Desde hace trescientos años, limpia, fija y da esplendor a nuestro idioma, como afirma su lema. Este es un recorrido por las tareas de quienes deciden qué términos merecen entrar en el Diccionario
El salón de plenos de la RAE. /Ana Nance./elpais.com |
Cuarenta y seis estoicos sillones –coronados con las letras del
alfabeto– custodian un gran óvalo cubierto por un mantel verde. Gruesos
diccionarios y manuales –bien encuadernados– comparten sin problema el
desnivel de la mesa. Del techo desciende una lámpara –también ovalada–
para esparcir su luz grumosa –amarillenta– sobre unas carpetas blancas.
No hay ventanas. De las altas paredes cuelgan retratos –oscuros– de
señores con peluca blanca y barroca vestimenta. Es jueves por la tarde y
falta poco para que una sucesión de pasos firmes hagan rechinar el
suelo de este amplio e histórico salón.
Será a las siete y media –en punto– cuando la censora del pleno –se
llama censora– toque una campanilla dorada –tilín, tilín– y marque así
el inicio de la sesión. Entonces, más de una veintena de académicos que
han venido hoy –muy bien trajeados, como siempre– ocuparán cualquier
sitio en torno a la mesa y escucharán –en pie, con respeto, como desde
hace 300 años– una oración en latín leída por el director –amén–. Luego,
cuando todos estén sentados, el secretario leerá el acta con los
acuerdos de la sesión anterior. Darán el visto bueno y quedará aprobada.
Enseguida, el secretario dará cuenta de las noticias que atañen a la
institución –un premio para alguno de sus miembros, los despachos que
envían las academias americanas–, y la siguiente parte comenzará con una
palabra mágica: libros. Los creadores e investigadores que hayan
publicado en los últimos días alguna obra se levantarán de sus asientos
para entregársela –dedicada a la docta casa– al director.
La parte medular de la sesión se abrirá con otra palabra: papeletas.
Los académicos levantarán la mano para sugerir el estudio de una nueva
palabra o acepción con el objetivo de incluirla en el Diccionario. Dirán
sus opiniones y observaciones de fondo y forma, cada uno desde la
disciplina a la que pertenece. Citarán ejemplos de obras literarias, del
uso que el vocablo ha tenido en otras épocas o en otros países, de su
raíz lingüística. Exclamarán, acotarán, precisarán y, entre todos,
parecerán darse un festín como si atendieran las instrucciones del poema
de Octavio Paz:
“Dales la vuelta, / cógelas del rabo (chillen, putas), / azótalas, /
dales azúcar en la boca a las rejegas, / ínflalas, globos, pínchalas, /
sórbeles sangre y tuétanos, / sécalas, / cápalas, / písalas, / gallo
galante, / tuérceles el gaznate, cocinero, / desplúmalas, / destrípalas,
toro, / buey, arrástralas, / hazlas, poeta, / haz que se traguen todas
sus palabras”.Poca energía les quedará al final para el momento de
ruegos y preguntas. Tampoco tendrán mucho tiempo, porque, a las ocho y
media –en punto–, la censora volverá a tocar la campanilla dorada
–tilín, tilín– y marcará así el fin de la sesión. Y todos, de nuevo,
escucharán –en pie, con respeto, como desde hace 300 años– una oración
en latín leída por el director –amén–.
Todo en la casa de las palabras transpira formalidad,
solemnidad y elegancia. A unos pasos del Museo del Prado, en el
madrileño barrio de Los Jerónimos, el edificio fue inaugurado en 1894,
cuando la Real Academia Española (RAE) tenía ya 181 años de existencia. Pero la primera sede la institución fue la propia casa de su fundador, Juan Manuel Fernández Pacheco,
que, entre otros títulos nobiliarios, era marqués de Villena y fue
quien en la segunda mitad del siglo XVII le dio vueltas a una idea: si
Francia e Italia contaban con un grupo de sabios que velaban por la
integridad de sus lenguas, ¿a qué esperaba España para tener una
corporación similar?
La RAE celebró su primera cesión el 3 de agosto 1713, con el
propósito de “fijar las voces y los vocablos de la lengua castellana en
su mayor propiedad, elegancia y pureza”. Y poco más de un año después,
el 3 de octubre de 1714, el rey Felipe V
la colocó bajo su “amparo y real protección”. Su misión principal –la
misma de ahora– fue elaborar un diccionario. El primero de sus seis
tomos se publicó en 1726 y se llamó Diccionario de autoridades,
porque las definiciones de las palabras citaban ejemplos extraídos de
las obras de grandes escritores. Pronto, las nacientes repúblicas
latinoamericanas establecieron academias correspondientes a la española
y, con ello, la lengua se consolidó como la “patria común” del mundo
hispano.
