El juego, las excepciones hechas regla, su compromiso social
Julio Cortázar, y Rayuela, su máximo juego literario./elespectador.com |
Como un juego empezó a descubrir la vida mientras caminaba y brincaba
por las calles de Banfield y se inventaba Rayuelas sobre el asfalto,
uno, dos, uno, dos. Algo tenía que salirse de la lógica de los mayores,
pensaba. Tendría que haber leyes de la excepción, magia, fantasía,
verdad en la mentira, credibilidad en la ficción. Él jugaba, nada más.
“Desde niño todo lo que tuviera vinculación con un laberinto me
resultaba fascinador —explicaría muchos años después—. Creo que eso se
refleja en mucho de lo que llevo escrito. De pequeño fabricaba
laberintos en el jardín de mi casa. Me los proponía”. Su camino hacia la
escuela era un laberinto. Él lo había diseñado, piedra tras piedra,
grieta tras grieta. En una esquina saltaba con un pie para caer un metro
más adelante con los dos. “Si por casualidad no podía hacerlo o me
fallaba el salto, tenía la sensación de que algo andaba mal, de que no
había cumplido con ese ritual. Varios años viví obsesionado por esa
ceremonia, porque era una ceremonia”.
Pasados 40 años, mientras
escribía Rayuela, Julio Florencio Cortázar llegó a pensar que la
titularía Mandala, como el juego sagrado de los hindúes. “Luego me
pareció pedante y recordé que la rayuela es un mandala, sólo que los
niños la juegan sin ninguna intención sagrada”. Rayuela, mandala,
laberinto, juego, fantasía, lo sagrado y lo profano, lo místico, lo
real, el humor —humor negro— y la ingenuidad. La política, sus diversos
rostros, el amor y sus irónicos rostros. Cortázar mezcló la vida, su
vida y la que vio, en sus libros, y sus libros acabaron por parecerse a
su vida. Todo laberinto, todo impredecible. Su primer libro, Presencia,
lo firmó con un pseudónimo, Julio Denis. Con el mismo falso nombre
suscribió un artículo sobre Rimbaud, en 1941, y un relato que llevaba
por título Llama el teléfono, Delia, publicado en El Despertador, de
Chivilcoy, el mismo año. Luego, cuatro años más tarde, firmó La estación
de la mano como Julio A. Cortázar, y pasados algunos meses, escribió un
ensayo sobre la poesía de John Keats bajo el nombre de Julio F.
Cortázar.
Aquellos tiempos, cuando Cortázar aún no era Cortázar,
fueron tiempos de dificultades económicas, de ir de un lado para el otro
y dictar clases. Pasó de Chivilcoy, al sur de la Capital Federal de
Buenos Aires, a Mendoza; de dictar cursos, a hacerse cargo de tres
cátedras de literatura francesa y de Europa septentrional. En una carta
dirigida a su amiga Mercedes Arias, decía: “Creo que aquí estaré bien.
Las clases las principié el miércoles pasado, y puede figurarse la
diferencia que significa dictar seis horas por semana (dos por cátedra) y
no dieciséis. Lo mismo en cuanto al número de alumnos; en tercer año me
encontré con una multitud compuesta por dos señoritas. Luego, el
trabajo universitario es hermoso, ¡por fin puedo yo enseñar lo que me
gusta!”. Cortázar hablaba en aquel entonces, años 40, de la poesía
francesa y su incidencia en las vanguardias del siglo XX, y dictó su
primera charla en Mendoza, sobre Paul Verlaine.
Los diarios
mendocinos, Los Andes y La Libertad, reseñaron la conferencia en sus
páginas culturales. “Cortázar comenzó señalando la imposibilidad de
comunicar las características esenciales de una poesía, por cuanto sus
esencias son de orden personal y en modo alguno comunicables con otro
lenguaje que no sea el de la poesía”, decía una de las notas. Medio
irónico, y muy en serio, Cortázar criticó que su exposición hubiera sido
juzgada como “difícil”, y le preguntó a Lucienne C. de Duprat, la
esposa de su gran amigo por entonces, Sergio Sergi, “¿cree usted
sinceramente que en un medio universitario puede haber dificultades para
alcanzar las simples, hasta vulgares ideas que allí se expresan?”.
