martes, 26 de agosto de 2014

Cara a cara

Queremos tanto a Julio

Cuando el próximo martes, hoy; se cumplan los cien años del nacimiento de Julio Cortázar, habrá llegado a su culminación el homenaje alrededor de su figura y su obra. Todo empezó cuando se cumplieron los cincuenta años de la publicación de Rayuela, en 2013, y en febrero de este año se conmemoraron los treinta años de su muerte

Una de las cartas, autografiadas de Cortázar a su amigo Ariel Dorfman./pagina12.com.ar
Pero más allá de tantos aniversarios, la publicación constante de su obra y la vigencia de su frescura y su ejercicio de la libertad total son el verdadero eje de las celebraciones. Cuando se pensaba que sus cartas habían sido publicadas en su gran mayoría (el volumen de Cartas de Alfaguara de 2012), Ariel Dorfman, que había mantenido una nutrida correspondencia con Cortázar y que había contribuido a ese volumen, durante una mudanza encontró cinco cartas que le enviara Cortázar desde Nicaragua y París, donde se pueden captar momentos decisivos de los últimos años de su vida. Radar las publica por primera vez junto con un entrañable recuerdo del escritor chileno, sumando así una grata y bienvenida sorpresa a los festejos que tienen lugar por estos días.
Solamente una vez en su vida, que yo sepa, se topó Julio Cortázar de veras con un vampiro –uno de carne y hueso, y no un espectro de tantos que poblaban su ficción–. Si invoco hoy ese encuentro de ultratumba, a cien años de su nacimiento y treinta de su muerte, se debe a que permite, entre demasiados recuerdos posibles, explorar de una manera singular su continua permanencia entre nosotros, con una singularidad que –se me ocurre– podría haberle gustado.
Tal cruce verídico pero inverosímil con una hija o hermana (¿o sería la esposa?) de Drácula ocurrió en mayo de 1979 durante un foro de solidaridad con Chile llevado a cabo en Torún, una ciudad polaca que, como no cesaban de repetirlo los anfitriones, era el lugar donde había visto la luz del día el sabio Nicolás Copérnico.
La segunda mañana de nuestra estadía estaba programada una visita a la catedral en el centro de la ciudad. Julio y yo nos sentamos en la parte de atrás mientras los demás participantes en el foro se adelantaron hacia el altar. El sitio religioso nos hizo rememorar una jornada parisina cuando, hacía un par de años, el Gran Cronopio me había invitado, junto a mi mujer Angélica, a ver la Saint Chapelle. “Acá los espero, Ariel”, me urgió por teléfono, con esa “r” tan francesa que nunca pudo soslayar. “El sol está perfecto para gozar de los más bellos vitraux del mundo.”
Natural, entonces, que en Torún levantáramos la vista al unísono hacia el techo y allá, entre los querubines y los santos, se asomaba la indesmentible cabeza pintada de... ¡una vampiresa! Una mujer vetusta y dientuda, con ojos hundidos y hambrientos, mirándonos en forma devoradora desde las alturas. Después de unos minutos pasmados, salimos a la peatonal de Torún y nos pusimos a caminar en silencio, rumiando sobre esa visión siniestra, espejo quizá de nuestros propios demonios.
Era como si la malignidad que veníamos a Torún a denunciar, la dictadura de Pinochet, hiciera su aparición hasta en la lejanía de Polonia. Por mi parte, mi ansiedad se multiplicaba por un sentimiento de culpa: mientras yo acudía durante unos días a este foro cultural que después de todo no era tan importante, mi mujer quedaba atrás en el solitario exilio de Amsterdam con nuestro hijo recién nacido.
En medio de esos pensamientos sombríos, miré de pronto hacia el tercer piso de una antigua casa que daba sobre la calle y, sin decir nada, le tiré de la manga a Julio y él siguió mi mirada y... ahí, inspeccionando (diríase seleccionando) a los transeúntes, había una vieja polaca QUE ERA ABSOLUTAMENTE IDENTICA a la vampiresa que acabábamos de divisar en la catedral. Ella no nos vio, por suerte, estaba demasiado absorta en otras víctimas, y sus ojos eran como carbones y estaba como muerta y cenicienta. Nos escondimos en el umbral de una farmacia para poder observarla con detenimiento, aunque no por mucho tiempo, porque los escalofríos nos señalaban que era mejor partir antes de que ella se fijara en nuestros cuerpos, nuestros cuellos vulnerables.
