El poder de la literatura se erige frente al dolor de la ausencia. Repasamos grandes libros escritos después del desgarro
Duelo. Ilustración de Fernando Vicente./elpais.com |
Escritos dos meses después, o dos años más tarde, o al pie de la cama
donde yace la carne querida. Amparados en la piedad de las elipsis, o
repletos de detalles drenados al recuerdo. Bajo la forma de diarios, de
epístolas, de canciones de cuna con ardiente error de paralaje. Erizados
de esquirlas de un incendio que no cesa. Hijos de un género al que
nadie querría dedicarse. Libros. Libros que cuentan el fin (la muerte
del padre, el tormento del hijo, la agonía tapizada de metotrexato) y
que, para contar el fin, deben empezar por el principio. Y, para empezar
por el principio, hay que recordar.
Y recordar duele.
“Tu hijo ha muerto y debes empacar una maleta para viajar hasta donde te espera su cadáver. Y lo haces. Alguien te ayuda, dice un pantalón negro, dice es mejor meter los zapatos en una bolsa”, escribe la colombiana Piedad Bonnett en Lo que no tiene nombre (Alfaguara).
“Me sigo preguntando cómo se escribe eso”, dice Piedad Bonnett desde
su casa en Bogotá. “Por momentos me digo: ‘¿Qué ser humano soy yo, que
soy capaz de eso?’. Cuando tuve la idea de escribir este libro me
escandalicé, me aterroricé. ¿Cómo puede ser que a los dos meses de la
muerte de Dani yo estuviera pensando en escribir esto?”.
Lo que no tiene nombre empieza con una escena inocente:
Bonnett, sus hijas y su marido entran a un departamento en el que
parecen haber estado antes. En la segunda página, Bonnett escribe: “Me
pregunto qué sucedió aquí en los últimos veinte minutos de vida de
Daniel”. Dos párrafos después, una pareja de vecinos pregunta si son
parientes del estudiante que se mató ayer. Y así, de una manera lateral,
el lector entiende que la autora está en el departamento de su hijo, y
que su hijo se ha suicidado. Más adelante, Bonnett describe la
conversación con una funcionaria que chequea datos para proceder a la
donación de los órganos:
—La piel de la espalda.
—Sí.
—Los huesos de las piernas.
—Sí.
“Y Daniel, mi hijo entrañable, el muchacho de labios carnosos y piel bronceada, se fue deshaciendo con cada palabra mía”.
“Lloré muchas veces mientras escribía esa escena. Y dudé: ¿debo
escribir esto? Pero yo creo que la vida es física, y era tan contundente
ese despedazamiento. Mientras escribía, tuve que tomar miles de
pequeñas decisiones narrativas, y esa fue mi salvación”.
Algunos queremos reconquistar el territorio que saquean los gurús y depredadores de lo cursi”, opina Sergio del Molino
Para reconstruir las horas que precedieron al suicidio, Bonnett
averiguó, juntó las piezas: a tal hora, Daniel habló con su hermana, a
tal otra subió a la terraza. Y eso, duro como fue, no lo fue tanto como
reconstruir los padecimientos previos a la muerte.
“Yo había lidiado diez años de incertidumbre, por su enfermedad.
Todavía hoy, cuando dicen ‘su hijo esquizofrénico’… La gente tiene la
idea de la esquizofrenia como último estado de locura, y eso me duele.
Fue muy duro escribir eso, era una confesión muy dura”.
La palabra esquizofrenia aparece poco en el libro de Bonnett. Quizás
porque escribir la vida —contar todo lo que hubo para contar todo lo que
se perdió— es más difícil que escribir la muerte.