Sergi era artista plástico, grabador, e influyó en varios de los
conceptos de Cortázar. Incluso, le escribió un poema, Un goulash para el
oso, que se iniciaba con un verso que decía “receta del goulash, tómese
un pedazo de estrella y una / ortiga”.
Sergi había combatido en
la Primera Guerra Mundial con el ejército austríaco. “En 1915 estuve en
el frente, pero no maté a nadie y nadie quiso matarme a mí”, diría, y
confesaría que “la única valentía que tengo es la de confesar mi
cobardía, que es la condición biológica del hombre normal”. Dentro de
sus juegos, de nuevo irónico, pero veraz, y varios años después,
Cortázar le escribió una carta en la que le aclaraba: “Por otra parte
presumo que usted guarda cuidadosamente todas mis cartas, ya que en el
futuro habrán de publicarse en suntuosas ediciones y usted se
beneficiará con menciones como ésta: ‘El coronel Osokovsky, cuya
fotografía no aparece aquí, fue uno de los corresponsales más fieles del
gran cuentista J.C.’. Ya ve su conveniencia de guardar mis cartas. Por
otra parte, si usted me manda todos su grabados, yo me ofrezco a
guardarlos celosamente, para retribuirle la atención”.
Cuando Juan
Domingo Perón llegó a la presidencia, Cortázar renunció a sus cátedras
en la Universidad de Cuyo, Mendoza. No quería hacer parte del peronismo.
Luego, muy luego, aclaró en una entrevista que él había confundido el
fenómeno del peronismo, y por aversión a sus nombres, sus sujetos, había
ignorado “que con Perón se había creado la primera gran convulsión, la
primera gran sacudida de masas en el país; había empezado una nueva
historia argentina. Esto es hoy clarísimo, pero entonces no supimos
verlo”. En el 46 retornó a Buenos Aires y trabajó en la Cámara del
Libro. Vivía solo, convencido de ser “un solterón irreductible, amigo de
muy poca gente, melómano, lector a jornada completa, enamorado del
cine, burguesito ciego a todo lo que pasaba más allá de la esfera de lo
estético, traductor nacional”. Su obra evolucionaría, desde allí, hacia
el compromiso social y las revoluciones de Cuba y de Nicaragua, y hacia
las Revoluciones.
“La verdadera cara de los ángeles / es que hay
napalm y hay niebla y hay tortura. / La cara verdadera / es el zapato
entre la mierda, el lunes de mañana, / el diario”. En los 60, Cortázar
escribía ya a favor del negro y el cholo y en contra del franco, que era
Franco y eran todos los fascistas que en el mundo hubieran sido y
fueran, pero aún le quedaba la lucha. “Digamos que mis decisiones
políticas ya estaban tomadas y daban hacia la izquierda, pero no pasaban
de una opinión (…). En cambio, la revolución cubana me mostró, me metió
en algo que ya no era una visión política teórica, una postura política
meramente oral”, escribía. Luego concluía que tanta ofensa, tanta
humillación, debían desembocar en algo, “hay que hacer algo y tratar de
hacerlo”. Lo hizo con sus libros y sus palabras. Con ellos, por ellos,
taladró conciencias, transformó pensamientos, cambió vidas, aunque tal
vez no lo llegara a saber.
Oliveira, su Horacio Oliveira de
Rayuela, decía: “Nadie negará que el problema de la realidad tiene que
plantearse en términos colectivos, no en la mera salvación de algunos
elegidos. Hombres realizados, hombres que han dado el salto afuera del
tiempo, y que se han integrado en una suma, por decirlo así... Sí,
supongo que los ha habido y los hay. Pero no basta, yo siento que mi
salvación suponiendo que pudiera alcanzarla, tiene que ser también la
salvación de todos, hasta el último de los hombres. Y eso, viejo... Ya
no estamos en los campos de Asís, ya no podemos esperar que el ejemplo
de un santo siembre la santidad, que cada gurú sea la salvación de todos
los discípulos”. Cortázar cedió derechos de autor en pro de Nicaragua,
se enfrentó a unos y a otros, pues, como solía repetir, “jamás escribiré
expresamente para nadie, mayorías o minorías”, y fue en sí mismo una
revolución estética y literaria. Sin lo sagrado del mandala, pero con el
juego de una rayuela, siempre.