Una vez fuera del alcance de la matrona de los largos dientes y ojos enfurecidos, Julio y yo, como si fuéramos personajes atrapados en la surrealidad de algún cuento cortazariano, desmenuzamos la “coincidencia” con nerviosa facilidad: la tartartarísima abuela de la siniestra mujer del presente polaco había servido de modelo para el pintor del Medioevo de Torún, así de simple. Pero ninguno de los dos presumíamos que tal encarnación se debía de veras a un mero traspaso de genes. Aquella vieja ERA LA MISMA que habíamos percibido en el cielo de la catedral, ella seguía pasándose los labios por la boca (¡no exagero!) y robándose las almas oriundas y extranjeras que deambulaban por Torún. Ahora entendíamos por qué Copérnico había huido de su ciudad natal. Para que la veterana aquella no lo dejara como globo desinflado, no le absorbiera toda la sangre celestial y terrestre y astral. Quizás el buen Nicolás había inventado su ciencia precisamente como antídoto a los misterios herméticos con que creció, las leyendas que escuchó de niño, una manera de conjurar el oscurantismo, ayudando a inaugurar una modernidad donde aquella vampiresa no tenía cabida.
Pero Julio sabía –y vaya si lo escribió una y otra vez– que los fantasmas y los sueños, todo lo que es marginal y subconsciente y bárbaro, tienen un modo de rondarnos, de tomar su venganza cuando menos lo esperamos, desafiando la racionalidad occidental y las sociedades y acuerdos que ha construido. Y he aquí que tal situación se incorporaba frente a los ojos del mismo Cortázar, no en su ficción, sino que en las calles de Torún, calles que justamente había pisado Copérnico, calles donde una mujer fantasmagórica y duplicada nos llevaba a preguntarnos por otro registro de lo real. Qué privilegio: asistir a un momento en que un gran escritor tropezaba cara a cara con las fuentes de su creatividad, lo que siempre le fascinó a él y aterrorizó a sus personajes.
A medida en que nos alejábamos de aquella mirada voraz, nos permitimos bromear un poco, preguntándonos cuál de los dos sería su víctima predilecta, dada la tradicional preferencia de los vampiros por la sangre más fresca y nueva.
–Vos sos más joven, pero por ahí ella se confunde y cree que el hermano menor soy yo –dijo Cortázar con su habitual sentido del humor, refiriéndose a que, pese a llevarme casi treinta años, lucía un aspecto de eterno adolescente, debido a su condición de acromegalia.
–Pero lo que no adivina aquella augusta dama –agregó Julio– es que de hecho soy tu hermano mayor y me toca protegerte.
No era la primera vez que Julio me anunciaba tal hermandad, si bien a veces invocaba a Poe y su personaje William Wilson para tildarnos de dobles, doppelgangers, y otras veces me llamaba gran monstruo, lo que para él era una fórmula cariñosa.
Lo cierto es que habíamos fraternizado, Julio y yo, desde la primera vez que se habían cruzado nuestros caminos, cuando él voló a Chile en noviembre de 1970 para asistir a la inauguración de Salvador Allende como el primer presidente de Chile, y de la historia, que pretendía construir el socialismo con medios democráticos. ¡Qué regalo para tantos jóvenes en nuestro país! No sólo se abría una nueva era de justicia, sino que nuestro máximo héroe literario venía en apoyo de nuestra revolución pacífica. El autor de Rayuela, nada menos, el texto fundacional de mi generación, cuyo asalto desfachatado y travieso a las categorías literarias constituía un acicate estético para la liberación social que soñábamos para el continente entero.
Por cierto que, con su acostumbrada generosidad, Julio se pagó su propio pasaje en esa primera venida, como lo haría de nuevo en marzo de 1973. Para esta segunda visita ya habíamos establecido una relación tan cercana que aceptó cenar en casa un par de veces con su amiga Ugné Karvelis. Después, ya en el exilio, nos alegraríamos mucho de que Angélica pudiera agasajar a estos amigos con tantos platos sabrosos, ellos que nos recibirían en París cuando habíamos perdido nuestro casa y nuestro país y nuestra libertad, Julio que se convirtió, como me lo reiteraría en Polonia, en mi protector, y también en un hermano mayor para Angélica y los chicos, dándonos siempre ternura y amparo.
Incluso después de muerto. Hace tres décadas que se nos fue, pero yo, que no creo en Dios, lo siento presente, lo siento hablándome, sonriéndonos, susurrando consejos desde el otro lado de la existencia. Trato de no adornar el asunto. Cortázar desconfiaba de los homenajes, de la solemnidad, de la sentimentalidad fácil, de manera que quisiera ser circunspecto en esta celebración de su centenario. Quisiera, pero no lo logro. De todos los seres que he conocido en mi vida, Julio fue uno de los pocos que puedo llamar, sin sonrojarme, un ángel.
Y si me hechiza tanto esta historia del encuentro con la vampiresa es porque si ella pudo persistir más allá de la muerte, si ella anda por ahí todavía buscando víctimas y cuerpos inocentes que violar, ¿por qué no Julio, ese ser angelical, quién nos dice que él no está acá cerca, no sólo en su literatura, no sólo en los recuerdos de los que quedamos y que nos vamos apagando, quién nos puede jurar que Cortázar no sigue mirándonos desde alguna cercana bóveda y que lo seguirá haciendo por los siglos de los siglos, amén?