***
La lista es larga y podría ser interminable. A El libro de mi madre, de Albert Cohen (1954); Una muerte muy dulce (1964) y La ceremonia del adiós (1981), de Simone de Beauvoir; Una pena en observación, de C. S. Lewis (1961); Desgracia impeorable, de Peter Handke (1972); Mortal y rosa, de Francisco Umbral (1975); La invención de la soledad, de Paul Auster (1982); Mi madre, in memoriam, de Richard Ford (1988), podrían sumarse títulos recientes, varios de ellos con ventas importantes y muchas reediciones, como La ridícula idea de no volver a verte (2013), de Rosa Montero; Tiempo de vida, de Marcos Giralt Torrente (2010); El olvido que seremos, de Héctor Abad Faciolince (2006); Lo que no tiene nombre, de Piedad Bonnett (2013); La hora violeta, de Sergio del Molino (2013); Di su nombre, de Francisco Goldman (2011); Canción de tumba, de Julián Herbert (2011); Memorias de una viuda, de Joyce Carol Oates (2011); Un mar de muerte, de David Rieff (2008); Mi libro enterrado, de Mauro Libertella (2013); Ojalá octubre, de Juan Cruz Ruiz (2007); Diario de un duelo, de Roland Barthes (escrito entre 1977 y 1978, publicado en 2009); Mi abuela, Marta Rivas González, de Rafael Gumucio (2013); El año del pensamiento mágico (2005) y Noches azules (2011), de Joan Didion.
Libros que se internan en recuerdos tristes —el rastro del cuerpo del
niño en las sábanas vacías, las huellas de los dedos de la mujer en el
envase de champú— para hacer, de una pesadilla, una pieza de literatura.
“La actual renovación de un género durante mucho tiempo vilipendiado, el memoir
de duelo, es quizás un síntoma de que algunos escritores queremos
reconquistar el territorio que ahora saquean los gurús y los
depredadores de lo cursi”, escribía el español Sergio del Molino en Babelia en mayo de 2013. Del Molino, autor de La hora violeta
(Random House), nació en 1979. Eso quiere decir que era muy joven
cuando tuvieron lugar los acontecimientos que dieron origen a este
libro, que comienza así: “Mi hijo Pablo tenía diez meses cuando ingresó
en el hospital, y estaba a punto de cumplir dos años cuando arrojamos
sus cenizas”.
“Durante ese tiempo yo tomaba notas sueltas”, dice Del Molino, desde
Zaragoza. “Mi mujer me dijo: ‘Tienes que escribir un libro sobre esto,
escribir es tu forma de estar en el mundo’. Si ella no me hubiera
animado, yo hubiera sentido pudor. El reto era que el texto no se me
fuera de las manos en clave melodramática”.
Después de aquel principio, el libro retrocede hasta el momento en
que los médicos diagnostican la leucemia y, a partir de entonces, avanza
en una trama pudorosa, falsamente explícita: “He aprendido a sostener a
Pablo en brazos sin que se obstruyan los muchos cables a los que está
conectado. Los cirujanos le han instalado un reservorio en una vena del
pecho y las enfermeras le pinchan en un botoncito que sobresale bajo su
piel amarillenta y descuidada”.
“Cualquiera que haya estado en ese universo de la oncología
pediátrica sabe que es mucho peor de lo que yo cuento. Pero había cosas
que no estaba dispuesto a contar”.
Piedad Bonnett: “Cuando tuve la idea de escribir el libro me escandalicé, me aterroricé. ¿Cómo podía pensar en eso?”
Sobre el final, Del Molino, por obra de una elipsis, evita contar la
muerte del hijo. Sólo dice: “Si Pablo fuera mi personaje, no habría
muerto”.
“Yo necesitaba que el libro fuera sobrio y contenido. Y no hay una
manera de narrar de forma sobria y contenida la muerte de un niño”.
***
“Mi libro en realidad no es un libro de duelo”, dice Rosa Montero.
“Yo no hubiera escrito sobre la muerte de Pablo si no hubiera surgido
este libro, que habla de la muerte como contrapunto de la vida”.
En La ridícula idea de no volver a verte (Seix Barral), Rosa
Montero cuenta la vida de Madame Curie a partir de un diario que empezó
al quedar viuda. La experiencia personal de Montero —su marido, el
periodista Pablo Lizcano, falleció en 2009— aparece en pocas escenas,
íntimas y discretas. En un momento, ella y él están en el hospital:
“Imagínate esa habitación de hospital en penumbra, los niquelados
brillando con un destello oscuro como de nave espacial (…), la soledad
infinita”. Él abre los ojos y dice dos palabras: un código de enorme
intimidad. Y, punto y seguido, Montero desbarata cualquier sensiblería:
“Lo que acabo de hacer es el truco más viejo de la humanidad frente al
horror. La creatividad es justamente esto: un intento alquímico de
transmutar el sufrimiento en belleza”.
