Caparrós, etnógrafo. Sus viajes de casi una década, para una serie de informes de Naciones Unidas, deparan esta crónica monumental sobre la marea de hambrientos del mundo -tan lejana de lo que aquí llamamos hambre. Sergio Chejfec, narrador de su generación y amigo desde los tiempos de la revista Babel, analiza el rompecabezas de su obra
Martín Caparrós habló con Ñ en un bar de Palermo,
aprovechando una visita a Buenos Aires para presentar “El hambre”,
recién publicado.
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En Bihar, uno de los estados más pobres de la India. Un hombre subalimentado y una joven esperan en una casa donde pocas horas antes había muerto un chico. Hasta allí llegó Caparrós. |
Bentiú, Sudán del Sur, al límite de la frontera con Sudán. La gente se reúne en la entrada de los campamentos donde viven los soldados en tiempo de guerra. |
Dhaka, capital de Bangladesh. Esta imagen fue tomada en la cocina de un conventillo, donde cuatro mujeres cocinan, cada una con sus bártulos y con escasa materia prima./revista Ñ |
El hambre ha sido, desde siempre, el motor de cambios sociales,
progresos técnicos, revoluciones, contrarrevoluciones. Nada influyó más
en la historia de la humanidad. Ninguna enfermedad, ninguna guerra mató
a más gente. Todavía ninguna plaga es tan letal y, al mismo tiempo, tan
evitable. Yo no lo sabía”. Quien así escribe es Martín Caparrós, que
acaba de publicar un libro de más de seiscientas páginas sobre el hambre
en el mundo. En este trabajo confluyen todas sus facetas: el
investigador, el escritor, el viajero, el etnógrafo, el cronista. Ese
cruce de disciplinas, ese borramiento de fronteras textuales, no es
nuevo para él y podríamos decir incluso que está en el centro mismo de
su sistema nervioso. Arrancó como periodista de muy joven y entendió
rápidamente que su campo de operaciones era nada menos que el mundo
entero. Participó en algunos hitos mediáticos culturales de la vuelta a
la democracia, como el programa de radio “Sueños de una noche de
Belgrano” y, en televisión, “El monitor argentino”, ambos con su
coequiper de entonces, Jorge Dorio, con el que hacían una dupla de enfants terribles
de la modernización aperturista. Fundó también con Dorio la influyente
revista literaria Babel. Más adelante le llegó la hora a otro de sus
proyectos de largo aliento, el libro La voluntad , en tres tomos,
una historia oral de la militancia política argentina en los 70, en
colaboración con Eduardo Anguita. En los ultimos años, además, ha sido
una de las voces más críticas del kirchnerismo. Desde su blog
“Pamplinas”, hasta hace poco absorbido en el diario El País, de España,
intervino sobre debates coyunturales, como también lo hizo con su libro Argentinismos
, que recoge desde su título lo que considera deformaciones nacionales.
Grafómano incansable, nunca dejó que estos proyectos interrumpieran su
ficción, que ya supera las tres mil páginas.
Para El hambre
, Caparrós recorrió medio mundo, una vez más, para relevar ahora las
estructuras de lo que quizá sea el problema clave de nuestra época. A lo
largo de sus páginas, se distingue un nosotros de la reflexión (que
excluye al hambriento) y un nosotros de la crónica (que a su manera y
con inexorable distancia, lo incluye e interpela). Ese es el puente que
erige el texto.
El volumen tiene un espíritu de denuncia, de
panfleto alarmado. Así, desarma mitos o ideas arraigadas alrededor del
tema. Por ejemplo, asegura que el hambre en la región de Sahel, en el
centro de Africa, no es estructural. Incluso, comparando los diferentes
capítulos, caemos en la cuenta de que el hambre en esos países no es
consecuencia directa de la pobreza d recursos en esos países. Como
enfatiza el autor, Níger (país ubicado al noreste de Nigeria) tiene, por
ejemplo, grandes reservas de uranio, uno de los minerales más
codiciados para la producción energética, que son explotadas por una
empresa estatal francesa. El canon que pagan por ello es insignificante
para el tesoro nacional e imperceptible para la población nigerina. Pero
la investigación también desmiente otra creencia demasiado extendida,
según la cual los países desarrollados han alcanzado la modernidad
sencillamente gracias a que hacen las cosas bien... Son capaces, por
ejemplo, de destruir un banco de reserva de granos para hacer a los
pueblos más dependientes, a costa del hambre.
