martes, 5 de marzo de 2013

Bloom:"No sé dónde está la sabiduaría"

Harold Bloom pasa por ser el crítico literario más importante del mundo, una leyenda de 82 años

Harold Bloom, no sabe dónde está la sabiduría./eltiempo.com
Nacido en Nueva York y criado en el Bronx, Harold Bloom ha tenido una influencia inusitada en la escena literaria. Ha publicado más de 20 libros, traducidos a más de 40 idiomas, entre ellos La ansiedad de la influencia, La anatomía de la influencia y Shakespeare: La invención de lo humano. No sólo es uno de los intelectuales que más ha estudiado a Shakespeare, sino que también la influencia de éste y otros autores sobre los demás. También, a través de su libro El canon occidental, ha sido figura clave en decidir quién está en el Olimpo literario mundial y quién no. Ganador de la beca para "genios", Mac Arthur Fellowship, en 1985, es Sterling Memorial Professor de la U. de Yale hace 57 años.
-¿Volvería a escoger a los mismos latinoamericanos de nuevo en el canon occidental?
-No. No. Fue arbitrario. Yo quería escoger a dos autores latinoamericanos escribiendo en español, profundamente influenciados por Walt Whitman. Si tuviera que hacerlo de nuevo ahora, probablemente incluiría a César Vallejo, que pienso que es un mejor poeta que Neruda. Neruda, en sus mejores momentos, es remarcable. Y Borges es un caso muy especial. Sus mejores trabajos no fueron poemas.
-¿Cuáles fueron?
-Esos extraños cuentos, que, a pesar de eso, los encuentro un poco repetitivo. Siguen un cierto modelo. Él fue un escritor derivativo. Y tuvo la brillantez de ocultar eso enfatizándolo.
-¿Y qué pasa con Neruda? Lo volvería a poner en el canon?
-En su mejor momento, realmente evoca a Whitman. Pero es infrecuente. Es infrecuente...Vallejo es un poeta más interesante.
-¿Usted nunca conoció a Neruda?
-No, no.
-¿Cómo lo descubrió? ¿Después del Nobel?
-No, ya lo estaba leyendo. Tenía varios amigos que lo leían, incluyendo a uno que lo tradujo. Así lo conocí.
-Y aparte de Vallejo, ¿algún otro escritor latinoamericano que incluiría en el canon?
-Probablemente Gabriela Mistral. Tiene autenticidad, porque es sombrío... lo que es muy bonito. (Piensa un rato, mira por la ventana). Octavio Paz es probablemente un mejor poeta que todos ellos. Paz, en sus mejores momentos, es remarcable.
-¿Se conocieron bien?
-Sí, nos conocimos bastante. Poeta remarcable, hombre muy extraño. Tenía ideas muy raras.
-¿Cómo cuáles?
-Creía en el yoga tántrico.
-¿Cómo lo supo usted?
-¡Él me dijo!
-¿En serio?
-Claro. Se había casado con una señora de la India, y decidió... me ruboriza decir esto, estoy muy viejo -sonríe -. Él pensaba que sus ideas sobre yoga tántrico podrían liberar su sexualidad. Muy extraño. Muy mesiánico. Ciertamente un maravilloso poeta. Su libro, Sor Juana Inés de la Cruz, es maravilloso. Probablemente lo mejor que escribió.
-¿Cuál cree usted que es la contribución de la literatura latinoamericana? ¿Qué piensa, por ejemplo, del realismo mágico?
-(Carraspea y mira fijo, moviendo la cabeza). Al novelista mexicano Juan Rulfo lo encuentro mucho más interesante que el tardío García Márquez o Cortázar (pronuncia bien el español). Rulfo era muy interesante. Pero el realismo mágico es un disparate. La idea es tonta. Es la descripción del futuro de la fantasía, que pasa a través de todas las edades y religiones. No fue bueno.
