Imagen. A través de las autofotos, todos se exhiben por igual en las redes sociales: son el obsesivo texto implícito que señala el sitio del presente
Thelma y Louise (1991). Tal vez la primera selfie hecha en la ficción dentro del diálogo de sus personajes principales./revista Ñ |
Cada noviembre, los editores del Oxford Dictionary eligen la
palabra del año. La del bienio 2013 2014 –una palabra que todavía no
está incluida en la edición impresa del diccionario, pero integra la
versión online– es el sustantivo selfie. Fue elegida porque –tal como lo
muestra el sofisticado software que utilizan para monitorear la web y
recolectar términos en inglés usados en páginas de todo el planeta– sólo
en el último año, incrementó su uso en un 17.000 por ciento. Sin
embargo, la elección no depende únicamente de una cuestión cuantitativa;
se elige una palabra que, según el criterio de los editores, da cuenta
de un fenómeno cultural significativo para la contemporaneidad. De
hecho, entre las competidoras para el título estaba también el verbo binge-watch
, que significa ver de un tirón varios episodios de una serie, una
suerte de atracón televisivo sólo posible en la época del DVD o del
streaming digital. Tal como lo indica su definición, la selfie es “una
fotografía que alguien toma de sí mismo, en general con un smartphone o
una webcam y que luego sube a las redes sociales”; el diccionario acota
que el término pertenece al lenguaje informal y que su origen se remonta
a comienzos del siglo XXI. Se trata de un término que exuda
contemporaneidad: no sólo por las tecnologías que involucra sino por los
cambios que esas tecnologías producen en la gente, en sus formas de
interaccionar con los otros, de pensarse a sí mismos, etcétera.
Un
poco después de que el término se eligiera como palabra del año, en
diciembre de 2013, la toma de una selfie se volvió el centro de una
escena muy comentada. Durante los funerales de Nelson Mandela, Barack
Obama tomó –con su teléfono– varias imágenes de sí mismo junto a la
primera ministra danesa HelleThorning Schmidt y su par británico, David
Cameron. La selfie nunca se vio pero la prensa gráfica, los foros y las
redes sociales se inundaron de las muchas fotografías en las que se ve a
los tres mandatarios amontonados para salir en la foto, alejando y
acercando el teléfono, comentando y riendo ante la divertida situación.
Michelle Obama permanece al costado, malhumorada ante la actitud cuasi
adolescente del trío. Un minuto más tarde, como también lo atestiguan
las imágenes, cambia de asiento con el presidente de EE.UU. para quedar
sentada ahora entre Obama y la primera ministra Thorning Schmidt. No se
sabe si la primera dama los llamó al recato porque así lo requería el
funeral o si le produjo celos que su marido estuviera jugueteando con la
danesa rubia. Lo cierto es que hay algo fuera de lugar en esa escena.
La
selfie misma importa poco. El acontecimiento no es la imagen, sino el
acto de tomarla, que tiene algo de picardía adolescente, como si más que
un autorretrato fuera el autorregistro visual con el que los jóvenes
capturan sus travesuras, pequeñas transgresiones y excesos. Las selfies
son imágenes bastante desabridas. No proponen un nuevo modo de mirar ni
muestran nada particularmente interesante. Su atractivo no es formal ni
temático, sino que reside en la toma misma. Puede leerse como el último
eslabón de la historia del autorretrato fotográfico porque son fotos que
nos tomamos para registrar la ropa que usamos en tal momento, la cara
que pusimos junto a tales amigos en tal evento social más o menos
público o privado. Pero como imágenes, se alejan del autorretrato y de
la representación del Yo para acercarse más a otro tipo de fotografías
como, por ejemplo, la foto turística. Nadie toma una foto para
visualizar la torre Eiffel o el Coliseo; nadie toma una de esas fotos
para fotografiar lo que se fotografía sino para certificar que uno
estuvo ahí. La foto rubrica el pasaje con nuestra presencia, casi como
si firmáramos una postal pero usando nuestro propio cuerpo como rúbrica.
