lunes, 25 de agosto de 2014

El artista del hambre

En sus cartas, escritas sobre todo en sus años de exilio en París, César Vallejo acabaría por construir un retrato de sí mismo alrededor de grandes temas de la modernidad de su tiempo: la figura del poeta pobre sumido en la miseria y la extranjería, que igualmente logra autoironizar sobre su situación, sin verse a sí mismo como una víctima sino aceptando sus circunstancias; un Vallejo austero, afectivo y lúcido

 
César Vallejo, poeta peruano autor de Los heraldos negros./pagina12.com.ar


Una nueva edición de su Correspondencia completa (Pre-Textos), con material desconocido, ilumina su figura y a la vez desacraliza la hagiografía de su mito, devolviendo a escala humana, al alcance de todos los lectores, una vez más, al entrañable César Vallejo.
Bajo el título de Correspondencia completa, este volumen a cargo de Jesús Cabel reúne un total de 285 cartas enviadas por César Vallejo a diversos destinatarios desde la época de su juventud hasta los días previos a su muerte, acaecida en 1938 en París. A esta ciudad Vallejo arriba el 14 de julio de 1923 gracias a la generosidad de su amigo peruano Julio Gálvez, que cambia su pasaje de primera por dos pasajes de tercera clase: así llega Vallejo a la capital francesa, muy pobre, y allí morirá más pobre aún el 15 abril de 1938. Una de las características más notables de este epistolario es que hay pocas cartas escritas por fuera del ámbito afectivo y fiduciario, entre quienes se encuentran sus hermanos Víctor y Néstor, amigos peruanos entrañables como Pablo Abril de Vivero, Antenor Orrego, Oscar Imaña, Alcides Spelucín y Juan Luis Velázquez y también los poetas españoles Juan Larrea, Gerardo Diego y José Bergamín, con quienes mantuvo una relación muy cercana, sobre todo con el primero de ellos. El lector de estas cartas descubre hasta qué punto se trata de una escritura privada que apela precisamente a la intimidad para asegurarse un espacio de franqueza y confianza ante una situación económica de creciente pauperización.

Esta publicación incluye la novedad de más de cuarenta cartas recogidas por el mismo Jesús Cabel –de las cuales veinte de ellas ya las había hecho conocer en su libro de 1998 César Vallejo. A lo mejor soy otro– y que no habían sido todavía registradas por las otras ediciones del epistolario vallejiano a cargo de distintos recopiladores. Para ser justos, la base de esta edición es, sin lugar a dudas, el Epistolario general que José Manuel Castañón publicara en 1982 –también en Pre-Textos– y que compendia, a su vez, sus tres ediciones previas, sobre todo la de 1960, que contiene el primer repertorio epistolar compuesto de las 117 cartas que Vallejo le escribiera al diplomático peruano y amigo personal Pablo Abril de Vivero. Este se las cede a Castañón y también le confiesa que, durante los cruentos bombardeos franquistas en el Madrid de la Guerra Civil, perdió tantas cartas como las que había logrado salvar del fuego. A pesar de que el título es poco feliz porque, estrictamente hablando, no es una correspondencia (no se editan a la par las cartas escritas por los destinatarios a Vallejo), esta edición de Jesús Cabel es la más completa hasta la fecha, no sólo porque incrementa el número de cartas o corrige errores y enmienda olvidos y confusiones respecto de las ediciones anteriores, sino porque las cartas nuevas que incorpora, por un lado confirman los aspectos claves del epistolario (el arte y la poesía en relación con lo político y lo religioso; el mundo de los afectos tan patente en la escritura-Vallejo cualquiera sea el género; la conjunción entre cristianismo y marxismo; y primordialmente el tema más recurrente: el del dinero) y por el otro dan una vuelta de tuerca interesante al abrir resquicios autobiográficos inéditos que no son meramente anecdóticos. Más bien desarrollan facetas desconocidas y ayudan a entender muchas de las dificultades que tuvo que afrontar y de las vivencias que (re) componen un paisaje de mayor comprensión sobre la figura, muchas veces, idealizada del cholo Vallejo.

Pobre poeta



El aporte de este hallazgo comprende múltiples aspectos: la ampliación de la etapa de su juventud en la ciudad de Trujillo, remontándose ahora a 1912; la devoción por su familia, a la que confía sus experiencias más vitales; cartas desconocidas sobre la prisión que sufriera en 1920; las lecturas meticulosas que hace Vallejo de los poetas peruanos de su generación; la decisión de vivir como periodista y cronista; las dos cartas que le escribiera a Mariátegui con una admiración que podemos afirmar que era, en verdad, recíproca si recordamos el lúcido ensayo que éste le dedicara a Vallejo en sus Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana.

El recorrido epistolar abarca un vasto arco temporal en el que se advierten tres épocas importantes. La primera, la década del 10: es el período de formación en la ciudad de Trujillo, donde junto a un grupo de destacados escritores, artistas e intelectuales forma parte de la Bohemia del Norte, en la que lo artístico se tensa con lo político, dada la presencia de Haya de la Torre en el grupo; este período culmina para Vallejo en Lima, donde aparecen sus dos primeros y fundamentales libros –en 1919 Los heraldos negros y en 1922 Trilce–; y, al filo de la década, entre una y otra publicación, el poeta vivirá una de sus experiencias más dolorosas, la cárcel, al ser injustamente inculpado por episodios oscuros (“Es el ambiente provincial ... soy del terruño ... estoy enjuiciado calumniosamente por los rescoldos equivocados de la maledicencia lugareña”, tal como define su situación de encarcelamiento a uno de sus amigos más cercanos) que tendrán una profunda resonancia no sólo en la poesía sino también en su vida personal, ya que para algunos críticos es la causa judicial –que sigue su curso aun después de haber recobrado su libertad– la que lo decide a abandonar el Perú. La década del 20 se abre, entonces, con el viaje a París tal como lo testimonia una de las cartas más significativas de Vallejo dirigida a su hermano Víctor, en la que describe el impacto que le causó su arribo a la “capital de la cultura” como la bautizara Walter Benjamin. Es ésta una época de paradojas: de un lado, la de la preocupación política y su adhesión al marxismo –viaja tres veces a Moscú, la capital de una nueva economía– y del otro y para decirlo con Balzac, se trata de la dolorosa experiencia de las “ilusiones perdidas”, es decir, de ese singular crack-up que implica la decepción ante una Europa que raudamente se desmorona ya a los tres meses de su llegada a París y que replica de algún modo la vivencia de Rubén Darío para quien la Ciudad Luz dejaba de ser la meca ideal del arte para transformarse en el “ombligo de la neurosis y en el centro del surmenage”, como escribió el poeta nicaragüense en su famosa “Epístola a la señora de Lugones”. Antes Darío, ahora Vallejo y la larga historia de latinoamericanos en Europa, que va desde los metecos a los sudacas. Al lado de la utopía política que Vallejo sostendrá hasta su muerte sin desconectarla de lo teológico y que encarnará en su poemario, de aparición póstuma, dedicado a la Guerra Civil Española, España, aparta de mí este cáliz, se encuentra la progresiva pobreza que se volverá, en la década siguiente, extrema y radical. Y la tercera y última es la de los difíciles años ’30, cuando la miseria impregne con su fatal inercia y continua inestabilidad no sólo lo económico sino también se capilarice en todos los órdenes de la vida: “No salgo a la calle –le confiesa a su amigo Pablo– porque ni puedo ponerme el calzado. Esta es también la causa por la cual no le escribo sino hoy”. Las cartas revelan un negativo misérrimo que la fotografía y el uso de ciertos tonos retóricos buscan desmentir, porque el cholo Vallejo hace de la pobreza un estado paradójico, tal como reza uno de sus versos más memorables y que podría condensar el espíritu de este epistolario: la cantidad enorme de dinero que cuesta el ser pobre. Vallejo le saca así provecho a la carencia como si se pudiera extraer algo material de ella y como un alquimista, transforma la pobreza en otra cosa.

Pero las cartas también muestran la escena de la vida cotidiana de un escritor que a duras penas puede sobrevivir con su trabajo intelectual: intenta mantenerse como cronista y periodista, cuyo trabajo cobra mal, tardíamente o nunca, y tampoco consigue jamás colocar alguna de las numerosas piezas teatrales que escribe, aun cuando amigos como Federico García Lorca y el actor francés Louis Jouvet lo ayuden al tratar de interesar a algún productor dispuesto a poner en escena esas obras dramáticas tan fascinantes y vanguardistas. Al fin y al cabo, los ’30 configuran una década en la que la miseria llega a límites indescriptibles y, a propósito, las cartas deberán describir lo indescriptible de la miseria, cuando se vuelve en un punto intratable, cuando ya no es posible no caer en el patetismo del pedido de socorro.

Sin embargo, las cartas muestran un talante digno de las artimañas picarescas mediante las cuales Vallejo intenta zafar del abismo que implica perder lo que él mismo llamó, en la crónica que escribe cuando muere en París León Bloy en la más rotunda indigencia, “la dignidad del escritor” que es, para el peruano, el límite de la humillación: todo puede soportarse pero hasta allí, hasta ese punto en que se pone en serio riesgo su decoro de artista. El epistolario de Vallejo tiene un único gran tema: el dinero o, mejor, la falta de dinero, entendido como la causa material de su pobreza. La falta de dinero se transforma en una constante especulación que lo vuelve uno de los poetas más lúcidos de nuestra modernidad latinoamericana. Podemos leer, en estas cartas, una constatación irrefutable, la pobreza, y paralelamente, la desmentida del propio Vallejo, quien apela, entre otros recursos retóricos, a la ironía e incluso a la autoparodia de sí y lo hace de tal manera que a veces hasta roza la necesidad de una redención que no tiene sólo una valencia religiosa sino que también involucra en ella a la política, el arte, la existencia misma. Podríamos decir: a falta de recursos económicos, buenos son los recursos retóricos. La ironía es, en estas cartas, capital. Es más: es el único capital con el que cuenta un poeta pobre para luchar contra la economía de capital. Bastaría hacer un pequeño muestrario epistolar para ver cómo recorre la miseria toda su estadía en Europa, volviéndose así un escritor proletarizado:

“Aquí hay un calor horrible. Tres días insoportables. No se puede ni comer. Felizmente” (carta a Pablo Abril de Vivero, del 17.07.1926).

“La seguridad económica, ya sabes tú que es y siempre ha sido mi fuerte” (carta a Juan Larrea, del 29.01.1932).

“Dicen que nadie se muere de hambre nunca. Y es verdad” (carta a Juan Luis Velázquez, del 31.05.1937).

De este modo, la treta de autoironización parece devolverle algo de esa dignidad del escritor que Vallejo no estaba dispuesto a perder y cabría decir que, de algún modo, el esfuerzo por desdramatizar su figura se hace sin dejar, al mismo tiempo, de exhibirla en su desnuda realidad. La lógica de la autoironía es, precisamente, ésa: redimirse de sí mismo en una imagen restituyente hacia el otro y a la vez liberar el sentido de su situación extrema. Vallejo no ceja en “el cuidado de sí”, no descuida nunca su porte y elegancia: bastaría ver ciertas poses de sus fotografías –casi siempre de traje y corbata, o moñito, de sombrero, con anillo y bastón– para quedar sorprendidos entre esa imagen-dandy de escritor y la miseria que padece en la vida cotidiana. Y sin embargo no hay contradicción, porque lo que hace Vallejo es construir una imagen decorosa de escritor, retirada y al abrigo de toda destitución y desvalimiento. Es más, el suyo es un dandismo de la pobreza entendido como un modo de resistir lo que en una de las cartas llama la “estafa capitalista” y a esto opone una aristocracia del espíritu que ya no se basa en valores económicos como ya había pensado Baudelaire en el umbral de la modernidad.

