Queremos tanto a Julio
Incluido dentro del libro epistolar de Julio Cortázar, editado por Alfaguara, el columnista Ricardo Bada relata cómo fue su relación con el escritor argentino
Julio Cortázar mirando desde una ventana de París, Francia, país que lo adoptó al final de sus años./elespectador.com |
Fuimos amigos pero encontrarnos no nos encontramos personalmente nada
más que dos veces. Nuestra amistad se nutría de cartas y llamadas
telefónicas, de una de las cuales –fallida– queda un recuerdo
imprescriptible para todos quienes la vuelven a oír; hablaré de ello más
adelante.
Por lo que me toca, el balance material de esa amistad
incluye para empezar once cartas y cinco postales que me envió desde
Viena, Mendoza, Saignon, Nairobi, Deyá (en la isla de Mallorca) y, las
más de ellas, desde París. De las once cartas sólo conservo los
originales de ocho: el resto son fotocopias, lo cual significa que a lo
largo de los años les he regalado tres a otros tantos amigos muy
queridos y coleccionistas de autógrafos, con seguridad en algún
cumpleaños redondo de cada uno de ellos.
Como fuere, los textos de
las once están reproducidos íntegros en los volúmenes 4 y 5 de la
monumental publicación del epistolario del Cronopio Mayor, Julio
Cortázar, Cartas (Alfaguara, Buenos Aires 2012), pulquérrima edición a
cargo de Aurora Bernárdez y Carles Álvarez Garriga. Y una de las
tarjetas, la última que recibimos de él, enviada desde París con fecha
14.12.1983 –o sea, dos meses antes de su muerte–, se reproduce junto con
este artículo, siendo inédita hasta ahora.
Amén de la
correspondencia escrita, el balance material incluye asimismo una
fonocarta, vale decir una casete que Cortázar me mandó grabada de viva
voz, en octubre 1976; una casete que demuestra en alto grado su sentido
del deber y su profesionalidad en todo lo que tuviera que ver con la
literatura y el testimonio que daba de ella. También de ello trataré más
adelante. Acá sólo me resta añadir que la transcripción de lo que me
habló allí puede leerse en las páginas 605 a 611 del volumen 4 del
epistolario antecitado.
El balance material prosigue con un
ejemplar de la edición especial publicada por Minotauro, en Buenos Aires
1969, del cuento “Casa tomada” traducido a diseño gráfico por Juan
Fresán; ese ejemplar nos lo autografió Cortázar la segunda y última vez
que nos encontramos, diciembre 1983, cuando ambos acudimos en París a un
congreso de solidaridad con Nicaragua, agredida por la contra y el
gobierno de un actor de cine en películas de la serie B, un tal Ronald
Reagan.
Last but not least, el balance concluye con el manuscrito
de la única pieza radiofónica escrita por Julio Cortázar, “Adiós,
Robinson”. Es uno de los más preciados tesoros que reposan en mis
archivos, y consta de catorce páginas escritas a máquina y numeradas del
1 al 15, sólo que Julio se equivocó al hacerlo, saltó del 6 al 8, y
para no andar borrando lo ya tecleado, al guarismo 6 escrito a máquina
añadió “– 7” de su puño y letra. Una página que son dos, algo muy
cronopial.
La fonocarta
En 1976, y de cara a 1977, cuando
se celebrarían el milenario del idioma español y el centenario del
nacimiento de Hermann Hesse, propuse en la Radio Deutsche Welle, la
emisora alemana internacional donde me desempeñaba como redactor
especializado en temas culturales, la realización de dos series
respectivas dedicadas a dichos temas. El consejo de redacción aprobó el
proyecto y a partir de ese momento entrevisté sobre ambos a todo
escritor latinoamericano que se acercó a menos de un metro de mi
grabadora.
¿Qué significaba para ellos que el idioma en que
escribían cumpliese mil años desde su aparición como lengua escrita?
