Queremos tanto a Julio
Cuando el próximo martes, hoy; se cumplan los cien años del nacimiento de Julio Cortázar, habrá llegado a su culminación el homenaje alrededor de su figura y su obra. Todo empezó cuando se cumplieron los cincuenta años de la publicación de Rayuela, en 2013, y en febrero de este año se conmemoraron los treinta años de su muerte
Una de las cartas, autografiadas de Cortázar a su amigo Ariel Dorfman./pagina12.com.ar |
Pero más allá de tantos
aniversarios, la publicación constante de su obra y la vigencia de su
frescura y su ejercicio de la libertad total son el verdadero eje de las
celebraciones. Cuando se pensaba que sus cartas habían sido publicadas
en su gran mayoría (el volumen de Cartas de Alfaguara de 2012), Ariel
Dorfman, que había mantenido una nutrida correspondencia con Cortázar y
que había contribuido a ese volumen, durante una mudanza encontró cinco
cartas que le enviara Cortázar desde Nicaragua y París, donde se pueden
captar momentos decisivos de los últimos años de su vida. Radar las
publica por primera vez junto con un entrañable recuerdo del escritor
chileno, sumando así una grata y bienvenida sorpresa a los festejos que
tienen lugar por estos días.
Solamente una vez en su vida, que yo sepa, se topó Julio Cortázar de
veras con un vampiro –uno de carne y hueso, y no un espectro de tantos
que poblaban su ficción–. Si invoco hoy ese encuentro de ultratumba, a
cien años de su nacimiento y treinta de su muerte, se debe a que
permite, entre demasiados recuerdos posibles, explorar de una manera
singular su continua permanencia entre nosotros, con una singularidad
que –se me ocurre– podría haberle gustado.
Tal cruce verídico pero inverosímil con una hija o hermana (¿o sería
la esposa?) de Drácula ocurrió en mayo de 1979 durante un foro de
solidaridad con Chile llevado a cabo en Torún, una ciudad polaca que,
como no cesaban de repetirlo los anfitriones, era el lugar donde había
visto la luz del día el sabio Nicolás Copérnico.
La segunda mañana de nuestra estadía estaba programada una visita a
la catedral en el centro de la ciudad. Julio y yo nos sentamos en la
parte de atrás mientras los demás participantes en el foro se
adelantaron hacia el altar. El sitio religioso nos hizo rememorar una
jornada parisina cuando, hacía un par de años, el Gran Cronopio me había
invitado, junto a mi mujer Angélica, a ver la Saint Chapelle. “Acá los
espero, Ariel”, me urgió por teléfono, con esa “r” tan francesa que
nunca pudo soslayar. “El sol está perfecto para gozar de los más bellos
vitraux del mundo.”
Natural, entonces, que en Torún levantáramos la vista al unísono
hacia el techo y allá, entre los querubines y los santos, se asomaba la
indesmentible cabeza pintada de... ¡una vampiresa! Una mujer vetusta y
dientuda, con ojos hundidos y hambrientos, mirándonos en forma
devoradora desde las alturas. Después de unos minutos pasmados, salimos a
la peatonal de Torún y nos pusimos a caminar en silencio, rumiando
sobre esa visión siniestra, espejo quizá de nuestros propios demonios.
Era como si la malignidad que veníamos a Torún a denunciar, la
dictadura de Pinochet, hiciera su aparición hasta en la lejanía de
Polonia. Por mi parte, mi ansiedad se multiplicaba por un sentimiento de
culpa: mientras yo acudía durante unos días a este foro cultural que
después de todo no era tan importante, mi mujer quedaba atrás en el
solitario exilio de Amsterdam con nuestro hijo recién nacido.