José Manuel Blecua
es, desde hace más de dos años, el director número 29 de la RAE. Su
amplio y silencioso despacho –en uno de los costados de la casa– lo
preside el retrato de su maestro y colega Rafael Lapesa (1908-2001),
filólogo e historiador valenciano. Sentado en un sofá de piel, Blecua no
tiene ningún reparo en reconocer que, a lo largo de su historia, la
Academia “ha tenido épocas en las que ha descuidado sus obras. Por
ejemplo, pasaron cincuenta años sin actualizar la Gramática. La más
reciente también tardó mucho, desde 1973 que salió el esbozo, hasta 2009
que se publicó. Falta que todas las obras estén armonizadas, que el
Diccionario, la Ortografía y la Gramática vayan de la mano”.
No es ningún secreto –tampoco– que el Diccionario ha sido siempre una
fuente de controversia: ¿el español peninsular está por encima del
empleado en el resto de los países hispanohablantes? ¿Por qué incluye
esta palabra y no aquella? ¿Por qué se le define de una manera y no de
otra? ¿No debería ser más “políticamente correcto”? “Con frecuencia se
solicita, y a veces de manera apremiante, que sean borrados del
Diccionario términos o acepciones que resultan hirientes para la
sensibilidad social de nuestro tiempo. La Academia ha procurado
eliminar, en efecto, referencias inoportunas a raza y sexo, pero sin
ocultar arbitrariamente los usos reales de la lengua”, aclara la
institución en el preámbulo de la obra.
Villanueva: “No soy profeta, pero no creo que la nueva edición del diccionario sea la última en papel”
Blecua –filólogo zaragozano de 1939, experto en fonética y fonología–
sostiene que la relación con el otro lado del Atlántico es cada vez más
estrecha. “Tenemos proyectos conjuntos que funcionan bien, como la
actualización del Diccionario de americanismos”. Pero esa colaboración,
dice, se consolidó con la realización del Congreso Internacional de la Lengua Española.
“El número cero fue en Sevilla, en el marco de la Expo 92. Ahí
decidimos montar el primero en México. Fue en 1997, en la ciudad de
Zacatecas. Este año haremos el sexto, en Panamá. El objetivo principal
de estos eventos es dar seguridad a los hablantes. Que se den cuenta de
que su lengua es muy importante, que hay más de mil medios de
comunicación que la están utilizando todos los días, que los escritores y
los políticos se reúnen para reflexionar y discutir en una dimensión
americana. Porque el español sin América no es nada”.
Fue en aquel congreso de Zacatecas cuando el escritor Gabriel García Márquez
se atrevió a proponer –en un encendido discurso– que la ortografía
debería “jubilarse.” Tres años después de este exhorto, la Academia
llevó a cabo una reforma ortográfica. Y una más en 2010: la i griega,
desde entonces, es también la ye; solo y guion ya no llevan tilde…
“Siempre ha habido cambios, pero es verdad que esta última ha tenido
mucha resonancia. Esperemos que poco a poco se reacomode todo y que,
sobre todo, no afecte a la educación. Porque la ortografía tiene una
función muy importante en la tarea docente”, señala José Manuel Blecua.
Pero, ¿el director ya se acostumbró a estos cambios? “El director nunca
le confesará cómo escribe”, responde con media sonrisa.
Suelen ser hombres. Suelen ser mayores. Pulcros. De
buenas maneras. Ocupan su plaza hasta el día de su muerte. Proceden de
las artes y las ciencias. Hablan con la voz suave de los sabios. Con
puntos y comas. Con subordinadas. Con pedagogía minuciosa. A veces
deletrean. Caminan serenos. Rodeados por el halo de la virtud llegan,
cuando llega la tarde, dispuestos a insertarse en el íntimo engranaje de
La Casa de las Palabras.
Además de participar en la sesión plenaria de los jueves, los 46
académicos trabajan distribuidos en 14 comisiones en donde elaboran
propuestas que luego estudian y aprueban entre todos. Para ser elegidos,
primero es necesario que muera alguno. Entonces, grupos de tres
académicos proponen a alguien, se valoran los méritos de los candidatos y
–en una votación interna y secreta– se elige al ganador, cuyo nombre se
hace público de inmediato. El “académico electo” pasará a ser
“académico de número” y a ocupar el sillón con la letra del alfabeto que
le corresponda –mayúscula o minúscula– el día que –vestido de etiqueta–
lea su discurso de ingreso en el salón de actos de la Casa –ante los
dioses de la poesía y la elocuencia– y el director le imponga una
medalla con el escudo de la Academia. Después le asignarán un perchero
–con su nombre– en la entrada del salón de plenos, cuya posición irá
cambiando conforme mueran sus compañeros.