“Es un dolor que siempre queda en la zona de lo indecible. Pero se
puede hablar de ese dolor, y de lo bello que hay en ese dolor. Creo que
esa es la función del arte: convertir carbones en diamantes”.
Hundir palabras en el dolor para que su materia terrible suelte
esquirlas luminosas, astillas de una última, posible, herida belleza.
***
“Recuerdo la manera en que pronunciaba Frank cuando estábamos solos y
cómo enciende mi corazón. Puedo escucharlo y sentirlo en mi interior,
es casi un graznido suave acariciado por labios espléndidos, una vocal
poco cargada que flota en su aliento hasta pasar la n y luego chasquea
levemente la k. Pero en su escritura, en sus correos electrónicos,
siempre me llamaba Paco”. La escritora mexicana Aura Estrada murió el 25
de julio de 2007, después de que una ola, en una playa del Pacífico, le
produjera heridas irreparables. Su marido, el escritor estadounidense
Francisco Goldman, se hundió en un proceso enloquecido —demasiado
alcohol, demasiado sexo— y, seis meses después, empezó a escribir. El
resultado es Di su nombre (Sexto Piso), donde Goldman expone el
cuándo y el qué desde la primera frase —“Aura murió el 27 de julio de
2007”—, pero no dice el cómo hasta el final, cuando los dos entran al
mar y sólo uno de ellos sale sano y salvo.
“Este libro fue escrito desde un trauma total”, dice Goldman, desde
EE UU. “Después de su muerte yo fui diagnosticado con el síndrome de
estrés postraumático, y en medio de eso empecé a escribir. Cada hombre
tiene su oficio. Si yo hubiese sido médico, hubiera pasado un tiempo
como loco, pero al final hubiera vuelto a trabajar. En mi caso, escribo.
Mi deber era sentarme y escribir. Y no tenía ninguna otra cosa acerca
de la cual escribir que no fuera Aura”.
Mauro Libertella es argentino, periodista, y en 2013 escribió Mi libro enterrado
(Mansalva), donde cuenta la muerte de su padre —Héctor Libertella, un
escritor de culto en Argentina— y empieza, como si la honestidad desde
el arranque fuera imprescindible (‘A partir de aquí, monstruos’,
advierte el título del capítulo que abre La hora violeta),
yendo al grano: “Mi padre murió hace cuatro años, un mediodía de
octubre, en su departamento de dos ambientes en el que ahora vivo yo”.
“La creatividad es justamente eso: un intento alquímico de transmutar el sufrimiento en belleza”, dice Montero
“Cuando murió sentí que tenía ganas de escribir algo sobre eso.
Empecé a leer libros sobre la muerte del padre y pensé en escribir un
libro de ensayos, alternando capítulos con mi propia experiencia. Pero
no salía. Y un día anoté quince escenas que me interesaba contar de la
muerte de mi viejo y de mi relación con él. Y las fui escribiendo una
por una”.
—¿Tomaste apuntes mientras tu padre estaba enfermo?
—No me acuerdo. Si me venían ideas, supongo que habré tratado de
aplacarlas. Porque me debe haber parecido irrespetuoso tomar notas
mientras él estaba vivo.
¿Antes, después, durante: en qué momento alguien se dice “amor partió
y todo fue dolor, y ahora escribiré sobre su muerte”? Héctor Abad
Faciolince esperó veinte años, desde 1987, para contar el asesinato de
su padre en El olvido que seremos (Planeta). En Tiempo de vida
(Anagrama), Marcos Giralt Torrente dice que había pensado en este libro
antes de que fuera decoroso tomar notas para él. “Durante meses,
mientras mi padre se apagaba delante de mí, supe que escribiría de
nosotros”, recuerda. El 24 de octubre de 1977, Roland Barthes perdió a
su madre y el 25 escribió su primera entrada en Diario de duelo.
Extremando el método, el mexicano Julián Herbert empezó a tomar notas
al pie de la cama de su madre cuando, en 2008, fue internada con un
diagnóstico de leucemia. En Canción de tumba, el libro
que resultó de esa experiencia, se pregunta: “¿Y si mamá no muere?