En medio de esos pensamientos sombríos, miré de pronto hacia el
tercer piso de una antigua casa que daba sobre la calle y, sin decir
nada, le tiré de la manga a Julio y él siguió mi mirada y... ahí,
inspeccionando (diríase seleccionando) a los transeúntes, había una
vieja polaca QUE ERA ABSOLUTAMENTE IDENTICA a la vampiresa que
acabábamos de divisar en la catedral. Ella no nos vio, por suerte,
estaba demasiado absorta en otras víctimas, y sus ojos eran como
carbones y estaba como muerta y cenicienta. Nos escondimos en el umbral
de una farmacia para poder observarla con detenimiento, aunque no por
mucho tiempo, porque los escalofríos nos señalaban que era mejor partir
antes de que ella se fijara en nuestros cuerpos, nuestros cuellos
vulnerables.
Una vez fuera del alcance de la matrona de los largos dientes y ojos
enfurecidos, Julio y yo, como si fuéramos personajes atrapados en la
surrealidad de algún cuento cortazariano, desmenuzamos la “coincidencia”
con nerviosa facilidad: la tartartarísima abuela de la siniestra mujer
del presente polaco había servido de modelo para el pintor del Medioevo
de Torún, así de simple. Pero ninguno de los dos presumíamos que tal
encarnación se debía de veras a un mero traspaso de genes. Aquella vieja
ERA LA MISMA que habíamos percibido en el cielo de la catedral, ella
seguía pasándose los labios por la boca (¡no exagero!) y robándose las
almas oriundas y extranjeras que deambulaban por Torún. Ahora
entendíamos por qué Copérnico había huido de su ciudad natal. Para que
la veterana aquella no lo dejara como globo desinflado, no le absorbiera
toda la sangre celestial y terrestre y astral. Quizás el buen Nicolás
había inventado su ciencia precisamente como antídoto a los misterios
herméticos con que creció, las leyendas que escuchó de niño, una manera
de conjurar el oscurantismo, ayudando a inaugurar una modernidad donde
aquella vampiresa no tenía cabida.
Pero Julio sabía –y vaya si lo escribió una y otra vez– que los
fantasmas y los sueños, todo lo que es marginal y subconsciente y
bárbaro, tienen un modo de rondarnos, de tomar su venganza cuando menos
lo esperamos, desafiando la racionalidad occidental y las sociedades y
acuerdos que ha construido. Y he aquí que tal situación se incorporaba
frente a los ojos del mismo Cortázar, no en su ficción, sino que en las
calles de Torún, calles que justamente había pisado Copérnico, calles
donde una mujer fantasmagórica y duplicada nos llevaba a preguntarnos
por otro registro de lo real. Qué privilegio: asistir a un momento en
que un gran escritor tropezaba cara a cara con las fuentes de su
creatividad, lo que siempre le fascinó a él y aterrorizó a sus
personajes.
A medida en que nos alejábamos de aquella mirada voraz, nos
permitimos bromear un poco, preguntándonos cuál de los dos sería su
víctima predilecta, dada la tradicional preferencia de los vampiros por
la sangre más fresca y nueva.
–Vos sos más joven, pero por ahí ella se confunde y cree que el
hermano menor soy yo –dijo Cortázar con su habitual sentido del humor,
refiriéndose a que, pese a llevarme casi treinta años, lucía un aspecto
de eterno adolescente, debido a su condición de acromegalia.
–Pero lo que no adivina aquella augusta dama –agregó Julio– es que de hecho soy tu hermano mayor y me toca protegerte.
No era la primera vez que Julio me anunciaba tal hermandad, si bien a
veces invocaba a Poe y su personaje William Wilson para tildarnos de
dobles, doppelgangers, y otras veces me llamaba gran monstruo, lo que
para él era una fórmula cariñosa.
Lo cierto es que habíamos fraternizado, Julio y yo, desde la primera
vez que se habían cruzado nuestros caminos, cuando él voló a Chile en
noviembre de 1970 para asistir a la inauguración de Salvador Allende
como el primer presidente de Chile, y de la historia, que pretendía
construir el socialismo con medios democráticos. ¡Qué regalo para tantos
jóvenes en nuestro país! No sólo se abría una nueva era de justicia,
sino que nuestro máximo héroe literario venía en apoyo de nuestra
revolución pacífica. El autor de Rayuela, nada menos, el texto
fundacional de mi generación, cuyo asalto desfachatado y travieso a las
categorías literarias constituía un acicate estético para la liberación
social que soñábamos para el continente entero.
