lunes, 3 de marzo de 2014

El terror que no muere

A cien años de que empezara a publicarse en folletín, El gólem, de Gustav Meyrink, vuelve a ser traducido al español en una edición crítica

El gólem, el terror que no muere reeditado./revista Ñ.
A un siglo de su publicación seriada en la revista Die weissen Blätter [Las páginas blancas], muy exitosa pese –o acaso gracias– a la Gran Guerra, que acababa de estallar, El gólem de Gustav Meyrink sigue siendo la novela fantástica en lengua alemana y del siglo XX por antonomasia. Borges la leyó a poco de ser publicada, mientras estudiaba en Suiza, y la exaltó al punto de consignarla entre sus textos favoritos. Sus continuas reediciones y traducciones, sumadas a las diversas adaptaciones en otros soportes y lenguajes (desde la célebre versión cinematográfica muda de Paul Wegener en 1920, retomada por el francés Julien Duvivier en 1936), hacen de la obra un verdadero clásico, que además permite reactivar la sombría leyenda judía en la que muy libremente se inspira. ¿Quién fue el autor de este raro libro y cuáles son las razones de una vigencia que podemos constatar con sólo hojear ésta, la quinta o sexta –y la más notable– edición española?
Empecemos por un detalle histórico no menor: nada había en el texto original ni en su responsable que anunciaran algo así como una consagración literaria. De la novela, estructurada en base a peregrinas referencias al tarot y la cábala, no sería peyorativo señalar que se trata de un cúmulo de visiones y bizarrerías de sintaxis poco ortodoxa, hilvanadas en veinte capítulos de conexión por momentos escasa (claro efecto de que fueron redactados a lo largo de varios años y llegaron a circular incluso como episodios sueltos). La trama tiene poco que ver con la historia de aquel rabino del gueto de Praga que, cual doctor Frankenstein avant la lettre , creó un hombre artificial mediante un artilugio cabalístico y luego debió destruirlo para evitar que la criatura causara estragos. Aquí se trata, más bien, de una portentosa transposición de identidad cuyo truco se revela sólo al final, de modo folletinesco, y que opera como pretexto para describir pesadillas y concatenar fantasmagorías a las que el lector debe rendirse, resignándose a no comprender del todo. Relacionar fuertemente a este libro con la cultura judía o con la estética expresionista es un gesto bastante común en la historia literaria, pero que surge de un cierto malentendido; la categoría correcta donde incluirlo es la del género fantástico, tan fecundo en el mundo germánico (con los románticos a la cabeza). Pero eso sí, un fantástico con los tics modernistas propios de su contexto de producción, como por ejemplo la experimentación con el narrador.
Y del vienés Gustav Meyrink (1868-1932), por su parte, podría repetirse aquella trillada caracterización de que parecía más un personaje de sus propios relatos que un ser de carne y hueso. Hijo ilegítimo de un funcionario y una actriz, empresario advenedizo, suicida frustrado y, finalmente, supremo sacerdote de las ciencias ocultas, fue ante todo un digno hijo de su ciudad y su tiempo: un bon vivant dotado para la conversación y un conspicuo habitante de la vida nocturna, capaz de seducir por igual a muchachas, socios y acólitos. Tras pasar de los negocios bancarios a los editoriales, el señor Gustav Meyer cambió también su apellido, se mudó de Praga a su Viena natal, e inició una incipiente carrera contribuyendo con artículos para revistas y llegando a dirigirlas él mismo, hasta que con El gólem se consolidó como una figura de renombre y vivió las últimas dos décadas de su vida como escritor y teórico del espiritismo (práctica a la que procuró insuflarle seriedad y consecuencia). Sus narraciones posteriores confirmarían su senda autoral, entre la ficción y el esoterismo, aunque sin opacar el primer éxito: cuentos como “El cardenal Napellus” [publicado aquí en la colección La Biblioteca de Babel, dirigida por Borges para Ediciones Librería La Ciudad] y “Murciélagos”, novelas como El rostro verde , La noche de Walpurgis , El dominico blanco , y El ángel de la ventana oeste , le granjearían la fama de ser un digno sucesor de E. T. A. Hoffmann, lo que no es poco. Y así como en su Gólem leemos que “El que ha sido despertado ya no puede morir”, Meyrink enfrentó su hora postrera con la convicción de que accedería a una nueva vida de ultratumba, ahora en calidad de espíritu volátil. Su esposa, curiosamente, confirmó el diagnóstico en el lecho de muerte (que por ende debemos considerar una mera estación de tránsito).
Como remate, recordemos que si este libro es importante en el ámbito germano parlante, lo es más aún en el mundo hispánico. Rafael Argullol lo encumbró para España y, como dijimos, resultó crucial para la poética personal de Borges: la cábala, e incluso el judaísmo en general. Como siempre, Borges había accedido a un mundo cultural complejo e intrincado por obra de la emoción estética, y permaneció interesado en él gracias a ese hechizo juvenil, que cifraba, en su opinión, una combinación rara vez afortunada en la prosa de largo aliento: el registro onírico y la fluidez de la lectura. El lector de habla hispana tiene una nueva oportunidad de saborear esa alquimia, entonces, con una bella edición que sorprende por el esmerado aparato crítico con que acompaña al texto, un gesto infrecuente cuando se trata de productos tildados de “populares”.