¿Quién era para ellos Hermann Hesse? (cuyo apellido, dicho sea de paso,
todos, con muy pocas excepciones, pronunciaban como si fuese francés:
Jes). Entrevisté, pues, por ejemplo, a Uslar Pietri y Galeano, a Donoso y
Osman Lins, y a los Manolos, Scorza y Puig. Y no contento con ello hice
entrevistar con cuestionarios míos a Sabato y Fernández Retamar, a Bioy
Casares y Borges. Y por si todo eso fuera poco, un día me llegó de
París una casete de Julio Cortázar.
Ocurre que en 1976 tuvo lugar
en Fráncfort la primera feria del libro con un centro de gravedad
geográfico, y fue “América Latina, un continente por descubrir”, siendo
invitada al evento la flor y nata de aquella literatura. Es más fácil
enumerar quienes fueron los únicos machos Alfa que no acudieron
(escritoras no invitaron a ninguna): Borges, Fuentes, Paz y García
Márquez.
El resto estaba en pleno, lo cual me puso a tiro a tantos
autores y pude hacer tantas entrevistas con ellos. Pero con tan
rematada malísima suerte que todas las veces que me encontraba con
Cortázar fueron justamente cuando ya no cargaba yo la grabadora. Así es
que de regreso en Colonia le escribí unas líneas, acompañando unos
recortes de prensa que sabía que le iban a interesar (leía alemán
bastante bien) y lamentando que no pude entrevistarlo para mis series.
Eso sí, conociendo su generosidad sin tacha, le pedí que, por favor, ni se le ocurriera enviarme ningún texto para tales programas, porque iban a ser de radio y, como él sabía de sobra, en ella lo esencial es la voz de la persona que opina. Para mi sorpresa, mi alegre sorpresa, y ni qué decir mi agradecimiento, una semana después me llegaba desde su domicilio parisino una casete sin rótulos ni indicaciones de ninguna especie, la enchufé, pulsé la tecla PLAY y oí su voz: «Hola, Ricagdo...», después de lo cuál duró media hora explicándome lo que pensaba acerca del milenario del idioma español y, haciendo honestamente la salvedad de que sólo había leído un libro suyo, Demian, qué era lo que pensaba de Hesse, desarmándolo hasta dejarlo en el ridículo más cruel.
Eso sí, conociendo su generosidad sin tacha, le pedí que, por favor, ni se le ocurriera enviarme ningún texto para tales programas, porque iban a ser de radio y, como él sabía de sobra, en ella lo esencial es la voz de la persona que opina. Para mi sorpresa, mi alegre sorpresa, y ni qué decir mi agradecimiento, una semana después me llegaba desde su domicilio parisino una casete sin rótulos ni indicaciones de ninguna especie, la enchufé, pulsé la tecla PLAY y oí su voz: «Hola, Ricagdo...», después de lo cuál duró media hora explicándome lo que pensaba acerca del milenario del idioma español y, haciendo honestamente la salvedad de que sólo había leído un libro suyo, Demian, qué era lo que pensaba de Hesse, desarmándolo hasta dejarlo en el ridículo más cruel.
Parece ser que Julio acostumbraba a enviar ese tipo de
casetes a sus amigos, ahorrándose así el trabajo de escribir. Pero
ocurre que de las muchas que envió, y hasta donde sabemos, tan sólo se
conservan dos, sólo dos personas tuvimos la precaución “histórica” de
salvaguardar su voz en ese tipo de vehículo que bauticé como fonocarta.
De la mía ya les platiqué. La segunda es una enviada al director de cine
argentino Miguel Antín, desde París, el 17.6.1953 (pronto cumplirá el
medio siglo); aparece transcrita en la edición ya referida de las cartas
del Gran Cronopio, en el volumen 2, entre las páginas 633 a 653, e
incluye la voz de Aurora Bernárdez dialogando con Cortázar y a él
tocando en la flauta un tema de Strawinsky. Tan luego “El pájaro de
fuego”.