Por cierto que, con su acostumbrada generosidad, Julio se pagó su
propio pasaje en esa primera venida, como lo haría de nuevo en marzo de
1973. Para esta segunda visita ya habíamos establecido una relación tan
cercana que aceptó cenar en casa un par de veces con su amiga Ugné
Karvelis. Después, ya en el exilio, nos alegraríamos mucho de que
Angélica pudiera agasajar a estos amigos con tantos platos sabrosos,
ellos que nos recibirían en París cuando habíamos perdido nuestro casa y
nuestro país y nuestra libertad, Julio que se convirtió, como me lo
reiteraría en Polonia, en mi protector, y también en un hermano mayor
para Angélica y los chicos, dándonos siempre ternura y amparo.
Incluso después de muerto. Hace tres décadas que se nos fue, pero
yo, que no creo en Dios, lo siento presente, lo siento hablándome,
sonriéndonos, susurrando consejos desde el otro lado de la existencia.
Trato de no adornar el asunto. Cortázar desconfiaba de los homenajes, de
la solemnidad, de la sentimentalidad fácil, de manera que quisiera ser
circunspecto en esta celebración de su centenario. Quisiera, pero no lo
logro. De todos los seres que he conocido en mi vida, Julio fue uno de
los pocos que puedo llamar, sin sonrojarme, un ángel.
Y si me hechiza tanto esta historia del encuentro con la vampiresa
es porque si ella pudo persistir más allá de la muerte, si ella anda por
ahí todavía buscando víctimas y cuerpos inocentes que violar, ¿por qué
no Julio, ese ser angelical, quién nos dice que él no está acá cerca, no
sólo en su literatura, no sólo en los recuerdos de los que quedamos y
que nos vamos apagando, quién nos puede jurar que Cortázar no sigue
mirándonos desde alguna cercana bóveda y que lo seguirá haciendo por los
siglos de los siglos, amén?
Instrucciones para leer estas cartas
Desde que conocí a Julio Cortázar, en noviembre de 1970, cuando vino a
Santiago para la asunción de Salvador Allende como presidente de Chile,
mantuvimos una nutrida correspondencia. La mayoría ya fue publicada en
la antología de las Cartas que sacó Alfaguara en el 2012. Recientemente,
al mudar de casa mi mujer Angélica y yo, descubrí cinco cartas
adicionales e inéditas que se habían quedado traspapeladas por ahí en
alguna caja escondida. Se publican acá por primera vez.
26 DE JUNIO DE 1980
Me llegó esta carta a Amsterdam cuando estábamos, con mi familia, a
punto de partir a EE.UU., yéndonos de Europa, donde habíamos pasado casi
siete años de exilio (tres de ellos en París, cerca de Julio). Junto a
la carta, Julio acompañaba el manuscrito original de Omenaje a Rayuela,
un libro delirante que yo había escrito a fines de 1969 y que me atreví a
ofrecerle a Cortázar el último día de su visita a Chile para celebrar
la victoria de Allende. Mi propia copia se había perdido durante el
golpe de 1973.
Otras referencias de la carta: Zihuatanejo es una playa mexicana en
el Pacífico, donde Julio, con su mujer Carol y el hijo de ella,
Stéphane, iban a veranear después de pasar una semana en Cocoyoc como
jurado, como lo éramos yo y García Márquez y Julio Scherer, de un
concurso literario.
Schavelzon es Willy Schavelzon, editor de la obra de Julio y de la mía en México.
El “pibe” es nuestro hijo Rodrigo que, en efecto, hizo buenas migas con Stéphane.
El Mercurio es el principal diario chileno, al que despreciaba Julio
debido a que fomentó el golpe contra Allende y apoyó después
fervorosamente la dictadura de Pinochet. Hacía tiempo que habíamos
comentado con Cortázar que EFE distribuía sus textos a ese periódico en
contra de sus expresas instrucciones.
