De Joyce a Magris, de Svevo a Madieri, potentes ecos librescos se escuchan en Trieste y Fiume
Un libro puede ser un pretexto tan decisivo como un monumento para
visitar una ciudad. Basta pensar en Trieste, uno de los lugares de
Europa más cargados de literatura. ¿Que si no llevaría a nadie a dejar
Venecia para acercarse a la frontera del Este? En cualquier otro país,
la ciudad brillaría con su esplendor neoclásico; en Italia, donde lo
clásico no necesita neos, Trieste, con su pasado austrohúngaro, parece
el miembro madrugador de una familia de geniales trasnochadores. Ahí es
donde la literatura llega al rescate. La aureola de vecinos como James Joyce
—profesor de inglés en una academia— o Umberto Saba —librero de viejo—
pesa en sus calles tanto como la arquitectura. Si añadimos a Boris
Pahor, la aureola se convierte en fulgor. La posibilidad —real según
algún biógrafo— de que Franz Kafka —que hizo sus pinitos con el
italiano— pudiera haber terminado trabajando en la sede central de
Assicurazione Generali y no en su sucursal de Praga, no hace más que
añadir razones a la atracción magnética de la letra impresa. Por si
fuera poco, Italo Svevo fue alumno de Joyce y la mujer del primero
inspiró al segundo el personaje de Anna Livia Plurabelle en esa
fortaleza irreductible de la novela moderna llamada Finnegans Wake.
Si pensamos que Italo Svevo no es más que el pseudónimo
—cuidadosamente elegido para sintetizar dos mundos— de Ettore Schmitz
entenderemos lo que la ciudad tiene de cruce de caminos. A retratar ese
carácter dedicó las páginas de Microcosmos el germanista Claudio Magris, el más ilustre triestino vivo con permiso del exfutbolista Cesare Maldini. Si El Danubio es fruto de una navegación de altura por media Europa, Microcosmos
lo es de una navegación de cabotaje por cuatro calles. Más de una vez
ha contado Magris que la idea de ambos libros se la dio su mujer, Marisa
Madieri, nacida en la vecina Fiume en 1938, un año antes de que él
naciera en Trieste. Los dos lugares, sometidos en el pasado al vaivén de
fronteras entre Italia y el imperio austrohúngaro, son una buena
demostración de que la historia a veces es un pinball en el que los ciudadanos de a pie ejercen de bola.
Los Madieri —que antes fueron los Madierich y antes Madjavic—
formaban parte de los italianos que vivieron el gran éxodo entre Fiume y
Trieste cuando a finales de la II Guerra Mundial aquella se convirtiera
en la Rijeka croata. Aunque esa estampida no tuvo nada de literario,
Fiume vivió, al final de otra guerra mundial, la primera, un episodio
teatral tan reseñado en los libros de literatura como en los de
historia. La ciudad, con mayoría de lengua italiana, fue cedida a
Yugoslavia en 1918, algo que el esteta arrebatado y prócer protofascista
Gabriele D’Annunzio consideró parte de una “victoria mutilada” dado que
Italia estaba entre los vencedores. En septiembre de 1919 el escritor
conquistó la ciudad junto a mil “legionarios” y contra los deseos del
Gobierno romano. Allí instauró lo que algunos han llamado “dictadura
lírica”, un “Estado libre” que por un lado alimentó la parafernalia
imperial del movimiento que lideraba Benito Mussolini y, por otro,
promulgó una constitución anarcoide que establecía la música como pilar
estatal, eliminaba los símbolos religiosos de las escuelas y otorgaba a
las mujeres el derecho al voto, algo que en Italia no sucedería hasta
casi tres décadas después.
Pese a acuñar el grandilocuente eslogan de Fiume o morte,
D’Annunzio fue desalojado por el ejército italiano en la Navidad de
1920. Convertido en un incómodo electrón libre dentro del fascismo en
ascenso, el Duce terminó por confinarlos en el Vittoriale, una villa con
vistas al lago de Garda en la que se atendió hasta el más excéntrico de
sus muchos caprichos de egotista, coleccionista, erotómano y
cocainómano. “Cuando uno tiene una muela podrida”, dijo Mussolini, “se
la arranca o la cubre de oro”.