Por otra parte, este
no es un libro suelto, caído del cielo justo en el interior de la
biblioteca Caparrós. En los ultimos dos años viene de publicar Comí , una novela de ecos autobiográficos y hedonistas que gira en torno al placer de la gastronomía, y editó también en España Entre dientes
, pequeño tratado gastronómico o de “crónicas comilonas”. Con ambos
volvió a sus primeras armas en el periodismo, la crítica de delikatessen en la revista Cuisine et vins, que dirigía Miguel Brasco . Los tres juntos pueden formar, para el propio Caparrós, una especie de “trilogía perversa”.
Contanos cómo surgió este libro.
En
2005 me propusieron hacer un trabajo raro, para el Fondo de Población
de Naciones Unidas. Consistía en armar una publicación sobre el estado
de la población mundial. Tenía que escribir diez historias de vida de
jóvenes en relación a un problema distinto cada año: Inmigración,
Cultura, Cambio climático, Educación sexual y reproductiva, y otros más.
Me llevó por todo el mundo. Tuvo dos efectos para mí ese laburo. Uno
fue terminar de interesarme en una forma global de pensar los problemas.
De ahí salió Una luna , que tiene que ver con la inmigración; Contra el cambio
, sobre el cambio climático. El otro efecto que tuvo fue el de hacerme
notar que detrás de todos esos casos había gente que no comía lo
suficiente. Ese es el origen de este libro, que hice por mi cuenta, con
independencia de ese ámbito.
Uno de los casos más dramáticos que tomás es el de Níger, en Africa central. ¿Cómo es el encuentro con esa realidad tan extrema?
A
Níger fui tres o cuatro veces en los últimos años. Es un lugar que me
impresionó por muchas razones. En temas de desnutrición es uno de los
lugares más pesados, porque es una desnutrición totalmente regular.
Todos los años, cuando llega el mes de agosto, se acaba la cosecha de
mijo que han levantado en octubre, y no tienen más. Quedan esos meses
que los franceses llaman soudure (la soldadura) y los ingleses hunger gap
(brecha de hambre). Es una situación increíble porque se repite todos
los años, en un país que por un lado es muy pobre y, por otro, tiene las
segundas reservas de uranio, sólo que las explotan chinos y franceses,
sin que quede nada en el propio Níger.
¿Cuál es el impacto en el escritor al ver a un semejante inmerso en esa situación límite?
Tiene
algo que casi da vergüenza decir; existe una dignidad humana en la
pobreza extraordinaria de esa región. No se trata de la miseria del
conurbano, donde todo es dramáticamente sucio y miserable. Hablo de una
pobreza tan ancestral que se sostiene con un porte distinto. Pero me
gusta pensarlo como el encuentro con gente radicalmente diferente, que
es uno de los grandes atractivos que tiene hacer este trabajo. Estamos
demasiado acostumbrados a encontrarnos con nuestros semejantes más
íntimos, y estamos totalmente desacostumbrados a encontrarnos con los
distintos. El mundo está organizado para que no tengamos nunca esa
experiencia, para que creamos que todo es más o menos como lo conocemos;
entonces, basta con que de vez en cuando miremos un documental en la
tele como para reafirmar la distancia.
Leyendo El hambre, da la impresión de que, si bien recorriste medio mundo, muchas de esas historias se repiten en su dinámica.
Sí.
Lo que traté de hacer es que cada uno de los lugares pusiera de algún
modo en escena algunos mecanismos de la desnutrición. Por ejemplo, el
caso de Níger, donde la desnutrición parece estructural, hasta el caso
de Madagascar, donde el problema es la apropiación de tierras a manos de
grandes empresas provenientes de los países más ricos. Eso, pasando
por todo un largo recorrido que incluye a la Argentina y las familias
que viven de la basura del Ceamse, en José León Suárez, donde lo que
quería poner en escena era la idea de la desnutrición en el país de la
abundancia de alimentos, es decir, la distribución como razón básica.