29 DE NOVIEMBRE DE 1982
Estábamos exiliados ya en Washington cuando nos llegó la noticia de
la muerte de Carol, terrible para nosotros y devastadora para Julio,
como lo sabrá cualquier lector que haya gozado de su delicioso libro de
viaje, Los autonautas de la cosmopista.
25 DE ENERO DE 1983
No era habitual que Julio mandara tarjetas postales. Le gustaban las
cartas largas y explayadas, que componía mientras fumaba con
tranquilidad, escuchando a menudo jazz. Esta, desde Managua, es una
excepción. Su apoyo a la causa de los sandinistas, acorralados por el
gobierno de Reagan, es de sobra conocido, especialmente su amistad con
Sergio Ramírez y Ernesto Cardenal, opositores hoy de Daniel Ortega.
15 DE MARZO DE 1983
Hacía varios años que yo colaboraba con el New York Times con
comentarios sobre la resistencia chilena y la política norteamericana y
pensábamos, con Julio, que notas suyas sobre Nicaragua y otros temas
podían interesar a Howard Goldberg, mi editor en ese periódico.
Saúl Sosnowsky es un académico argentino muy prestigioso, tan amigo
de Julio como mío. Fue Saúl el que me llamaría el 12 de febrero de 1984,
para anunciarnos la muerte de Julio.
27 DE JULIO DE 1983
Siete meses antes de su fallecimiento, ya se le notaban a Julio
síntomas de la agotadora enfermedad que lo mataría. Era muy modesto, al
no contar que, además de crónicas sobre la causa de los nicas, escribió
bellísimos cuentos en ese período. Alarmado por las palabras con que
finaliza esta carta, pensé ir a verlo luego a París, pero en septiembre
de 1983 Pinochet me permitió volver a Chile y ese retorno, junto al
intento en los meses siguientes de regresar en forma permanente al país,
coparon el tiempo mío y de Angélica. Le había hablado por teléfono a
Julio a fines de ese año para anunciarle que planeaba un viaje a Europa
en enero de 1984, pero nuestro hijo Rodrigo se accidentó y tuve que
cancelar el vuelo. Nunca pude, entonces, decirle adiós personalmente,
darle ese abrazo que aún me falta. Pero cada vez que leo sus obras él me
da la bienvenida y me despide, sonriente y gigantesco y genial, y ese
aliento tiene que ser inevitablemente suficiente.
El "azar de alguna mudanza" hizo temer a Julio Cortázar por el paradero de un ensayo sobre Rayuela titulado Omenaje
que Ariel Dorfman le dio cuando apenas se conocían. Lo encontró, y se
lo contó en una cariñosa carta que le escribió en junio de 1980 en la
que le animaba a publicarlo —“hay allí tantas cosas vivas, tantos
hallazgos bellísimos en todos los planos, que me apena que siga
inédito”—. Esa misma epístola es una de las cinco que, más de tres
décadas después de haber sido escritas, se ha encontrado el dramaturgo,
escritor, poeta y profesor Dorfman “traspapelada en alguna caja
escondida” en otra mudanza, esta vez en EE UU. El círculo o juego
azaroso de mudanzas e inéditos encaja bien en el universo del autor de La casa tomada.
Se llevaban 30 años. Cortázar nació en Bruselas en 1914 con pasaporte argentino y Dorfman en Buenos Aires en 1942 aunque marchó de niño a Estados Unidos y más adelante a Chile. Y fue en ese país, en la toma de posesión de Salvador Allende donde se vieron por primera vez. Uno era invitado de honor, reverenciado escritor que triunfaba en todo el mundo; el otro, joven asesor para temas culturales del nuevo presidente cuyo Gobierno llenaba de esperanza a los intelectuales. El golpe de Pinochet truncó violentamente aquel sueño y llevó a Dorfman a París, donde frecuentó a Cortázar y arrancó una amistad que, como todas las que forjaba el autor de Último round, dejó un largo rastro de cartas.