Justamente por este rasgo “documental” y por esta equivalencia entre el
cuerpo y la firma, la selfie ha empezado a reemplazar al autógrafo. Por
eso muchas figuras públicas dejaron de regalar su firma para dar, en
cambio, su imagen y posar junto al admirador en una selfie. Lo que vale
de la foto no es lo que se ve –ni el paisaje, ni el fotógrafo, ni el
famoso, y su admirador– sino el hecho de haber estado ahí y tomado la
imagen: tal es así que si bien podemos pedir un autógrafo para otro y
llevarnos la firma en un papel dedicada a un amigo, no podríamos mandar
la cámara con un alguien para que tome las cataratas o se saque una foto
con nuestro deportista favorito. Lo que vale es el haber estado ahí y
el haber tomado la foto para probar o recordar ese hecho. Hay que
agregar que en ambos casos la imagen ocupa ciertas funciones vinculadas a
la verdad que desempeña mucho mejor que la palabra o la rúbrica: se
puede decir que se viajó a París pero más creíble es mostrar una foto de
ese viaje, podemos decir que nos cruzamos con tal actriz en un
restaurante e incluso mostrar una firma (que incluso puede ser falsa)
pero nada más creíble que una imagen con esa persona.
Todas las
características de la imagen (su carácter casual, como de toma de
entrecasa, los precisos 45 cm que separan la cámara, según lo permita el
largo del brazo, el leve temblor del pulso y, en la mayoría de los
casos, la iluminación dura del flash) subrayan esa impronta documental
del acá y ahora de la toma. Es una imagen en la que lo fotografiado
retrocede en importancia para ceder protagonismo a la toma misma. La
selfie es una imagen que se toma para decir “yo estoy acá ahora, yo
conocí a esta persona, tengo esta imagen para probarlo y lo comparto con
ustedes” en las redes sociales. La foto de viaje surge del desarrollo
de la industria turística pero también de la producción de económicas
cámaras portátiles de formato pequeño –como la Kodak Instamatic– durante
los 60, lo que permite no sólo que todo el mundo tome fotos sino que
además todos lleven la cámara a donde van. La selfie también empieza a
definirse como un género visual ligado a desarrollos tecnológicos: la
telefonía celular y las redes sociales. Los celulares incorporan la
cámara y la pantalla táctil a fines de los 90, dos desarrollos cruciales
para la toma de estas imágenes, pero es a fines de la primera década de
este siglo que estos teléfonos se vuelven masivos. La cámara frontal
colabora con la práctica del autorretrato y permite controlar mejor la
foto, pero antes de ella, los autorretratos recurrían al espejo. En este
sentido, el teléfono con cámara frontal y pantalla táctil puede
considerarse como un desarrollo más en la historia de las cámaras
fotográficas portátiles. Lo que interrumpe esta historia fotográfica (o
lo que marca cierto giro en la historia de lo fotográfico) es la
posibilidad de usar el teléfono para tomar la foto y luego colgarla
online. Aquí se define con firmeza la selfie.
La selfie es LA
imagen de la época, la foto actual por excelencia. No sólo por su
impronta testimonial o documental ni por estar hecha para ser
compartida. En los 70 y 80, al volver de un viaje también se mostraban
las fotos proyectadas en diapositivas contra la pared del living;
también se comentaba el álbum en el que se habían pegado las imágenes
copiadas, según la costumbre de la época, dejando un pequeño marco
blanco, sobre un papel no muy brillante y en un formato más cuadrado que
el de décadas siguientes. (Es justamente este formato el que evoca
Instagram, una de las aplicaciones más usadas para tomar y compartir
imágenes. Y el hecho de que sus fundadores, Systrom y Krieger, hayan
nacido en los 80 cuando este tipo de fotos y prácticas empezaban a
desaparecer confirma que lo retro no es un intento de volver a la
infancia sino de darle a la novedad tecnológica un prestigio o una
elegancia de la que carece lo absolutamente nuevo). Una diferencia
crucial entre un siglo y otro, entre una práctica y otra, entre esas
fotos y estas tiene que ver con la coincidencia temporal entre la imagen
y la experiencia. Como si ya no se registrara la experiencia en una
imagen sino que la experiencia misma fuera el registro visual. Cuando la
conductora de la última entrega de los Oscar de este año, Ellen
DeGeneres, le pone su firma a la ceremonia cuando invita a varias
estrellas a sacarse una selfie. La imagen se vuelve el acontecimiento de
la ceremonia y cumple con lo que la misma DeGeneres anticipa: ser la
foto más retuiteada hasta el momento. Y así ocurrió: alcanzó los 1.7
millones de tuits en una hora e hizo colapsar al sitio. En la imagen
están Jennifer Lawrence, Julia Roberts y Brad Pitt, Meryl Streep, Kevin
Spacey y Angelina Jolie que se suman como chicos a la foto o asoman la
cabeza como fans o colados. En la imagen hay, como en la de Obama, algo
desubicado. Tiene ese aire de inmadurez o picardía juvenilista, con su
calculada e inofensiva ruptura de supuestos protocolos y normas de
conducta.