¿Valdrá la pena haber dedicado tantas horas de desvelo junto a su cama,
un estricto ejercicio de memoria, no poca imaginación, cierto decoro
gramatical; valdrá la pena este archivo de Word si mi madre sobrevive a
la leucemia?”.
“Empecé a escribir antes de que se muriera, eso fue lo más gravoso”,
dice Rafael Gumucio, desde Chile. “Necesitaba un final para el libro. Y
el final era que mi abuela se muriera”.
En 2013, Gumucio publicó Mi abuela, Marta Rivas González
(Ediciones Universidad Diego Portales), que cuenta la vida de su abuela y
su relación con ella hasta el día de su muerte. “Me entrenaba, me
aleonaba, pero cuando empezaba la pelea abandonaba mi rincón (…). Porque
en su desprecio por lo que yo escribía había ante todo preocupación,
temor a verme hecho polvo (…), quería ahorrarme todo eso porque no era
su pupilo, ni su alumno, ni su aprendiz de brujo: era su nieto”.
“Mi abuela tenía 93 años y yo estaba desesperado porque se muriera
pronto para poder terminar. Pensé que estaba preparado para su muerte,
porque hacía años que ella había perdido la cabeza. Y lo sorprendente
fue que cuando murió, en 2008, me afectó muchísimo. La culpa y la
dificultad del material hicieron que me desmoronara. Y terminé por
publicar el libro cinco años después”.
El proceso de escritura da sentido a todo lo que parece no tenerlo,
pero, a la vez, exige chapotear en fango de dolor. Es probable que, del
malestar que esa tensión produce, provenga una curiosa simetría: Una pena en observación, de C. S. Lewis, tiene 103 páginas; Mi libro enterrado, de Mauro Libertella, 77; Lo que no tiene nombre, de Piedad Bonnett, 131; Noches azules, de Joan Didion, 150; Mi madre, in memoriam,
de Richard Ford, 93. Como si nadie pudiera permanecer en ese territorio
demasiado tiempo —como si estas fueran, desde el principio, historias
que buscan su final—, casi todos son libros breves.
***
Un hombre o una mujer se despiertan cada día dispuestos a escribir, a
arrancar detalles del recuerdo: los mejores momentos de una vida
juntos. “Tenía un espacio entre los dientes superiores y un lunar bajo
el lado derecho del labio inferior (…) Era la chica latinoamericana de
mis sueños, pero diez años más tarde”, escribe Francisco Goldman acerca
del momento en que conoció a Aura Estrada. Un hombre, una mujer, se
despiertan cada día dispuestos a escribir, a arrancar detalles del
recuerdo: la punción medular, los vómitos, los aullidos. “(…) los
doctores en Seattle entraron en su habitación para decirle que el
trasplante de médula había fracasado (…)”, escribe David Rieff en Un mar de muerte
(Debate), sobre la muerte de su madre, Susan Sontag. “Mi madre gritó:
‘¡Pero esto significa que voy a morir!’. Nunca olvidaré ese grito, nunca
pensaré en él sin querer gritar yo mismo”. ¿Cómo se escribe la muerte:
en qué estado de lucidez, de horror, de algarabía?
“Ha salido como un torrente”, dice Montero. “Lo escribí en estado de
gracia. No hubo momentos tediosos, sino momentos intensos, y momentos
más intensos todavía”.
“El tiempo de la escritura fue un tiempo de luz y de alegría”, dice
Del Molino. Aunque algunas mañanas acabase llorando y tuviese que
abandonar después de haber escrito media página.
“¿Y si mamá no muere? ¿Valdrá la pena haber dedicado tantas horas de desvelo junto a su cama?”, escribió Julián Herbert
“Escribir era una manera de no soltarla”, dice Goldman. “Estuve tres
años escribiendo. Fueron años de oscuridad total y la única luz que
existía era estar trabajando. La escritura era combatir el abismo”.
