sábado, 23 de agosto de 2014

Minicuentos 87



De autógrafos y novelistas    
                                                                                            

En la necrópolis
Luis Bernardo Pérez

Durante su acostumbrada ronda nocturna, el vigilante del cementerio de Montparnasse creyó advertir una silueta avanzando a hurtadillas entre las lápidas y los monumentos funerarios. De inmediato llamó a la policía, y tras una breve persecución, los agentes aprehendieron a un hombrecillo de apariencia inofensiva. El detenido negó ser un profanador de tumbas. Era —declaró— un cazador de autógrafos. Y, en efecto, entre sus pertenencias fue encontrado un cuaderno nuevo en cuyas primeras páginas figuraban las firmas de Charles Baudelaire, Guy de Maupassant, Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir.

Sutileza
Eduardo Casar

Estaba el Maestro We-chin-won discutiendo con sus discípulos acerca de la verdad contenida en la frase de Sun Tzu de que la guerra es el arte del engaño, cuando se sirvió una diet coke en un vaso de vidrio y, viéndolo, un discípulo le inquirió:
—¿Por qué, Maestro, pasa usted el contenido de una botella de vidrio a un vaso de vidrio en vez de tomar dicho contenido directamente de la botella?
A lo cual el Maestro respondió:
—Así no batallo con la forma.

Novelista perverso
Eloy Pérez Benítez

Siempre que deseaba acostarse con la esposa de su personaje, el escritor modificaba el relato, haciendo trabajar horas extras en la oficinal al personaje.

Acto de presencia
Gabriela Sáenz Carrillo

Las historias que escribe el destino son vastas, infinitas. Uno, sueña e imagina, pero es la creatividad que demuestra este genial escritor la que supera cualquier límite posible. Es autor de hazañas que no por ser humanas son menos increíbles. Aunque en el proceso puede sufrir algún incidente: pasar por alto la sintaxis de la curiosidad, quizá desatender la correcta ortografía del silencio o dejar a un lado la puntuación que imprime la ternura en el papel. El destino prefiere escribir con pluma de punto finísimo y tinta permanente. El corrector de estilo es Dios, quien al revisar el texto tiene una sola tarea: mantener su sabia sonrisa para inspirar al creador y seguir leyendo con supremo interés y honda emoción. No importa que Él conozca, desde antes de que se hubiera escrito, el final del cuento.
Escalones
Ana F. Aguilar

Ante la blancura de la hoja de papel se detuvo indecisa. No tenía nada que escribir pero las rayas implacables la invitaban a llenarlas de letras, a ocultar de algún modo su azulosa monótona desnudez; además, no tenía nada que hacer, los codos apoyados en la clara y fría superficie de su escritorio, y la gente yendo y viniendo a su alrededor como siluetas sin sosiego recortadas al azar de un mismo casimir y los rostros y cabellos repitiéndose deliberadamente sobre ellas. Las voces se diluían es una espesa marea de rumores, todo crecía, las cumbres estallaban ruidosas, el equilibrio se perdía entre remolinos, se abrían grietas y se cerraban al mismo tiempo, sin duda había goteras en el espacio. No podía seguir así, tenía que aparentar que hacía algo, el lápiz en su mano parecía un motivo poderoso, una palanca que espera o un viaje en perspectiva. Inclinó la cabeza y hasta arriba de la hoja, del lado derecho, puso la fecha.
Pensó: blanco, gris, rayas, dibujando un rostro… esa risa es la de Andrés, ojalá venga a saludarme… tengo que hablarle a mi hermano por teléfono… como una procesión de puntos amarillos… debo recordarle a mi jefe que firme estos cheques… estoy perdiendo el tiempo pero no puedo hacer otra cosa, se pierde solo y yo lo ayudo… cómo es ruidosa esta oficina… hoy me toca gimnasia… un cristal, transparencia… quisiera acabar de leer esta revista… vertical y duro, sin raíces… Dios quiera que se encierre este señor en la sala de juntas, así puedo prender el radio quedito y oír el concierto de las diez… sombras desmenuzándose, todo se queda en su lugar… ya debo escribir algo.
Sintió: el lápiz liso, inerte entre la tibieza de sus dedos, la insípida suavidad de la hoja de papel debajo de su mano, la superficie fría del escritorio extendida a lo largo de su brazo hasta el codo… luego el aire que la rodea sumiso, sosteniéndola… las perlitas de su pulsera clavándose en la muñeca derecha… dentro de su cabeza un círculo va creciendo pero está vacío, no tiene rincones… gira la luz morada en sus ojos de tanto ver el papel… le brotan chispitas de frío en la nuca… todas esas voces parecen lluvia menuda en sus oídos y de repente se inunda de sonidos, opalinos… cae y no se mueve de su escritorio… cuánta carne tiene su cuerpo, cómo le pesa, sus huesos en cambio son de polvo, toda esta inmensidad la está teniendo entre sus párpados… sigo aquí, sentado ante este momento.
Escribió: los palacios del hastío crecen a pesar de la neblina, nada turba el triunfo de aquel atardecer, brilla el tiempo y no proyecta sombra, esperar una carta de cara al sol, en la pureza del cielo parpadea la fuga de los pájaros, solamente el horizonte existe, un camino que se arrastra entre cajos de ruido y precipicios como días olvidados, hay relojes, invisibles al tacto, llegar al pie del manantial y reconocerse.
Al final de la escalera calcinada un teléfono llamaba sin piedad, locamente, como si nada más a ella se estuviera dirigiendo. Tuvo que correr a lo largo de su tiempo para contestarlo.
De luto
Eduardo Sánchez Morales

Participé en un concurso de cuento brevísimo sin saber que, brevísimamente, escribía mi necrología como escritor del cuento brevísimo.