“Adiós, Robinson”
Un año después, en 1977, y de
cara a 1978, propuse en la correspondiente reunión de pauta, en la misma
emisora Radio Deutsche Welle, la realización de una serie acerca de
algunos lugares devenidos famosos gracias a la literatura universal.
La
propia ciudad de Colonia, sede de la emisora, es el escenario de El
honor perdido de Katharina Blum y la mayoría de las demás novelas de
Heinrich Böll. Y Danzig lo es de la trilogía que comienza con El tambor
de hojalata. Postulé asimismo la inclusión en la serie de La Mancha de
Don Quijote, la isla de Juan Fernández (donde se desarrolló la verdadera
odisea de Robinson Crusoe), Salvador de Bahía (donde Jorge Amado sitúa
las andanzas de Gabriela–clavo–y–canela), y por último Trinidad, para
cuyo tratamiento sugerí contratar a Vidiadhar Surajprasad Naipaul, un
nombre que hizo fruncir las cejas en señal de perpleja ignorancia a mis
compañeros del servicio de programas.
Pero eran tiempos de bonanza
económica en Alemania y en nuestra emisora, y mi proyecto se aprobó sin
más, con lo que me encontré teniendo como autores del mismo a Heinrich
Böll, Günter Grass, Camilo José Cela (para La Mancha), Julio Cortázar
(traductor al castellano del libro de Defoe), Jorge Amado y al buen
Naipaul. Valga decir que en aquel momento sólo Böll era Premio Nobel,
hoy en día son cuatro los autores Nobel con los que armé mi serie. Y que
Amado y Cortázar no lo recibieran, en fin, ese es un capítulo sobre el
que paso de puntillas.
Confieso mi orgullo por el hecho de que la serie se llevase a cabo con una calidad excepcional en los manuscritos originales, y en las obligadas traducciones de cuatro de ellos, por otros tantos trujamanes de lujo: Cristina Peri Rossi, Felipe Boso, Víctor Canicio e Isaac Chocrón. Y como pueden imaginar, con tal materia prima no resulta nada difícil obtener un buen producto final.
Confieso mi orgullo por el hecho de que la serie se llevase a cabo con una calidad excepcional en los manuscritos originales, y en las obligadas traducciones de cuatro de ellos, por otros tantos trujamanes de lujo: Cristina Peri Rossi, Felipe Boso, Víctor Canicio e Isaac Chocrón. Y como pueden imaginar, con tal materia prima no resulta nada difícil obtener un buen producto final.
En
mi correspondencia se encuentran todas las cartas que nos cruzamos
Cortázar y yo en torno a mi encargo de que escribiese el capítulo
correspondiente a la isla de Robinson Crusoe, y ya digo que conservo
como oro en paño el mecanuscrito de “Adiós, Robinsón”, que fue el título
que le di a ese radioteatro, porque Cortázar lo había rotulado, algo
desmañadamente, para mi gusto, “La situación en Juan Fernández”.
Julio
estuvo de acuerdo con el cambio del título, y con otro que le propuse,
el apellido de la protagonista, la esposa del subjefe de policía de la
isla, que en su original se llamaba Leighton, pero ese era el apellido
de uno de los tres militares felones que componían la siniestra Junta
del criminal Pinochet, y me pareció más prudente no despertar perros
dormidos. Porque nuestra intención era que ese radioteatro también se
emitiese en Chile, pese a todo... y sí que se emitió: y quienes hayan
leído su texto convendrán conmigo en que se trata de una parábola del
estado en que se encontraba aquél país tras el golpe del primer 11 de
Septiembre trágico [no dejemos que el ataque a las Torres Gemelas
acapare todo el espectro del martirio]. Además, Julio también estuvo
conforme con que desoyéramos su sugerencia (consignada en el original)
de mantener en fondo durante la presentación la melodía “Solitude”, con
Duke Ellington; preferimos encargarle una composición ex profeso a
Daniel Viglietti, y eso le pareció incluso mejor que su sugerencia.
