La ciudad escocesa se convierte en capital cultural de festivales literarios y de teatro
Uno de los espectáculos callejeros en Edimburgo. / Jeff Mitchell./elpais.com |
La luz cambia constantemente en Edimburgo a causa de las nubes que van y vienen por el cielo, y parece a veces que el semblante de las personas que han acudido al festival
y se agolpan en las calles adyacentes al castillo cambia según ese
vaivén meteorológico. Pero no, nada tienen que ver las nubes, ni el
viento frío que viene del Oeste, ni el sol que este agosto de 2014 es en
Escocia más huidizo que nunca; los responsables de los rostros risueños
o taciturnos son, sencillamente, los actores y los músicos. Me pongo
como ejemplo: iba caminando sin mayor preocupación, contento de haber
escuchado a un saltarín grupo de música tradicional china, cuando,
empujado por la riada humana que en ese momento bajaba por High Street,
me vi de pronto frente a un Pierrot que hablaba del suicidio de Robin Williams.
“Un genio atormentado por la depresión”, leyó Pierrot en voz alta,
abriendo un periódico. Luego nos miró a todos, a los veinte o
veinticinco que hacíamos de público. “¿Recuerdan el cuento de Edward
Lear?”, preguntó. “Un hombre fue al psiquiatra porque ya no podía más, y
el psiquiatra le aconsejó ir a un circo recién llegado a la ciudad en
el que actuaba un payaso muy divertido. Pero al hombre no le valía esa
solución, porque él era el payaso de aquel circo”. Pierrot cerró el
periódico: “¿De qué le valió a Robin Williams hacer reír a todo el
mundo? ¿Hacer reír a Obama?”.
Me vi en el cristal de un escaparate. Estaba triste, sin rastro de la
alegría que me habían insuflado los saltarines músicos chinos. Me fijé
en el resto del público. Todos estaban tristes, igual que yo. ¿Todos?
No, todos no, había un hombre de hermosa coleta blanca que protestaba
furioso. Se explicó, nos explicó: “La primera vez que vine aquí vi un
número en el que Malcolm Hardee disparaba un cohete después de
incrustárselo en el culo. Ese mismo día, un grupo alemán cantó una ópera
con un cerdo vivo en escena. En mi opinión, ése es el espíritu del
festival. Esta mierda de payasos tristes es inaguantable”. Una ráfaga de
viento frío barrió High Street. Fue una señal. Tres segundos después,
ya nos habíamos dispersado.
En los aledaños del castillo había más gente que en ninguna otra
parte, una multitud, y de ella sobresalía la figura de un santón indio.
Llevaba turbante y refajos, y hacía sonar un cornetín dorado. Me
acerqué, y —¡sorpresa!— no era un actor, sino una taquilla ambulante.
Vendía entradas para el espectáculo militar que se celebra en la
explanada del castillo a todo foco y a toda gaita, el así llamado Royal
Edinburgh Military Tattoo. De pronto, un incidente: secuestro del
cornetín dorado. El secuestrador, un hombre joven de aspecto marcial. Al
santón le costó alcanzarle, y solo recuperó el instrumento tras muchos
ruegos y lloriqueos. La situación se aclaró enseguida. El santón era en
realidad Alí Babá, un ladrón que vivía de la reventa. El justiciero, uno
de los participantes en el Tattoo.
Hay en High Street una zona acotada en la que los participantes del
Fringe, uno de los circuitos alternativos del festival, hacen propaganda
de sus actuaciones. Entré dentro y recibí una postal del grupo de
teatro Foximorons. En la fotografía, dos muchachos en un váter público:
uno de ellos en posición de orinar; el otro, con los pantalones
completamente bajados, haciendo supuestamente lo que —teniendo en cuenta
el genuino espíritu del festival— cualquiera puede imaginar. Seguí
adelante y crucé toda la zona acotada. Fueron solo diez minutos, pero me
aportaron una cosecha de, exactamente, 34 postales publicitarias.
Hacía frío, las nubes grises corrían por el cielo, el sol huía hacia
alguna otra nación, la sombra de Pierrot flotaba aún en el ambiente, y,
en fin, todo invitaba a buscar un poco de calor. Después de una breve
inspección, acabé en The Elephant House, “el local donde J. K. Rowling
escribió parte del primer libro de Harry Potter”,
según la guía literaria de la ciudad. Afortunadamente para mí, el
camarero, sin ser exactamente un mago, era muy competente, y no se
limitó a traerme el café y el scone, sino que puso sobre mi
mesa todos los programas generales del festival. “Si analiza las
propuestas postal a postal no le quedará tiempo para ver las
actuaciones”, me dijo. Tenía razón. O tenías los poderes de Harry, o se
te iba la mañana en cavilaciones.
El programa del festival oficial era elegante, y anunciaba grandes producciones: óperas de Hector Berlioz y de Benjamin Britten, una pieza de teatro de Thomas Bernhard, un espectáculo de danza española (Patria, de la Paco Peña Flamenco Company) y más de treinta conciertos de música clásica.
En cuanto al programa del circuito alternativo, Fringe, parecía un listín telefónico. Tenía más de 400 páginas, y el número de performers
—actores solos, actores en compañía, músicos, bailarines— era de 700,
aproximadamente. El de locales —vale cualquier hueco con sillas—, de
400. Me quedé medio mareado con aquellas cantidades, y lo único que
saqué en limpio fue que uno de los adjetivos que más se repetía en las
citas de las reseñas era el de hilarious, “hilarante”. Dominaban, pues, las comedias, y, en la mayoría de los casos, eran stand up, escenificadas por un único actor.
Al salir de The Elephant House vi a una chica joven con un pin azul
que decía YES, sí a la independencia de Escocia. Luego, ya en Market
Street, una mesa informativa con un YES todavía más grande. Seguí
caminando y, cien metros más adeante, junto a la puerta de unos grandes
almacenes, vi pegada a la pared una fotografía que me resultó familiar.
Era de Hodei Eguiluz, el joven vasco que desapareció en Amberes en
octubre de 2013. Su familia y amigos no cejan en el empeño de
encontrarle vivo, y lo buscan por toda Europa.
Llegué a Charlotte Square, donde se asienta el Edinburgh
International Book Festival —750 autores, 800 actos—, y me encontré con
el hombre que lo “construye” y dirige, Nick Barley. Le hablé de los YES
que había visto en la ciudad. Se puso muy serio al contestar: “Por un
lado, el momento es positivo para Escocia, porque el referéndum ha
generado un gran interés hacia el país. El problema es que la retórica
política puede crear una profunda división entre la gente. La
literatura, que siempre es diálogo, tiene ahora mucho que hacer. En ese
sentido, el papel del Festival del Libro es el de ofrecer un fórum
neutral donde todos los puntos de vista puedan ser escuchados”. Me
parece cierto lo que dice, porque este mismo año han hablado en el
festival autores a favor del sí, como Alasdair Gray, y autores que, como
Malorie Blackman, están en contra.
Volví al hotel pensando en los diferentes sentidos que adopta en
castellano el término “animado”. Estaría animado el que está contento, y
también el que está en movimiento, con asuntos que arreglar; pero,
sobre todo, el calificativo correspondería a aquel que tiene ánima,
alma, espíritu, palabra. Resumo mi impresión de Edimburgo en este verano
de 2014. Es un lugar animado, tanto como ese cielo suyo donde las nubes
van y vienen, y el sol es huidizo.