¿Pero cuando decís “el hambre en Africa”, estás nombrando el mismo fenómeno que cuando decís “el hambre en Chaco”?
Eso
es interesante, porque en general ya no existe la hambruna clásica, esa
que veíamos por televisión, la imagen de un chico con el vientre
inflado y flaquísimo. O existe en casos de guerra o cataclismo natural.
La mayor parte tiene que ver con un proceso mucho más lento y
continuado, y por eso mucho más indignante. La idea de no poder
alimentarse todos los días, como es necesario. En la India, el país con
más desnutrición del mundo, es aún peor porque existe una adaptación de
millones de personas a una alimentación insuficiente. Quizá no se mueren
pero no terminan de desarrollarse y viven toda una vida en condiciones
paupérrimas.
¿Cuando en Argentina se habla de desnutrición, entonces, de qué se está hablando?
En
general, se trata de un sector cada vez más afirmado que come cada vez
peor. Hay un estudio de la antropóloga Patricia Aguirre que trabajó
sobre las dietas de los argentinos en los últimos ochenta años. Encontró
que hasta los ‘70 casi toda la población argentina comía la misma
proporción de carnes, verduras, hidratos de carbono y demás. Después eso
se va diferenciando y se va constituyendo una forma de alimentación de
los más pobres que es cada vez más carente de todos los nutrientes
necesarios, cada vez más consistente en grasas e hidratos de carbono.
Alimentos que llenan y son baratos. Eso confirma que desde los ‘70 la
injusticia fue creciendo.
¿A quién puede convenirle que haya 900 millones de hambrientos?
Mirá,
es una de las cosas que más me sorprendieron en este trabajo: esa cifra
coincide bastante ajustadamente con las personas que le sobran al
capitalismo. Lo cual es un error para el propio capitalismo, pensado
incluso desde su propia lógica, porque necesitás poder usar todos los
recursos que tenés, y el sistema no sabe cómo usar a todas esas
personas. Entonces las tiene ahí tiradas, sin rol, sin necesidad.
Cualquiera que fuera un poco honesto te diría que a todos les conviene
que se mueran, porque no sirven para nada pero complican las cosas. Te
asustan un poco porque de tanto en tanto saltan una verja y tratan de
meterse en el patio de atrás de tu casa... Y además, de vez en cuando
las campañas de prensa, la culpa o el Papa molestan, y entonces les
tenés que mandar una bolsa de granos, tratar de que no se te mueran
demasiado en directo. Yo no creo que lo hagan a propósito, por el sólo
hecho de que no les sirvan. Me parece, más bien, que es un error del
sistema, y no saben qué hacer con eso.
Sos un
conocido sibarita, amante de la buena comida, incluso trabajaste como
crítico gastronómico. ¿No te resultó contradictorio con este libro?
Sí,
y todavía no sé bien cómo resolverlo. Es obvio que para que uno se coma
un buen salmón de Noruega, con alcaparras que vienen de España y un
arrocito blanco de Tailandia (algo sencillo), tiene que ponerse en
marcha un mecanismo económico y de mercado que es el mismo mecanismo por
el cual millones de personas no comen. Si el arroz ese no se pudiera
exportar en los países de origen, Tailandia o Madagascar, costaría
probablemente tres veces menos. ¿Qué hacés con eso entonces? No sé. Por
otro lado, es cierto que compartimos culpas, pero que esa generalización
de las culpas no puede significar la dilución de los que tienen
infinita más responsabilidad que uno: aquellos que se llevan miles de
toneladas de granos y dejan suelos exhaustos para producir alimentos, o
quienes saquean los minerales de un país extranjero y son capaces de
inducir un golpe de Estado si no encuentra complicidad de quienes
gobiernan esos países pobres.
