfermedades.
Su amigo Brod se ocupó de buscarle a su pesar un lugar en la historia
de la cultura mundial, pero tuvo que huir de Praga tras la invasión de
la Alemania nazi en 1939.
El albacea del escritor judío acabó su peripecia en la Palestina bajo
administración británica, adonde llevó consigo todos los manuscritos de
Kafka. A su muerte en Israel en 1968, Brod legó todos sus papeles,
incluidos los del autor de El castillo a su secretaria
personal, Esther Hoffe, con la obligación de que los entregara a un
archivo público: “La Universidad Hebrea de Jerusalén, la Biblioteca
Municipal de Tel Aviv u otra institución similar en Israel o en el
exterior”. Pero Esther y su hermana Ruth empezaron a gestionar entonces
el legado provisional de documentos como una colección privada.
Hoffe tampoco cumplió con la voluntad póstuma y se dedicó a subastar
manuscritos y documentos al mejor postor para conseguir elevadas sumas,
que se cifran en millones de dólares. Muchas de las decenas de miles de
páginas que recibió en custodia acabaron en manos del Archivo de
Literatura Alemana, situado en la localidad de Marbach. El resto de los
documentos se ocultaron de la vista del público en 10 cajas de seguridad
situadas en bancos de Tel Aviv y Zúrich, así como en los muros de la
casa de la secretaria.
A su muerte en 2007, Esther Hoffe legó los manuscritos y cartas a sus
dos hijas. Fue entonces cuando la Biblioteca Nacional, amparada por el
Gobierno de Israel, y las herederas hermanas Hoffe, apoyadas por el
Archivo de Literatura Alemana iniciaron el complicado pleito que acaba
de cerrarse.