A cien años de que empezara a publicarse en folletín, El gólem, de Gustav Meyrink, vuelve a ser traducido al español en una edición crítica
El gólem, el terror que no muere reeditado./revista Ñ. |
A un siglo de su publicación seriada en la revista Die weissen
Blätter [Las páginas blancas], muy exitosa pese –o acaso gracias– a la
Gran Guerra, que acababa de estallar, El gólem de Gustav Meyrink
sigue siendo la novela fantástica en lengua alemana y del siglo XX por
antonomasia. Borges la leyó a poco de ser publicada, mientras estudiaba
en Suiza, y la exaltó al punto de consignarla entre sus textos
favoritos. Sus continuas reediciones y traducciones, sumadas a las
diversas adaptaciones en otros soportes y lenguajes (desde la célebre
versión cinematográfica muda de Paul Wegener en 1920, retomada por el
francés Julien Duvivier en 1936), hacen de la obra un verdadero clásico,
que además permite reactivar la sombría leyenda judía en la que muy
libremente se inspira. ¿Quién fue el autor de este raro libro y cuáles
son las razones de una vigencia que podemos constatar con sólo hojear
ésta, la quinta o sexta –y la más notable– edición española?
Empecemos
por un detalle histórico no menor: nada había en el texto original ni
en su responsable que anunciaran algo así como una consagración
literaria. De la novela, estructurada en base a peregrinas referencias
al tarot y la cábala, no sería peyorativo señalar que se trata de un
cúmulo de visiones y bizarrerías de sintaxis poco ortodoxa, hilvanadas
en veinte capítulos de conexión por momentos escasa (claro efecto de que
fueron redactados a lo largo de varios años y llegaron a circular
incluso como episodios sueltos). La trama tiene poco que ver con la
historia de aquel rabino del gueto de Praga que, cual doctor
Frankenstein avant la lettre , creó un hombre artificial mediante
un artilugio cabalístico y luego debió destruirlo para evitar que la
criatura causara estragos. Aquí se trata, más bien, de una portentosa
transposición de identidad cuyo truco se revela sólo al final, de modo
folletinesco, y que opera como pretexto para describir pesadillas y
concatenar fantasmagorías a las que el lector debe rendirse,
resignándose a no comprender del todo. Relacionar fuertemente a este
libro con la cultura judía o con la estética expresionista es un gesto
bastante común en la historia literaria, pero que surge de un cierto
malentendido; la categoría correcta donde incluirlo es la del género
fantástico, tan fecundo en el mundo germánico (con los románticos a la
cabeza). Pero eso sí, un fantástico con los tics modernistas propios de
su contexto de producción, como por ejemplo la experimentación con el
narrador.
Y del vienés Gustav Meyrink (1868-1932), por su parte,
podría repetirse aquella trillada caracterización de que parecía más un
personaje de sus propios relatos que un ser de carne y hueso. Hijo
ilegítimo de un funcionario y una actriz, empresario advenedizo, suicida
frustrado y, finalmente, supremo sacerdote de las ciencias ocultas, fue
ante todo un digno hijo de su ciudad y su tiempo: un bon vivant
dotado para la conversación y un conspicuo habitante de la vida
nocturna, capaz de seducir por igual a muchachas, socios y acólitos.
Tras pasar de los negocios bancarios a los editoriales, el señor Gustav
Meyer cambió también su apellido, se mudó de Praga a su Viena natal, e
inició una incipiente carrera contribuyendo con artículos para revistas y
llegando a dirigirlas él mismo, hasta que con El gólem se
consolidó como una figura de renombre y vivió las últimas dos décadas de
su vida como escritor y teórico del espiritismo (práctica a la que
procuró insuflarle seriedad y consecuencia). Sus narraciones posteriores
confirmarían su senda autoral, entre la ficción y el esoterismo, aunque
sin opacar el primer éxito: cuentos como “El cardenal Napellus”
[publicado aquí en la colección La Biblioteca de Babel, dirigida por
Borges para Ediciones Librería La Ciudad] y “Murciélagos”, novelas como El rostro verde , La noche de Walpurgis , El dominico blanco , y El ángel de la ventana oeste , le granjearían la fama de ser un digno sucesor de E. T. A. Hoffmann, lo que no es poco. Y así como en su Gólem
leemos que “El que ha sido despertado ya no puede morir”, Meyrink
enfrentó su hora postrera con la convicción de que accedería a una nueva
vida de ultratumba, ahora en calidad de espíritu volátil. Su esposa,
curiosamente, confirmó el diagnóstico en el lecho de muerte (que por
ende debemos considerar una mera estación de tránsito).
Como
remate, recordemos que si este libro es importante en el ámbito germano
parlante, lo es más aún en el mundo hispánico. Rafael Argullol lo
encumbró para España y, como dijimos, resultó crucial para la poética
personal de Borges: la cábala, e incluso el judaísmo en general. Como
siempre, Borges había accedido a un mundo cultural complejo e intrincado
por obra de la emoción estética, y permaneció interesado en él gracias a
ese hechizo juvenil, que cifraba, en su opinión, una combinación rara
vez afortunada en la prosa de largo aliento: el registro onírico y la
fluidez de la lectura. El lector de habla hispana tiene una nueva
oportunidad de saborear esa alquimia, entonces, con una bella edición
que sorprende por el esmerado aparato crítico con que acompaña al texto,
un gesto infrecuente cuando se trata de productos tildados de
“populares”.