Instrucciones para leer estas cartas

Desde que conocí a Julio Cortázar, en noviembre de 1970, cuando vino a Santiago para la asunción de Salvador Allende como presidente de Chile, mantuvimos una nutrida correspondencia. La mayoría ya fue publicada en la antología de las Cartas que sacó Alfaguara en el 2012. Recientemente, al mudar de casa mi mujer Angélica y yo, descubrí cinco cartas adicionales e inéditas que se habían quedado traspapeladas por ahí en alguna caja escondida. Se publican acá por primera vez.
26 DE JUNIO DE 1980
Me llegó esta carta a Amsterdam cuando estábamos, con mi familia, a punto de partir a EE.UU., yéndonos de Europa, donde habíamos pasado casi siete años de exilio (tres de ellos en París, cerca de Julio). Junto a la carta, Julio acompañaba el manuscrito original de Omenaje a Rayuela, un libro delirante que yo había escrito a fines de 1969 y que me atreví a ofrecerle a Cortázar el último día de su visita a Chile para celebrar la victoria de Allende. Mi propia copia se había perdido durante el golpe de 1973.
Otras referencias de la carta: Zihuatanejo es una playa mexicana en el Pacífico, donde Julio, con su mujer Carol y el hijo de ella, Stéphane, iban a veranear después de pasar una semana en Cocoyoc como jurado, como lo éramos yo y García Márquez y Julio Scherer, de un concurso literario.
Schavelzon es Willy Schavelzon, editor de la obra de Julio y de la mía en México.
El “pibe” es nuestro hijo Rodrigo que, en efecto, hizo buenas migas con Stéphane.
El Mercurio es el principal diario chileno, al que despreciaba Julio debido a que fomentó el golpe contra Allende y apoyó después fervorosamente la dictadura de Pinochet. Hacía tiempo que habíamos comentado con Cortázar que EFE distribuía sus textos a ese periódico en contra de sus expresas instrucciones.
29 DE NOVIEMBRE DE 1982
Estábamos exiliados ya en Washington cuando nos llegó la noticia de la muerte de Carol, terrible para nosotros y devastadora para Julio, como lo sabrá cualquier lector que haya gozado de su delicioso libro de viaje, Los autonautas de la cosmopista.
25 DE ENERO DE 1983
No era habitual que Julio mandara tarjetas postales. Le gustaban las cartas largas y explayadas, que componía mientras fumaba con tranquilidad, escuchando a menudo jazz. Esta, desde Managua, es una excepción. Su apoyo a la causa de los sandinistas, acorralados por el gobierno de Reagan, es de sobra conocido, especialmente su amistad con Sergio Ramírez y Ernesto Cardenal, opositores hoy de Daniel Ortega.
15 DE MARZO DE 1983
Hacía varios años que yo colaboraba con el New York Times con comentarios sobre la resistencia chilena y la política norteamericana y pensábamos, con Julio, que notas suyas sobre Nicaragua y otros temas podían interesar a Howard Goldberg, mi editor en ese periódico.
Saúl Sosnowsky es un académico argentino muy prestigioso, tan amigo de Julio como mío. Fue Saúl el que me llamaría el 12 de febrero de 1984, para anunciarnos la muerte de Julio.
27 DE JULIO DE 1983
Siete meses antes de su fallecimiento, ya se le notaban a Julio síntomas de la agotadora enfermedad que lo mataría. Era muy modesto, al no contar que, además de crónicas sobre la causa de los nicas, escribió bellísimos cuentos en ese período. Alarmado por las palabras con que finaliza esta carta, pensé ir a verlo luego a París, pero en septiembre de 1983 Pinochet me permitió volver a Chile y ese retorno, junto al intento en los meses siguientes de regresar en forma permanente al país, coparon el tiempo mío y de Angélica. Le había hablado por teléfono a Julio a fines de ese año para anunciarle que planeaba un viaje a Europa en enero de 1984, pero nuestro hijo Rodrigo se accidentó y tuve que cancelar el vuelo. Nunca pude, entonces, decirle adiós personalmente, darle ese abrazo que aún me falta. Pero cada vez que leo sus obras él me da la bienvenida y me despide, sonriente y gigantesco y genial, y ese aliento tiene que ser inevitablemente suficiente.