Tantas fueron las que escribió a sus amigos Cortázar, a ser posible con un cigarrillo en la mano y escuchando jazz —"yo me siento a la máquina y dejo correr el vasto río de los pensamientos y los afectos"—, que ocuparon cinco volúmenes en la edición ampliada y corregida de 2012 de Alfaguara. La mayoría de las que mandó al autor de La muerte y la doncella quedaron incluidas en la antología, excepto estas cinco de 1980, 1982 y 1983. En ellas Cortázar habla de unas vacaciones planeadas con Ariel y su familia en México, después de que ambos participaran en el jurado de un concurso literario en Cocoyoc junto a García Márquez —"… pienso que nos sentiremos tan bien en nuestros bungalows que imagino un poco como los de las novelas de Conrad, aunque desde luego serán totalmente distintos…"—; se queja de la publicación de un texto suyo en Mercurio —"le avisé a la agencia Efe que si no desmienten o cesan de enviar textos a esos canallas yo dejo de colaborar con ella"—; le hace partícipe de su pesar tras la muerte de Carol —“vivo mal, hueco y perdido”—, y le agradece el contacto con The New York Times para publicar sobre Nicaragua. En estos últimos años crecía su compromiso político con los sandinistas. “Era muy modesto, al no contar que, además de crónicas sobre la causa de los Nicas escribió bellísimos cuentos en ese periodo”, recuerda Dorfman. “Nunca pude decirle adiós personalmente, darle ese abrazo que aún me falta. Pero cada vez que leo sus obras, él me da la bienvenida y me despide, sonriente y gigantesco y genial, y ese aliento tiene que ser inevitablemente suficiente”.
Cinco cartas inéditas de Cortázar (las anteriores)
Dorfman mantiene una nutrida correspondencia con el escritor desde que se conocieron
Carta manuscrita de Cortázar a Dorfman, marzo de 1983./elpais.com |
Se llevaban 30 años. Cortázar nació en Bruselas en 1914 con pasaporte argentino y Dorfman en Buenos Aires en 1942 aunque marchó de niño a Estados Unidos y más adelante a Chile. Y fue en ese país, en la toma de posesión de Salvador Allende donde se vieron por primera vez. Uno era invitado de honor, reverenciado escritor que triunfaba en todo el mundo; el otro, joven asesor para temas culturales del nuevo presidente cuyo Gobierno llenaba de esperanza a los intelectuales. El golpe de Pinochet truncó violentamente aquel sueño y llevó a Dorfman a París, donde frecuentó a Cortázar y arrancó una amistad que, como todas las que forjaba el autor de Último round, dejó un largo rastro de cartas.
Tantas fueron las que escribió a sus amigos Cortázar, a ser posible con un cigarrillo en la mano y escuchando jazz —"yo me siento a la máquina y dejo correr el vasto río de los pensamientos y los afectos"—, que ocuparon cinco volúmenes en la edición ampliada y corregida de 2012 de Alfaguara. La mayoría de las que mandó al autor de La muerte y la doncella quedaron incluidas en la antología, excepto estas cinco de 1980, 1982 y 1983. En ellas Cortázar habla de unas vacaciones planeadas con Ariel y su familia en México, después de que ambos participaran en el jurado de un concurso literario en Cocoyoc junto a García Márquez —"… pienso que nos sentiremos tan bien en nuestros bungalows que imagino un poco como los de las novelas de Conrad, aunque desde luego serán totalmente distintos…"—; se queja de la publicación de un texto suyo en Mercurio —"le avisé a la agencia Efe que si no desmienten o cesan de enviar textos a esos canallas yo dejo de colaborar con ella"—; le hace partícipe de su pesar tras la muerte de Carol —“vivo mal, hueco y perdido”—, y le agradece el contacto con The New York Times para publicar sobre Nicaragua. En estos últimos años crecía su compromiso político con los sandinistas. “Era muy modesto, al no contar que, además de crónicas sobre la causa de los Nicas escribió bellísimos cuentos en ese periodo”, recuerda Dorfman. “Nunca pude decirle adiós personalmente, darle ese abrazo que aún me falta. Pero cada vez que leo sus obras, él me da la bienvenida y me despide, sonriente y gigantesco y genial, y ese aliento tiene que ser inevitablemente suficiente”.