En 1924, Fiume volvió a Italia hasta que la derrota en la II Guerra
Mundial la puso en manos de la Yugoslavia de Tito. A partir de 1947, los
italianos, que eran mayoría, fueron obligados a dejar su ciudad. Muchos
terminaron en Trieste, entre ellos la niña Marisa Madieri, de nueve
años. La obra literaria de Madieri cabe en un volumen de poco más de 200
páginas. Empezó a escribir tarde, entrada en la cuarentena, y murió de
cáncer con 58, en 1996. Fue la enfermedad la que la llevó a escribir Verde agua, uno de esos libros que explican la historia que esconde la estadística.
La editorial Minúscula lo publicó en España en 2000, traducido por
Valeria Vergalli y dentro de una colección llamada, no por casualidad, Paisajes narrados.
Esa edición lleva un emocionante prólogo en el que Claudio Magris
subraya la “despiadada transparencia” que lo atraviesa. “Hemos tenido
nuestro verano”, cuenta Magris que le dijo su mujer semanas antes de
morir. Y es que Verde agua es una mezcla de diario y memorias
en la que presente y pasado —la enfermedad y la infancia— forman un
cuerpo único, no como en un artefacto sino como en un organismo. Escrito
con una naturalidad que desarma, el relato evita tanto el
sentimentalismo patético como la estetización del dolor y de la pobreza.
El dolor es el de la mujer madura que recuerda su condición de
refugiada en un silo de cereales en el que, a pesar del frío, todos
viven con las puertas abiertas para no sentirse tan solos. Sin dejar de
reseñar el desprecio con el que muchos italianos de Trieste recibieron a
los italianos de Fiume, Madieri recuerda las miserias de su propia
familia —la crueldad de unos, la adhesión al fascismo de otros— sin que
el hambre le nuble la lucidez ni la memoria: la vergüenza de
arrodillarse en la iglesia por si se veían los agujeros en los zapatos,
la vergüenza de hacer cola de madrugada para conseguir un poco de leche
racionada, el recuerdo del olor del pelo de la abuela, madre de 13
hijos, hablante de cuatro lenguas y limpiadora en el casino de Fiume. O
el recuerdo de su propia madre, uno de los grandes personajes del libro,
“siempre un poco preocupada y temerosa de no estar a la altura de
algo”. Quería llegar a vieja, nos cuenta su hija, para dedicarse a leer.
Murió en el manicomio de Trieste tras perder, ella sí, la memoria.
Antes llenó la casa de papelitos con el nombre de cada cosa, “inútiles
salvavidas arrojados al pantano de olvido que la estaba engullendo”. No
es difícil pensar en Verde agua como otro de esos papelitos. El pantano esta vez podría llamarse Europa.
Lugares de libro
Trieste ha tenido entre sus vecinos a escritores como James Joyce,
Italo Svevo, Umberto Saba, Boris Pahor, Claudio Magris o Marisa Madieri.
Fiume, hoy Rijeka (Croacia), fue gobernada durante más de un año por el poeta Gabriele D'Annunzio, que estableció en ella una “dictadura lírica”.
En 1947, los italianos de Fiume/Rijeka se vieron obligados a desalojar la ciudad. Muchos se instalaron como refugiados en Trieste. Entre ellos estaba Marisa Madieri, que relató ese éxodo en el libro Verde agua. La edición española lleva un epílogo del marido de la escritora, Claudio Magris, autor a su vez de uno de los grandes títulos sobre Trieste, Microcosmos.
Fiume, hoy Rijeka (Croacia), fue gobernada durante más de un año por el poeta Gabriele D'Annunzio, que estableció en ella una “dictadura lírica”.
En 1947, los italianos de Fiume/Rijeka se vieron obligados a desalojar la ciudad. Muchos se instalaron como refugiados en Trieste. Entre ellos estaba Marisa Madieri, que relató ese éxodo en el libro Verde agua. La edición española lleva un epílogo del marido de la escritora, Claudio Magris, autor a su vez de uno de los grandes títulos sobre Trieste, Microcosmos.