¿Cómo se escribe la muerte? ¿Azuzando el dolor, punzando sus alas de
dragón para que salga entero de su espantosa madriguera? ¿Velándolo de
manera pudorosa? “Continúa sin cagar pero mea cada veinte minutos (…)
tengo que traer el cómodo y meterlo bajo sus nalgas, retirarlo cuando
cesa el sonido, limpiar el coño con un kleenex y vaciar luego los meados en el inodoro”, escribe Julián Herbert en Canción de tumba. “Y al cabo de seis semanas estaba muerta. No hay nada excepcional que contar al respecto”, escribe en Mi madre, in memoriam, Richard Ford. ¿Cómo se cuenta la muerte: hay una forma? En 2004, Joan Didion empezó a escribir El año del pensamiento mágico
(Global Rythm), que comienza diciendo: “No hice cambios en ese archivo
desde que escribí esas palabras en enero de 2004, dos o tres días
después del suceso”. Tensando la cuerda del suspenso por varias páginas
más, sin aclarar de qué se trata ese suceso, finalmente aclara: “Hace
nueve meses y cinco días, aproximadamente a las nueve de la noche del 30
de diciembre de 2003, mi marido, John Gregory Dunne (…) sufrió (…) un
repentino y severo ataque al corazón que le causó la muerte. Nuestra
única hija, Quintana, llevaba cinco noches inconsciente en una unidad de
cuidados intensivos”. En agosto de 2005 su hija también murió, y Didion
volvió a escribir sobre eso en Noches azules (Random House), publicado en 2011.
“Mis propias necesidades expresivas me iban diciendo: ‘Empieza por el
final, y genera tensión”, explica Bonnett. “Y me dije que sería
vergonzoso que me pusiera a hacer una prosa ornamentada con semejante
tragedia. Así que lo escribí bien seco”.
“En el libro”, dice Goldman, “están todas las cosas que yo necesito
para escribir una novela: patrones, ritmos, climas. Yo quería un estilo
muy transparente, que no se sintiera vanidoso”.
“¿Tengo derecho a escribir que mi madre y sus hermanos fueron todos,
en un momento u otro de sus vidas (o durante toda su vida), heridos,
dañados, desequilibrados?”, escribe Delphine de Vigan en Nada se opone a la noche
(Anagrama, 2012), un libro presentado como novela en el que escribe
sobre su madre después de encontrarla muerta en su departamento.
“Es raro, porque la versión que uno escribe es la que todos van a
recordar”, dice Gumucio. “Le estoy quitando el derecho a mis primos de
ser los portadores de la historia, y todo eso es una culpa. Pero también
siento que si no lo escribiera se perdería y que la historia de mi
abuela puede ser de utilidad para alguien más. Pero es una justificación
que uno inventa, porque el trabajo es ligeramente inmoral”.
“Yo creo que no tendría que dar ninguna explicación”, dice Piedad
Bonnett. “Alguien me dijo: ‘Escríbalo, pero ¿para qué publicarlo?’. Y yo
dije que escribo para publicar, esto no es escritura terapéutica”.
Y un día, finalmente, hay que poner en marcha los relojes, deshacer el hechizo, y escribir the end.
“En la medida en que estas notas pudieran suponer una defensa contra el
colapso total (…) han dado algún resultado (…); y si no dejo de
escribir esta historia en un momento determinado, por caprichoso que
sea, no habría razón para que dejara de escribir nunca”, escribe C. S. Lewis en Una pena en observación (Anagrama), donde aplica una lente de aumento sobre su duelo después de la muerte de su mujer por un cáncer óseo.
“Uno escribe para no morir, o para que la gente no muera”, dice
Gumucio. “El resultado de la escritura es paradójico. Yo pude hablar con
los muertos, estar con mi abuela los últimos cinco años. Lo que no pude
hacer es que estuviera viva”.
“Escribes porque está en el ADN del escritor”, dice Sergio del
Molino. “Pero yo dilaté la escritura para no tener que enfrentarme a la
habitación vacía de mi hijo. Para no salir a enfrentar la vida sin
Pablo”.
“(…) Te nos rompiste, mi amor, y no sé cómo decirte lo siento”,
escribe Del Molino. “Y ahora ni siquiera te voy a encontrar aquí, en la
punta de mis dedos, mientras tecleo este libro que no quiero dejar de
escribir (…). No sé qué haré sin estas páginas”.
Libros que terminan, quizás, por el mismo motivo por el que empezaron: porque no podía hacerse otra cosa.