El siglo XX es un siglo insaciable de visualidad; la
pasión por el archivo, la compulsión por registrar y fotografiar todo es
también muy siglo XX. Una peculiaridad más contemporánea es el afán por
hacer coincidir ese archivo con el acontecimiento: el intento de tener
una experiencia mientras se toma la foto, al mismo tiempo que se la
comparte con los demás y a la vez que se intercambian comentarios,
gustos y opiniones sobre la experiencia/imagen. Podríamos arriesgar que
esta coetaneidad y fusión entre lo que se está viviendo, disfrutando,
experimentando, el registro y su exhibición es la marca distintiva de
nuestro presente. Y la selfie, su imagen más precisa.
Algo de mí hecho discurso
José Luis Fernández
La publicación de selfies es una de las actividades básicas
dentro de eso que denominamos networking: producción digital +
publicación en redes sociales + movilidad (uso de smartphones y
tablets). Como nunca antes podemos producir textos escriturales,
visuales, auditivos o audiovisuales y hacerlos públicos a través de las
redes. ¿Por qué las selfies, entre toda esa múltiple producción, están
hoy en el centro de la escena?
Mi hipótesis es que, más que la
presencia de selfies exitosas, el interés por el selfiar se produce
porque combina varios de los rasgos que sirven para despreciar la vida
discursiva mediatizada: textos que se evalúan como sencillos, bajo un
neologismo yanqui , que no requiere habilidades y que muestra a sus
autores, en general, para encontrarle un término específico, paveando
solos o en grupo, y lo hacen frente al público, que se sospecha como
infinito, de las redes sociales. Textos de tontos para tontos,
especialmente, frente a la posibilidad de publicar en el mismo espacio,
por ejemplo, un poema atribuido a Jorge Luis Borges.
Describamos:
el selfiar es la actividad extendida de practicar como productor,
emisor y distribuidor, un género consolidado y denominado selfie con
relaciones con el autorretrato fotográfico. Se trata de fotografías
digitales, tomadas desde la distancia máxima del largo de brazo del
autor, enfocada en el propio autor, o incluyendo un grupo de sus
relaciones (selfie grupal) y con mayor o menor detalle del contexto
(público, privado, natural, cotidiano, monumental, etcétera.).
Además
existen algunos subgéneros más o menos desarrollados: la selfie de pies
o de alguna parte del cuerpo que no identifique al autor; selfie de
espejo, un tanto manierista y que desafía la creatividad del emisor; una
muy interesante selfie de la propia sombra (representación de las
tensiones entre algo del autor, su presencia corporal, el momento del
día y la situación del sol o de la luz, y la mirada desde esa cámara
sobre un rastro de su presencia corporal).
Y no avanzo más. Dejo
afuera la presencia en una selfie de fenómenos fuera del control del
autor y, también, que el uso de la cámara nos facilita una comunicación
de 360 grados y que cada toma denuncia una decisión sobre cómo elegir la
toma.
Este fenómeno de la cultura mediatizada (uno más) esconde
bajo su sencillez, las complejidades infinitas de la producción cultural
del nativo humano.
* Semiotico. Docente e investigador UBA. Autor de “Innovación en la industria musical” (La Crujía)