-¿Por qué cree que fue tan exitoso como tendencia en Estados Unidos y Europa?
-Las modas suben y bajan... de la misma manera que los vestidos y faldas de las mujeres suben y bajan... No significa nada. En una perspectiva más larga no importa.
-Pero hizo una gran diferencia en los escritores latinoamericanos que fueron catalogados dentro de esta tendencia.
-Claro, ciertamente les ayudó a tener una audiencia.
Toma agua, piensa un poco y dispara: "Chile me sorprende. No es parecido a ningún otro país... hay algo sobre Chile que es muy extraño. Extraño y largo país. Parece una serpiente, ¿verdad?¿A cuántas horas está Chile?".
-Doce.
-¿Non stop? -y hace un gesto de agobio-. ¡Estar en un avión por doce horas me mataría!
-Hablemos de Nicanor Parra, a quien usted ha elogiado. ¿Por qué le gusta?
-Bueno, no son antipoemas, como dicen, son poemas. Son meditaciones, a veces alegres, pero frecuentemente muy plañideras y tristes. Y él tiene mucho autoconocimiento, conoce sus propias limitaciones. Ha tenido muchas experiencias de vida. ¡Quizás cuántas mujeres!
Llega el correo, el cartero se lo deja sin golpear, adentro. Le llega un queso en una caja de cartón muy elegante de Williams Sonoma. Y cartas de alumnos y libros. Una postal: un hombre y una mujer que no se miran; el hombre tiene una pierna quebrada.
-¿Ustedes no se han conocido con Parra, no?
-No, no. Hemos hablado por teléfono y cartas.
-¿Usted cree que Parra merece el premio Nobel?
-No se lo darán, porque Mistral y Neruda lo tuvieron. No creo que premien a un tercer poeta chileno. Pero sí, él se lo merece. Su poesía es vibrante e interesante. Pero dudo que se lo den.
-Tiene una tradición muy distinta a la de Neruda y de Walt Whitman.
-Hay un toque de Walt Whitman. Él me ha dicho que está muy interesado en Whitman... supongo que tradiciones francesas como el surrealismo y el dadá tienen algo que ver con sus inicios -dice y reflexiona.
Se queda pensando. "Tiene mucho humor..., pero no le darán el Nobel. Eso es muy malo".
"Me queda tan poco tiempo"
Por su ventana se ve el invierno por venir en Connecticut. El frío que comienza a calar hondo, las ardillas que lo evaden en los troncos, hojas doradas en el suelo y muchas flores. En su mesa, un jarrón de rosas blancas. Y muchos libros, algunos ordenados y reverenciados, otros en total desorden, lo rodean. Mientras habla a veces se toca los ojos, tratando de encontrar las palabras, o quizás espantando la fatiga que lo amenaza siempre. Dice que duerme poco y a saltos, que no tiene mucha energía, que vive exhausto.
Sin embargo, nada de eso es coherente con su agenda, que mira en su mano, llena de clases, visitas de alumnos, viajes a Nueva York. Es como si espantara el fantasma del cansancio invocándolo a cada rato.
-¿Cómo se siente ser el más influyente y controvertido crítico de nuestro tiempo, según The New York Times?
-¡No sé de quién estás hablando! -se ríe.
-Debe ser una enorme responsabilidad...
-(Hace la señal de negación con la cabeza, cierra los ojos). ¡Es ridículo!, es como si yo te dijera: ¿cómo te sientes ser tú? ¡Es sólo tu vida!
-Pero el The New York Times...
-¿Y a quién le importa lo que dicen? Pasados los 80, ya no te preocupas de esas cosas. ¿Para qué?
-¿Cómo ha vivido con ser la voz que decide quién tiene valor literario o no?
-Nadie puede hacer eso. El valor literario nunca es establecido por un crítico particular o un grupo de críticos. El valor literario se establece por generaciones de poetas, novelistas y dramaturgos que han tenido que luchar contra la influencia de escritores particulares, una influencia que consideran ineludible. Y haciendo eso, establecen su valor. Realmente no importa lo que dices de ellos.