Las palabras cálidas

Las cartas parecen siempre hablar por sí solas y dependen, en su indirecto narcisismo, del destinatario como poseedor de la carta. ¿De quién es la carta, de quien la escribe o de quien la recibe? Ante la extrema necesidad, las cartas de Vallejo suelen armar una escenografía privada en la que, intercalando la primera con la segunda persona gramatical, se suscita una suerte de monólogo acompañado imaginariamente por un otro, por un tú que le hace de escucha y de máscara teatral que infunde una resonancia dramatúrgica de la voz, como si el tú fuera el garante de la puesta en escena a cargo siempre del yo. Sin este público reducido a un tú presente en su ausencia, el yo no podría escribir una carta sin caer en el vacío: “Me tiene Ud como siempre –le escribe a Abril de Vivero en 1927– sin saber por dónde tirar ni qué hacer. Esto es trágico. Me veo comido de miseria y de incertidumbre. ¿Hay cosa más torturante?”. De allí que las cartas escritas por Vallejo adquieren diversas funciones. En una de las últimas, dirigida a Juan Larrea, en 1937, el peruano no se engaña con el ilusionismo epistolar: “Las cartas son cartas, tú lo sabes muy bien. Las cosas hay que tratarlas de viva voz, para que resulten”. Quizá para alguien como Vallejo, que provenía de una cultura de la oralidad, como la andina, la carta deviene un sustituto ineficaz de la voz, sobre todo cuando ya estaba sumido en la miseria y el pedido de ayuda atentaba contra el pudor. Un carnet de 1934 condensa en gran medida la lógica del eufemístico “cariñoso préstamo” con que Vallejo inunda las cartas cuando la necesidad era extrema: “Te debo 20 francos; préstame 5 y te quedaré debiendo 15. ¿Comprendes?”. Lógica contracapitalista y al mismo tiempo evangélica: “El dinero ha llegado como siempre, a su hora, cuando el hambre llegaba a ser insoportable” (...) “Lo demás vendrá por añadidura”, como leemos en cartas a su amigo Abril de Vivero.

La lectura del epistolario de Vallejo desacredita la vertiente hagiográfica que gran parte de la crítica intentó endilgarle: de hecho, deshace mitos y via crucis y sobre todo socava las versiones del martirio latinoamericano que el peruano comparte con el cubano José Martí. Así, las cartas autoironizan la situación de miseria de un poeta que ha comprendido, en clave cristiana, la injusticia inherente al sistema capitalista, al que asesta una crítica feroz. Al dinero se lo deprecia para obtener un valor suplementario, una suerte de añadidura, por eso el vacío de no tener es llenado por la “palabra afectiva” y la “palabra cálida”. Al poder del dinero se le opone el poder del afecto, aquí reside el carácter paradójico de la pobreza: si el dinero falta, afecta; pero el afecto desafecta al sujeto de la falta. Este trabajo que Vallejo hace contra el capitalismo (mediante la ironía, el humor, la autoparodia) es parte de una retórica de la restitución que, desde Sor Juana a Rubén Darío y la contemporaneidad, sella en el alma y en el cuerpo lo que podríamos llamar la “teología política” de los poetas latinoamericanos.