Al leer este libro
pensamos que podía considerarse una versión de “Los condenados de la
tierra”, de Franz Fanon. En el prólogo de ese libro, Sartre se pregunta a
quién le está hablando Fanon, y responde que sin duda no era a los
europeos, sino que estaba llamando a la rebelión a sus compatriotas. ¿A
quién le estás hablando vos?
Ojalá... Hacia el final del libro
de algún modo discuto eso, porque la gente que sufre esto que yo
cuento, no lo va a leer. ¿Quiénes estamos conversando sobre esta
cuestión entonces? Lo que trato muy epidérmicamente es el tema de para
qué sirve una vanguardia. En algún sentido son aquellos que tratan de
pensar por fuera del orden establecido. Pero por otro lado, pensar por
fuera del orden establecido te da un poder que es lo que hizo que se
jodieran todos los movimientos políticos, desde fines del siglo XIX
hasta hoy.
Un fenómeno como el hambre, ¿justifica la violencia política?
“Justificar”
es una palabra tramposa, porque ¿quién es el juez? Mi problema con
esta cuestión es que en general esta hambre crea más una violencia
social que una violencia política. Una violencia desarticulada, sin
proyecto, que se agota en sí misma. Si esa violencia fuera portadora de
un proyecto que permitiera acabar con el hambre, a mí me parecería
sensato.
¿Este trabajo te llevó a releer tu
experiencia de los ‘70, que abordaste en los tres tomos de “La
voluntad”? Viéndolo en retrospectiva, a partir de “El hambre” nos
podríamos preguntar si la violencia política, con todos sus defectos,
finalmente no tenía un sentido, truncado por el triunfo del
neoliberalismo.
Por supuesto que tenía un sentido, pero
tenía también una cantidad tan grande de errores que se desvirtuaba ese
sentido. Esto que decíamos acerca de que las vanguardias políticas se
creyeran portadoras de toda la verdad y se sintieran autorizadas a
cualquier acción en función de eso. Eso produjo desastres por todos
lados. Pero abriéndonos del tema de los años ‘70, muchas veces la
violencia política tiene sentido. El problema es cómo se articula y en
función de qué. Nadie vendría a decir ahora que San Martín tenía que
haber ido con una banda de Hare Krishnas tocando las panderetas. Se
supone que estamos todos de acuerdo con esa violencia política. No se
trata de un valor absoluto.
Hace casi dos años que vivís en Barcelona. ¿Te fuiste por algún tipo de exilio cultural?
No,
¡tengo demasiado respeto para las palabras para decir que se trata de
un “exilio”! Primero, me fui porque me parece que de vez en cuando hay
que vivir en otros lugares. Descubrí hace unos años que puedo hacer mi
trabajo desde cualquier parte del mundo. Aunque, es verdad, también me
parecía que el clima en la Argentina estaba innecesariamente caliente. Y
, ¡ojo!, a mí me parece bien que haya confrontaciones cuando se están
jugando cosas importantes para la estructura de un país. Pero acá todo
sigue muy parecido a sí mismo y parece, sin embargo, que vivimos al
borde de una revolución. Es un despilfarro de energía. Vale la pena
pelear cuando hay algo por lo que estás peleando. Por el contrario, solo
vemos grupos de poder que se gritan unos a otros y nos hacen creer que
están cambiando algo de la estructura argentina, cuando no está
cambiando nada.
Como varios de tu generación, has
tenido amigos que en los últimos años piensan muy distinto a como pensás
vos la política. ¿Cómo te lo explicás a vos mismo? Pensemos en tus
pares, como Dorio, hoy conductor de 678, o Anguita, director del diario
Miradas al sur.
No me parece tan raro que uno piense cosas
distintas en distintos momentos de su vida. Me puede doler en algún
momento si eso me priva de pasar un buen rato con un amigo. ¿Por qué
raro determinismo debería uno pensar lo mismo que hace veinte años? Por
otro lado, no consigo creerme mucho las discusiones de estos últimos
años. Y por eso este libro es un gesto político también frente a esto.
Este libro es un modo de decir “hay problemas, como el hambre, que son
mucho más pesados y urgentes que tu chicana”.