Cinco cartas inéditas de Cortázar (las anteriores)

Dorfman mantiene una nutrida correspondencia con el escritor desde que se conocieron

Carta manuscrita de Cortázar a Dorfman, marzo de 1983./elpais.com
El "azar de alguna mudanza" hizo temer a Julio Cortázar por el paradero de un ensayo sobre Rayuela titulado Omenaje que Ariel Dorfman le dio cuando apenas se conocían. Lo encontró, y se lo contó en una cariñosa carta que le escribió en junio de 1980 en la que le animaba a publicarlo —“hay allí tantas cosas vivas, tantos hallazgos bellísimos en todos los planos, que me apena que siga inédito”—. Esa misma epístola es una de las cinco que, más de tres décadas después de haber sido escritas, se ha encontrado el dramaturgo, escritor, poeta y profesor Dorfman “traspapelada en alguna caja escondida” en otra mudanza, esta vez en EE UU. El círculo o juego azaroso de mudanzas e inéditos encaja bien en el universo del autor de La casa tomada.
Se llevaban 30 años. Cortázar nació en Bruselas en 1914 con pasaporte argentino y Dorfman en Buenos Aires en 1942 aunque marchó de niño a Estados Unidos y más adelante a Chile. Y fue en ese país, en la toma de posesión de Salvador Allende donde se vieron por primera vez. Uno era invitado de honor, reverenciado escritor que triunfaba en todo el mundo; el otro, joven asesor para temas culturales del nuevo presidente cuyo Gobierno llenaba de esperanza a los intelectuales. El golpe de Pinochet truncó violentamente aquel sueño y llevó a Dorfman a París, donde frecuentó a Cortázar y arrancó una amistad que, como todas las que forjaba el autor de Último round, dejó un largo rastro de cartas.

Ariel Dorfman en 2009. / Uly Martín
Tantas fueron las que escribió a sus amigos Cortázar, a ser posible con un cigarrillo en la mano y escuchando jazz —"yo me siento a la máquina y dejo correr el vasto río de los pensamientos y los afectos"—, que ocuparon cinco volúmenes en la edición ampliada y corregida de 2012 de Alfaguara. La mayoría de las que mandó al autor de La muerte y la doncella quedaron incluidas en la antología, excepto estas cinco de 1980, 1982 y 1983. En ellas Cortázar habla de unas vacaciones planeadas con Ariel y su familia en México, después de que ambos participaran en el jurado de un concurso literario en Cocoyoc junto a García Márquez —"… pienso que nos sentiremos tan bien en nuestros bungalows que imagino un poco como los de las novelas de Conrad, aunque desde luego serán totalmente distintos…"—; se queja de la publicación de un texto suyo en Mercurio —"le avisé a la agencia Efe que si no desmienten o cesan de enviar textos a esos canallas yo dejo de colaborar con ella"—; le hace partícipe de su pesar tras la muerte de Carol —“vivo mal, hueco y perdido”—, y le agradece el contacto con The New York Times para publicar sobre Nicaragua. En estos últimos años crecía su compromiso político con los sandinistas. “Era muy modesto, al no contar que, además de crónicas sobre la causa de los Nicas escribió bellísimos cuentos en ese periodo”, recuerda Dorfman. “Nunca pude decirle adiós personalmente, darle ese abrazo que aún me falta. Pero cada vez que leo sus obras, él me da la bienvenida y me despide, sonriente y gigantesco y genial, y ese aliento tiene que ser inevitablemente suficiente”.

  Fotorrelato: Los cinco documentos comentados por Ariel Dorfman