Algunos fragmentos de  las cartas de César Vallejo


París, 14 de julio de 1923
Mi queridísimo hermanito Víctor:
(...) Aquí estoy ya, y me parece todo un sueño, hermanito amado. Un sueño! Quiero llorar ahora, viéndome aquí, tan lejos de ustedes ...uf!, muy lejos. Quiero llorar mucho, a torrentes porque mi dolor y mi tristeza asoman a mis ojos y no me dejan escribir...
París, París! ¡Oh, qué grandeza! ¡Qué maravilla! He realizado el anhelo más grande que todo hombre culto siente al mirar sobre este globo de tierra. ¡Oh, qué maravillas de las maravillas! (...)
Hermanito: jamás soñé cuando yo era niño que algún día me vería yo en París, alternando con grandes personajes. Todo me parece que estoy soñando, y me miro y no me reconozco. Tan humildes hemos sido, tan pobres! En este hotel, cuya fotografía se inserta en este pliego, estoy alojado. Ocupo la habitación del quinto piso, que verá usted marcada con tinta, de ahí le escribo ahora, a las 5 de la tarde. Llegan del boulevard un murmullo de músicos, risas, voces, tranquidos de carros subterráneos, etc. Dedico este momento a la sagrada memoria de mi padre y de todos ustedes, que a esta hora, estarán en mi Santiago, en casita, quizás conversando juntos, riendo o acaso llorando (...) Escríbanme siempre. No me olvides (...) Díganme cómo va el juicio de agosto. Esto me tiene muy intranquilo (...) Mis caricias y ternuras, César.
París, 25 de septiembre de 1923 Mi querido Raigada:
Van para tres meses que estoy en París. Vivo a diario y con toda fraternidad con (Alfonso de) Silva, que es lo único grande que hasta ahora he hallado en Europa. Lo demás está, sin duda, aún tras de los telones que no he forzado todavía.
Alfonso quiere irse al Perú. Encuentro muy bien que lo haga en el día. Aquí ya no tiene que hacer nada por ahora. Mi impresión es hasta que le haría daño una más larga permanencia en París. Sería bueno que usted y los demás amigos gestionen facilidades de viaje para él, sin pérdida de tiempo. Pues, de otra manera, la vida aquí le va a inferir una brecha nociva, horriblemente nociva. Europa es así: tiene sus tiempos en que puede dar y otros en que lo estruja a uno el espíritu y lo despoja de lo que le dio y de algo más nuestro. Alfonso ya no tiene que sacar nada de aquí. Debe volverse. Sáquenle de aquí, como él dice; sáquenle en el día. Un fortísimo apretón de mano.
París, 26 de mayo de 1924 Mi querido Pablo:
Le escribí a principios de este mes (...) He desglosado de una novela inédita (usted conoce muy bien la ramplona palabrita) un capítulo que me permito enviárselo a usted. No creo que le guste, lo declaro, pues que ni a mí me satisface tampoco. Es una cosa hecha a medida y al gusto más exigente del público. Por eso mismo, ¿no cree usted, Pablo, que sea posible hacerlo publicar? Pero, siempre a cambio de unas pesetillas para el operario. ¡Qué voy a hacer! Tengo que ver de agenciarme la vida. Yo no tengo en verdad, oficio, profesión ni nada. Sin embargo, tengo afán de trabajar y de vivir mi vida con dignidad, Pablo! Yo no soy bohemio: a mí me duele mucho la miseria, y ella no es una fiesta para mí, como lo es para otros. Usted ha visto mi situación en París. ¿Es que no quiero trabajar? A las usinas he ido muchas veces. ¿Será que he nacido desarmado del todo para luchar con el mundo? Pueda ser. Pero este sobresalto diario viene a dar directamente en mi voluntad, y la apercolla y parece haberla tomado de presa preferida. En medio de mis horas más horribles, es mi voluntad la que vibra y su movimiento va desde el punto mortal en que uno se reduce a sólo dejar que venga la muerte, hasta el punto en que se tienta a conquistar en universo entero, a sangre y fuego! Y sin embargo, es una voluntad estéril, baldada, la mía! (...)
París, 12 de septiembre de 1927 Mi querido Pablo:
(...) Y así han transcurrido cerca de cinco años en París. Cinco años de espera, sin poder abordar nada serio, nada reposado, nada definitivo, y agitado de incontinuo sobresalto económico, que no me deja ni emprender ni tratar nada a fondo. ¿Hay cosa más horrible? (...) Empiezo a preferir la miseria definitiva, antes que sostenerme en equívoca y temblorosa inseguridad del porvenir. Empiezo a resignarme. Empiezo a reconocer en la suma miseria mi vía auténtica y única de existencia. Me parece que esto no es literatura, puesto que parto de la realidad y apunto a la realidad.
París, 17 de marzo de 1928 Mi querido Pablo:
(...)
Sólo este pobre indígena se queda al margen del festín. Es formidable. Y se diría que hasta el azar ayuda a mi desgracia: un yerro curialicio en el misterio, me privan hasta ahora de una cosa tan modesta e insignificante que los otros obtienen al vuelo. Si nos atuviéramos a la tesis marxista (de la que ha de dar a usted una densa idea Eastman), la lucha de clases en el Perú debe andar, a estas alturas, muy grávida de recompensa para los que, como yo, viven siempre debajo de la mesa del banquete burgués. No sé muy bien si las revoluciones proceden, en gran parte, de la cólera del paria, Si así fuera, buen contingente encontrarían en mi vida los “apóstoles” de América.
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