En 300 años de historia han desfilado por los sillones del pleno
filólogos, escritores, lingüistas, historiadores, filósofos, psicólogos,
arquitectos, abogados, médicos, químicos y economistas. Fue en 1978
cuando se eligió por primera vez a una mujer como académica: la
escritora Carmen Conde (1907-1996). Hoy hay seis, pero a una de ellas –Carme Riera– le falta pronunciar su discurso de ingreso.
Estas damas y caballeros del buen decir acuden –con sus ojos mínimos,
con sus gafas de aumento– a la biblioteca de la Casa para consultar
algunos de sus 250.000 volúmenes. Rosa Arbolí es la bibliotecaria –desde
hace una década– y cuenta que “los académicos suelen revisar los fondos
de filología y de crítica literaria. Piden obras literarias antiguas o
que han extraviado en sus bibliotecas, que a veces tienen, pero no saben
dónde”. En la denominada biblioteca de Académicos –35.000 libros–
conservan los seis tomos del primer Diccionario –dedicado al Rey Felipe
V, “que Dios guarde”– publicado por la RAE. Encuadernados en tono
marrón, sus cientos de páginas de papel italiano “se conservan
estupendamente”.
Unos metros más allá, los cuatro tomos de El Quijote compuestos por
el impresor Joaquín Ibarra en 1780 conviven con los 21 volúmenes de la
Enciclopedia francesa de 1752. Hay, además, más de 2.000 manuscritos de
autores como Félix López de Vega o Pablo Neruda. En la biblioteca Antonio Rodríguez Moñino
está la colección de estampas y dibujos privada más importante que
existe en España, entre ellos el Libro de suerte, en el que se echaba el
dado para predecir el futuro, prohibido por la Inquisición. “En la
biblioteca Dámaso Alonso
está toda la correspondencia de este escritor con los poetas de la
Generación del 27 y los exiliados republicanos”, comenta con orgullo
Rosa Arbolí.
Palabras llegan y llegan nuevas acepciones. Se transforman. Como si su vida fuera mágica. Dice Darío Villanueva
–secretario de la RAE– que los académicos revisan constantemente el
Diccionario y desde 2001 lo han actualizado cinco veces en la Red.
“Porque, a veces, el significado de una palabra ya no corresponde al
contexto actual. Si percibimos que una palabra no está, esperamos un
periodo de al menos cinco años para evitar que entre alguna que haya
obedecido a una moda”, señala. Además de la exposición La lengua y la
palabra, que se abrirá al público el próximo otoño en la Biblioteca
Nacional, y de la digitalización de todas las actas de sus sesiones, la
Academia celebrará sus 300 años de existencia con la publicación –en
2014– de la nueva edición en papel del Diccionario.
En sus páginas podremos encontrar términos como tableta, tuit, sms,
prima de riesgo, deuda soberana, empatizar, gayumbos, portamisiles,
sushi, chat, friki y red social. “Estamos preparando un simposio sobre
los diccionarios en la era digital porque ahora es muy lógico pensar
cuál es el futuro del Diccionario como libro. Hoy podemos hacer un
diccionario hipertextual con varias conexiones. No soy profeta, pero no
creo que esta nueva edición sea la última en papel.Aunque es verdad que
partir de esta edición se va a potenciar el uso de la versión digital”,
detalla Villanueva.
Ante la irrupción de las nuevas tecnologías y su particular forma de
usar la lengua, ¿se alterará su escritura? El director José Manuel
Blecua opina que hoy sucede lo mismo que cuando apareció el telégrafo.
“Se pensaba que el telégrafo iba a modificar la sintaxis. Pero la
sintaxis del telegrama no modificó la sintaxis de la lengua. Fue un
temor totalmente infundado. Y hoy está pasando lo mismo con la escritura
en las redes sociales”.
El presupuesto de La Casa de las Palabras –que “limpia, fija y da
esplendor”–, explica su director, “tiene tres orígenes: el estatal, del
Ministerio de Educación, que en estos momentos es de 1,9 millones de
euros. Otra parte procede de los derechos de las obras de la Academia. Y
una más procede de los patrocinios de empresas. Tenemos la Fundación
Pro-RAE, con personas de la sociedad civil que nos dan 100 euros al año.
Hay empresarios que dan más… Son tiempos difíciles. Tenemos unos gastos
de 7,6 millones de euros al año”.