Acerca
de “Adiós, Robinson” hay un par de bulos que ojalá se desvanezcan tras
la aparición de este artículo. El más simpático de ellos lo conocí a
través de una estudiante de maestría en la Universidad de Montreal,
Canadá, cuyo tema de investigación era el "Análisis del radioteatro a
través de la obra de Julio Cortázar Adiós, Robinson". Me contactó para
decirme que había leído que fui yo quien le encargó a JC la escritura
del texto, pero ella tenía “otra versión según la cual se lo habría
encargado Radio Colonia (Uruguay)”. Le contesté que no sabría decirle de
dónde podía haber salido semejante disparate, a no ser que alguien
hubiese oído campanas y no supiera dónde, y que posiblemente se debiesen
al hecho de que la Radio Deutsche Welle tenía su sede en Colonia...
pero la Colonia del Rhin, no la uruguaya, que es del Sacramento.
Una llamada telefónica fallida
El
jueves 21.10.1982, a pocos minutos del mediodía europeo, sonó mi
teléfono en la redacción de la Radio Deutsche Welle. Era mi redactor
jefe, para comunicarme que el Nobel de Literatura de ese año le había
sido concedido a García Márquez: ¿no podría yo fabricar –“sobre el
pucho” (es decir: ¡ya!)– un programa especial de media hora, ad hoc?
Ni
corto ni perezoso me enclaustré en un despacho de la redacción y eché
mano al teléfono. Tenía los auriculares puestos, el magnetofón a punto, y
una lista de números y nombres al alcance de la mano. Durante más de
una hora llamé y llamé sin pausas: a París de la Francia y a Deyá de
Mallorca, a Madrid y a Barcelona, a Toulouse... Y estuve conversando
sobre García Márquez con Paco Porrúa, el argentino que acometió la
hombrada de publicar en Sudamericana, con cuatro años de diferencia,
Rayuela y Cien años de soledad; con Caballero Bonald y Osvaldo Bayer,
con Óscar Collazos y Severo Sarduy, con Jorge Enrique Adoum y Benedetti,
con Roa Bastos y Claribel Alegría. Pero mi primera llamada había sido a
Cortázar, en París.
Sólo que ahí me respondió su contestadora
automática informándome en francés, con la voz del Gran Cronopio: “Julio
Cortázar no se encuentra en casa por el momento. Si lo desea, puede
dejar un mensaje después de oír la señal sonora”. Y luego un ¡bip!
escueto. De modo que le dejé un mensaje explicándole el objeto de esa
llamada y diciéndole que todavía quedaban un par de horas hasta la
emisión, que lo volvería a intentar.
Mi tercera llamada al
00331.824-6138 fue casi al filo de ir al estudio a montar el programa,
pero fracasé de nuevo, y en ese instante lo decidí: registraría la voz
de Julio en su contestadora. Así, cerré el programa diciéndole a los
oyentes cómo es que también habíamos procurado obtener el testimonio de
JC, pero con el siguiente resultado: y sencillamente les hice oír la
cinta pregrabada de su maldita secretaria electrónica, como la llaman
los brasileños.
Menos de año y medio después, el 12.2.1984, en la
misma emisora, me tocó el dolor de escribir la nota necrológica de
Julio, y medio enajenado la concluí también con esa grabación.
En
algún lugar de su extensa obra, el doctor Castaño Castillo ha dejado
dicho, de manera muy generosa, que ese ha sido el mejor programa de
radio en la historia de este medio. Con todos los respetos, a mí me
bastaría recordarle la adaptación que hizo Orson Welles de La guerra de
los mundos, de H.G. Wells, para convencerlo de que no. Pero hay algo de
lo que sí estoy seguro: de que quizá siga siendo la única necrológica
que aún hoy, al oírla a 29 años de la muerte de Cortázar, nos vuelve a
poner el corazón en un puño cuando oímos su voz de Gran Cronopio,
pidiéndonos –desde dondequiera que esté– que le sigamos dejando
mensajes.
Pueden hacerlo, si quieren, programando en sus computadoras el siguiente enlace y activando el audio que lleva al final: