De autógrafos y novelistas
En la necrópolis
Luis Bernardo Pérez
Durante su acostumbrada ronda
nocturna, el vigilante del cementerio de Montparnasse creyó advertir una
silueta avanzando a hurtadillas entre las lápidas y los monumentos funerarios.
De inmediato llamó a la policía, y tras una breve persecución, los agentes
aprehendieron a un hombrecillo de apariencia inofensiva. El detenido negó ser
un profanador de tumbas. Era —declaró— un cazador de autógrafos. Y, en efecto,
entre sus pertenencias fue encontrado un cuaderno nuevo en cuyas primeras
páginas figuraban las firmas de Charles Baudelaire, Guy de Maupassant, Jean
Paul Sartre y Simone de Beauvoir.
Sutileza
Eduardo Casar
Estaba el Maestro We-chin-won
discutiendo con sus discípulos acerca de la verdad contenida en la frase de Sun
Tzu de que la guerra es el arte del engaño, cuando se sirvió una diet coke en
un vaso de vidrio y, viéndolo, un discípulo le inquirió:
—¿Por qué, Maestro, pasa usted
el contenido de una botella de vidrio a un vaso de vidrio en vez de tomar dicho
contenido directamente de la botella?
A lo cual el Maestro
respondió:
—Así no batallo con la forma.
Novelista perverso
Eloy Pérez Benítez
Siempre que deseaba acostarse
con la esposa de su personaje, el escritor modificaba el relato, haciendo
trabajar horas extras en la oficinal al personaje.
Acto de presencia
Gabriela Sáenz
Carrillo
Las historias que escribe el
destino son vastas, infinitas. Uno, sueña e imagina, pero es la creatividad que
demuestra este genial escritor la que supera cualquier límite posible. Es autor
de hazañas que no por ser humanas son menos increíbles. Aunque en el proceso
puede sufrir algún incidente: pasar por alto la sintaxis de la curiosidad,
quizá desatender la correcta ortografía del silencio o dejar a un lado la
puntuación que imprime la ternura en el papel. El destino prefiere escribir con
pluma de punto finísimo y tinta permanente. El corrector de estilo es Dios,
quien al revisar el texto tiene una sola tarea: mantener su sabia sonrisa para
inspirar al creador y seguir leyendo con supremo interés y honda emoción. No
importa que Él conozca, desde antes de que se hubiera escrito, el final del cuento.
Escalones
Ana F. Aguilar
Ante la blancura de la hoja de
papel se detuvo indecisa. No tenía nada que escribir pero las rayas implacables
la invitaban a llenarlas de letras, a ocultar de algún modo su azulosa monótona
desnudez; además, no tenía nada que hacer, los codos apoyados en la clara y
fría superficie de su escritorio, y la gente yendo y viniendo a su alrededor
como siluetas sin sosiego recortadas al azar de un mismo casimir y los rostros
y cabellos repitiéndose deliberadamente sobre ellas. Las voces se diluían es
una espesa marea de rumores, todo crecía, las cumbres estallaban ruidosas, el
equilibrio se perdía entre remolinos, se abrían grietas y se cerraban al mismo
tiempo, sin duda había goteras en el espacio. No podía seguir así, tenía que
aparentar que hacía algo, el lápiz en su mano parecía un motivo poderoso, una
palanca que espera o un viaje en perspectiva. Inclinó la cabeza y hasta arriba
de la hoja, del lado derecho, puso la fecha.
Pensó: blanco, gris, rayas,
dibujando un rostro… esa risa es la de Andrés, ojalá venga a saludarme… tengo
que hablarle a mi hermano por teléfono… como una procesión de puntos amarillos…
debo recordarle a mi jefe que firme estos cheques… estoy perdiendo el tiempo
pero no puedo hacer otra cosa, se pierde solo y yo lo ayudo… cómo es ruidosa
esta oficina… hoy me toca gimnasia… un cristal, transparencia… quisiera acabar
de leer esta revista… vertical y duro, sin raíces… Dios quiera que se encierre
este señor en la sala de juntas, así puedo prender el radio quedito y oír el
concierto de las diez… sombras desmenuzándose, todo se queda en su lugar… ya
debo escribir algo.
Sintió: el lápiz liso, inerte
entre la tibieza de sus dedos, la insípida suavidad de la hoja de papel debajo
de su mano, la superficie fría del escritorio extendida a lo largo de su brazo
hasta el codo… luego el aire que la rodea sumiso, sosteniéndola… las perlitas
de su pulsera clavándose en la muñeca derecha… dentro de su cabeza un círculo
va creciendo pero está vacío, no tiene rincones… gira la luz morada en sus ojos
de tanto ver el papel… le brotan chispitas de frío en la nuca… todas esas voces
parecen lluvia menuda en sus oídos y de repente se inunda de sonidos, opalinos…
cae y no se mueve de su escritorio… cuánta carne tiene su cuerpo, cómo le pesa,
sus huesos en cambio son de polvo, toda esta inmensidad la está teniendo entre
sus párpados… sigo aquí, sentado ante este momento.
Escribió: los palacios del
hastío crecen a pesar de la neblina, nada turba el triunfo de aquel atardecer,
brilla el tiempo y no proyecta sombra, esperar una carta de cara al sol, en la
pureza del cielo parpadea la fuga de los pájaros, solamente el horizonte
existe, un camino que se arrastra entre cajos de ruido y precipicios como días
olvidados, hay relojes, invisibles al tacto, llegar al pie del manantial y
reconocerse.
Al final de la escalera
calcinada un teléfono llamaba sin piedad, locamente, como si nada más a ella se
estuviera dirigiendo. Tuvo que correr a lo largo de su tiempo para contestarlo.
De luto
Eduardo Sánchez Morales
Participé en un
concurso de cuento brevísimo sin saber que, brevísimamente, escribía mi
necrología como escritor del cuento brevísimo.