-Pero usted ha sido un crítico muy influyente.
-La única influencia que he tratado de tener o que realmente he tenido es que este es mi 57 año como profesor. Desde que estuve enfermo, hace cuatro años, ya no hago charlas ni conferencias. Sólo enseño a este grupo de 12 jóvenes seleccionados. Vienen aquí uno a uno, o en grupos. Eso es lo único que importa, la influencia en el futuro, pero es impalpable, no se puede saber realmente.
-Usted ha vivido dedicado a la literatura. Si volviera atrás, ¿haría lo mismo?
-¿Te refieres a la misma profesión? Creo que yo, claramente, iba a ser un profesor.
Cuenta que desde joven leía y reflexionaba sobre los poemas. Fue un niño precoz y literario. Pero dice que con los años se ha degenerado su disciplina de estudio. Ha escrito -y mucho- sobre lo que denomina "la escuela del resentimiento", que para él implica que la literatura no se lee desde la literatura misma, sino desde otras disciplinas, como la antropología o los estudios feministas. "En vez de ver la belleza y el poder del lenguaje y el pensamiento, ha sido remplazado por preguntas relativas al género, la orientación sexual, teorías estructurales y posestructurales... y disparates de todo tipo. Ha degenerado dentro de una parte de la ciencia social, así es que no estoy seguro de que lo hubiera elegido. Profesor hubiera sido. Quizás me habría convertido en un profesor de historia de las religiones, pero no sé qué habría hecho. Especialmente cuando queda tan poco tiempo".
Dice que de todos modos, en 50 años, ya nadie lo leerá. Y que, quizás, tampoco habrá libros impresos de aquí a 20 años. Que el mundo como lo conocemos se está acabando.
"Habrá lectores, pero será diferente. Y las universidades también serán diferentes, irreconocibles. La persona hablando y la persona escuchando nunca se encontrarán.
Cuarenta mil personas a la vez. Esa no es mi idea ni lo que yo hago. Es todo distinto a lo que he hecho, que he enseñado uno a uno a mis alumnos. ¡Así es que soy un dinosaurio!".
Lecciones sobre sí mismo
Sus clases son los miércoles y jueves en uno de los edificios más lindos e históricos del campus de Yale. Una gran mesa de madera antigua, rodeada de sillas nobles y antiguas, y un pizarrón del estilo clásico, negro y con tiza blanca. Su docena de elegidos se sienta alrededor, él en la cabecera, y hay un alumno que hace las veces de ayudante, siempre a su derecha. Llega temprano, alrededor de la una, con un bolso azul que tiene sus libros, los textos que se analizarán en clases, una botella de agua y una bolsa Ziploc con nueces. Cada hora hace un pequeño recreo, se levanta con su bastón, camina y vuelve.
Tiene una memoria prodigiosa. Se sabe, desde la segunda clase, todos los nombres de sus alumnos. Los llama "child", "children", los trata como hijos o nietos, más bien. Los incita a dar sus opiniones, sus análisis de escritores complejos, como Shakespeare, Whitman, Melville o Emily Dickinson. Sólo cuando los alumnos han hablado bastante, él da su visión. Su palidez contrasta con la firmeza de su voz y sus ideas. Mira hacia el frente y comparte su mirada sobre lo leído, sus anécdotas también, sus cavilaciones acerca de autores que ha estudiado.
Cada comentario de los alumnos lo agradece, y los hace leer en voz alta a todos. "Inspira profundamente y lee, Max", dirá, mientras uno de sus alumnos predilectos lee a Whitman o a Dickinson. Max estuvo enfermo algunas semanas, y Bloom le hizo clases vía Skype.
Cuesta imaginar lo que cuenta el mismo Bloom, que antes fue un profesor severo, capaz de decirle a un alumno que su trabajo era tan malo que no merecía calificación.