Mientras Blecua enseña la sala de Pastas, donde los académicos
departen relajados durante alguno de sus descansos, mira los retratos de
los directores que la Academia ha tenido a lo largo del siglo XX y
enumera los retos que se vislumbran en la institución. “Son de
naturaleza muy distinta. De funcionamiento general, de que la Academia
colabore con empresas en tareas precisas. También queremos publicar,
para 2015, un microdiccionario al estilo del Oxford, con unos 22.000
lemas. Que sea el diccionario básico, por ejemplo, para un estudiante de
español como lengua extranjera. Está el reto de la plataforma de
Internet para el conjunto de nuestras obras. Y lo más importante: la
reestructuración de la formación para enfrentarnos a lo nuevo:
tecnicismos, léxico científico, extranjerismos… un mundo donde la
renovación léxica es constante”.
A unos cinco kilómetros de ahí, en la madrileña calle de Serrano, un edificio flanqueado por 22 banderas iberoamericanas es la sede del Centro de Estudios de la Real Academia Española.
Aquí se realiza –desde 2007– lo que podría denominarse la carpintería
de nuestro idioma. Un grupo de filólogos, lingüistas, lexicógrafos e
informáticos se encargan de estructurar el Diccionario, la Gramática y
la Ortografía de la Lengua Española. Pasan las horas –meticulosos y en
silencio– frente a sus ordenadores. En la segunda planta, sin embargo,
varios despachos están vacíos. “Esperemos que esta planta no dé la
sensación de que estamos arruinados”, ataja José Antonio Pascual,
vicedirector de la Academia y encargado del Nuevo diccionario histórico
de la lengua, “una herramienta fundamental para entender los textos
antiguos”.
Dice Pascual que es la tercera vez que se intenta hacer este
Diccionario. “Tenemos ya un corpus de 52 millones de palabras. Cuando se
terminara, digo terminara a propósito, podría tener unos 170.000 lemas.
Pero solo cuento con tres personas trabajando, ¿cómo se puede avanzar
así? Cualquiera podrá recurrir a él ante la duda sobre la existencia de
una palabra. Pienso, por ejemplo, en ‘veranadero’. Esta palabra aparece
en La pícara Justina para referirse al lugar donde van a
veranear las ovejas. Quienes hicieron el Diccionario de autoridades lo
corrigieron en ‘veranero’. Un editor que ahora quiere volver a publicar
esa novela puede recurrir al Diccionario histórico para tener seguridad.
Además, se pueden buscar los cambios semánticos de las palabras en
diferentes épocas. Por ejemplo, playa. Antes se decía “ribera del mar”.
Luego se intentó introducir el término francés sabre. Incluso, la
palabra catalana platja. Y, al final, quedó playa”.
En este centro también atienden las dudas de los hablantes. Una
soleada mañana de viernes, Elena Hernández interrumpe su jornada de
trabajo para contar que desde hace 15 años, cuando empezó a funcionar el
departamento Español al Día, del que ahora ella es responsable, han
recibido más de 600.000 consultas. “Las más frecuentes son de carácter
ortográfico. Nos preguntan también por el uso de las mayúsculas. O sobre
el femenino de algunas profesiones, como obispo o ingeniero. O el
masculino de oficios que, tradicionalmente, eran de mujeres, como ama de
llaves o comadrona. Además del Diccionario en línea, también tenemos un
canal de consultas en Twitter (@RAEinforma)”.
Esto último les ha aligerado el trabajo a los siete filólogos de este
área, pues desde hace unos meses están “echando un nuevo vistazo” al
Diccionario panhispánico de dudas – publicado en 2005– para
“armonizarlo” con las nuevas ediciones de la Gramática y la Ortografía.
Pero, ya lo saben, la próxima gran publicación de la RAE será la
nueva edición del Diccionario. Veinte lexicógrafos trabajan estos días a
marchas forzadas porque el proceso para incluir nuevas palabras y
acepciones es lento. “Todo esto puede durar, fácilmente, más de un año”,
dice Elena Zamora, directora técnica del Diccionario de la Real
Academia Española (DRAE). La edición se cerrará el próximo mes de julio,
pero Zamora adelanta algunas de las nuevas palabras que aparecerán en
el Diccionario de papel en 2014. “Ya han sido aprobadas palabras como
funambulista, que ahora es muy usada, pero no estaba en la edición de
2001, lo mismo que holliwoodiense. También, serendipia (casualidad
favorable), pvc y neorural”.
Los lexicógrafos documentan aquí el uso de la palabra –en libros y
medios de información, sobre todo–. Después le dan su investigación a
alguna de las comisiones de académicos, y su resolución vuelve a este
centro, desde donde se envía a las academias americanas para que brinden
sus opiniones y precisiones al respecto. Entonces se filtra toda la
información y se remite una propuesta al pleno de la Academia, donde una
tarde de jueves, a las siete y media –en punto–, en torno a la ovalada
mesa del salón de plenos, en medio de la formalidad y la solemnidad
propias de la sesión, se estudiará y se aprobará su inclusión en el
Diccionario.