-¿Cuánto ha cambiado usted como profesor?
-Cuando empecé, antes de operaciones de todo tipo, al corazón y otros desastres, hablaba mucho en clases. No podía dejar de hablar. Sentía que tenía tanto que decir... Me tomó muchos años aprender a quedarme callado y escuchar. Ya no tengo esa energía tampoco. Hablo lo menos posible y los estimulo a que hablen ellos. Creo que sólo en los últimos años me he transformado en un buen profesor. Conozco mucho las materias de las que hablo, y sobre todo estoy interesado en mis alumnos, quiero verlos convertirse en sí mismos. No tengo nietos. No tendré nietos. Y algunos de mis alumnos se convertirán en nietos.
Sigue pensando y mira a través de la ventana.
-Quizás debiera haber dejado de enseñar, pero no quiero. Cuando viene el mal tiempo, lo más frecuente es que la clase sea en esta casa. No es fácil.
-¿Qué habla con sus alumnos cuando lo vienen a ver?
-Lo que más hago es escucharlos. Pero no quiero entrometerme en sus vidas personales.
-Pero le pedirán orientaciones o consejos, ¿no?
-Yo no tengo sabiduría. No sé dónde está la sabiduría. Es decir, sé donde la puedes encontrar. La puedes encontrar en Shakespeare, Cervantes o Dante, ahí puedes encontrar sabiduría, partes de la verdad. Además, yo estoy más y más consciente de mis propias limitaciones. La vida no funciona deseando mucho algo y obteniéndolo. Con los años ves los monumentos rotos de tus grandes deseos.
-¿Cómo funciona la vida, entonces?
-Simplemente no funciona así... Además, crecí emocionalmente muy despacio. Antes de conocer a Jeanne, me enamoraba cada día de alguna mujer joven.
Todo muy confuso. Yo no creo que los remordimientos sean algo bueno para la gente. ¿Tú tienes arrepentimientos? Creo que todos queremos sentir que hemos triunfado en algo, pero yo no siento eso.
-¿Por qué?
-Ni siquiera un poco. A nuestros hijos no les ha ido bien. Jeanne y yo seguimos aquí, pero es porque ella ha sido paciente y sabia. Yo no era ni un buen esposo ni marido. Sólo en los últimos años me he convertido en un buen profesor y no tengo ninguna ilusión sobre lo que escribo. Desaparecerá.
-Pero usted ha escrito decenas de libros.
-No importan. En 50 años nadie sabrá quién fui. No es que me importe. Sólo espero tener unos siete u ocho años más, seguir enseñando, escribir un poco más. Estar en la compañía de Jeanne. Cuando era joven yo tenía sueños de felicidad, como todos. Pero es un juego, eso no pasa. Incluso la gente más talentosa, como Wallace Stevens, no eran felices consigo mismos.
Se escucha un ruido en la puerta. Se queda en silencio, atento. Sus manos largas y pálidas se apoyan en la mesa, mientras mira hacia la entrada.
-¿David? Entra, hijo.
David, alumno brasileño de menos de 20 años, entra y lo saluda. Ayer vino con sus padres a ver al profesor y tocó piano para todos.
Bloom llama a su mujer, le dice que David tocará de nuevo. El joven se sienta en el piano, algo intimidado. Harold Bloom permanece sentado frente a la mesa. Jeanne, sonriente y sentada en una silla reclinable cerca del piano, cierra los ojos y escucha.
"Yo no tengo sabiduría. No sé dónde está la sabiduría. Es decir, sé donde la puedes encontrar. La puedes encontrar en Shakespeare"
"No se lo darán (el Nobel a Parra), porque Mistral y Neruda lo tuvieron. No creo que premien a un tercer poeta chileno"
"No tengo ninguna ilusión sobre lo que escribo. Desaparecerá. En 50 años nadie sabrá quién fui".