miércoles, 13 de agosto de 2014

Los cuatro primeros capítulos de 'Quiero pegar un grito y no me dejan'

 El escritor Guillermo Solarte Lindo presenta su novela  Quiero pegar un grito y no me dejan, narrada a través de dos mujeres que viven en medio del dolor. Aquí les presentamos los primeros capítulos de la obra, editada por Ediciones Libertaria


Portada Quiero pegar un grito y no me dejan de Guillermo Solarte Lindo./elespectador.com

 UNO

Eran las tres de la tarde de un domingo de mayo. Llegaron a caballo y se levantó una inmensa polvareda. Después, una calma peligrosa, el miedo, el espanto de haber cometido alguna imprudencia que me costara la vida. Las imágenes se con¬fundían con el pasado. El pasado se convertía en presente y la nostalgia de pequeños momentos de felicidad era opacada, transformada en escenas de dolor. Nunca dejé de pensar en las cosas buenas que me habían pasado, era una forma de vivir. Iba y venía del pasado, caminaba suavemente entre recuerdos y muy pocas veces, casi nunca, trataba de ir al futuro. Tenía miedo de descubrir lo que pudiese pasar.
Decían algunos que yo era en exceso pesimista. Que siempre andaba pensando en la tragedia, en el drama, pero no era así. Al contrario, siempre busqué optimismo donde no lo había. En una guerra el optimismo está escondido en las armas. Ellas te dan la vida o te la quitan. Por eso cuando uno está hablando con alguno de los armados ellos se creen dioses. Ellos saben que tienen en sus manos la vida de los demás. Esa vida tiene algo de vallenato: nostalgia de pobreza, de amores perdidos, de melancolías que atraviesan un paisaje de llantos contenidos, de famas que conforman un Olimpo local de dioses y diosas sin corona. Atrapados todos en violencias sin salidas, violencias incrustadas en la tierra por gentes ajenas que llegan, se emborrachan y saquean. Asesinan la alegría con promesas incumplidas y ambiciones extrañas que venden como ideales falsos.
Vimos su llegada por las ventanas como si fuese una película. Había sucedido muchas veces. Entraban, saqueaban y salían. No parecía lo mismo. No sé qué me hizo pensar eso. Estábamos cansados de tener miedo y sin embargo este miedo era distinto. Era un miedo confuso. Un miedo, que supimos después, era también producto de nuestro propio engaño.
La vida había cambiado para ese entonces y el pueblo se convirtió, sin darnos cuenta, en un lugar al que entraban y salían personas de todo tipo. Todos buscaban lo mismo. Dinero que parecía estar escondido en todas partes. Levantaban la tierra, los tapetes, rompían paredes, escarbaban dejando una estela larga de dolor. No somos nada. El miedo hacía con nosotros lo que bien le daba la gana. Un asesinato convertía al muerto en sospechoso de haber cometido algún crimen. Una violación hacía de la víctima una provocadora. Una osadía hacía del rebelde una amenaza.
¿Qué harán aquí? Son diez. Sus caballos sudan y parecen muy cansados. El polvo que levantan es denso. En la radio suena un vallenato. No sabemos qué pasa. Tampoco qué pasará de allí en adelante. Se bajan de sus caballos, hablan todos al mismo tiempo. Unos visten como militares y otros como paisanos. Algunos se sitúan a la entrada del pueblo y otros a la salida. De una de las camionetas baja un hombre, todos están atentos. Hay dos mujeres, ambas visten ropa militar y una de ellas tiene un altavoz en la mano, el hombre le hace una señal y ella le alcanza el altavoz.
—No se preocupen que nada les pasará. La vida de todos los civiles será respetada. Queremos reunirnos con todos en la plaza del pueblo en dos horas.
Eso fue años antes del bombardeo.

DOS

Bololó es tierra caliente de pequeños mineros y agricultores. Tierra de muerte. Allá el silencio no tiene precio y solo cuando uno ha vivido en una situación como esta sabe con certeza cuánto vale quedarse callado: vale el peso en oro del pueblo de donde me tocó salir como si fuera una rata. Sin decir por qué, como si la vida de uno allí, por cerca de veinte años, no le diera ningún derecho. Pero eso de los derechos es un lujo que solo se dan los de la ciudad.
El día de mi último cumpleaños en el lugar lo llevo en la memoria como un recuerdo alegre. Matamos a un cerdo que gritó como salvaje, lo abrimos, hicimos butifarra, tomamos tanta cerveza que llegamos a pensar que estábamos en el paraíso. Una parranda repleta de deseos contenidos, de historias cantadas, de juglares asesinados, de romances truncos. Así es un pueblo pobre. Te aferras a las pequeñas cosas como a un salvavidas.
Este es el amor amor, el amor que me divierte, cuando estoy en la parranda no me acuerdo de la muerte.
Esa fue la última fiesta. Fue unas semanas antes de que me pusieran en la fila del miedo. La parranda la iniciamos a las dos de la tarde, llegó casi todo el mundo y uno por uno me dieron el feliz cumpleaños.
—Cante doña María, cante —me pedían todos en coro y la piel se me ponía de gallina. Yo que, más que cantar, clamaba a escondidas. Atravesada por el terror me decía a mí misma:
—No te dejes, María Palenque, silenciar por la cobardía.
Canta. Me repetían mil veces: canta. Canta. Canta. Canta… Y canté.
Yo quiero pegar un grito y no me dejan, yo quiero pegar un grito vagabundo, yo quiero decirte adiós, adiós mi vida, y quiero decirte adiós desde este mundo… Cómo me compongo yo, me duele el alma.
En Bololó no había cultivos de los que ahora llaman ilícitos. No había nada de eso. Solo años después y en medio de las bonanzas coquera y marimbera fue creciendo el fervor por el dinero que la droga producía y la gente se fue metiendo poco a poco en una trampa sin salida, como al infierno profundo de las ambiciones, a eso se llegó a través de la coca, la guerra y toda la asquerosa suciedad que eso produce. Muerte, muerte y amor a la muerte.


TRES

Nuestra vida en el lugar era una ficción: parecíamos alegres. Parecíamos tristes. Parecíamos vivos. Todo lo parecíamos, pero nada, nada era real. Es extraño pero uno sin saberlo se va volviendo cómplice de la situación. La vida se vuelve un canje permanente: cambias tranquilidad por sumisión. Canjeas toda la memoria por paz y construyes un mundo falso pero tranquilo. Un mundo en paz. Una paz militar. Así estuvimos desde el día en que llegó la guerrilla a caballo. Casi todos los días eran una advertencia y los años pasaron en medio de esa zozobra.
Bajaba al río en búsqueda de libertad. El agua me hacía sentir que era libre. Un día bajé y el río me pareció que corría negro. Profundo. Remolinos de agua y corrientes rápidas que chocaban contra la orilla derecha y hacían saltar chorros de un metro de alto. Iba a tirarme y salir de allí. Quería que el río me sacara de allí pero la imagen de los niños me detuvo.
Al regreso escuché un rumor a motor y hélices. Pasaron unos minutos antes de que lo viera. Era un helicóptero que parecía detenido en el aire. Era blanco, grande. Caminé mirando para arriba. Corrí hacia la casa y vi que la gente corría a esconderse. Subí por la calle principal, llegué a la puerta de la casa, fatigada y jadeante abrí el portón y allí estaban todos.
Me tranquilicé por segundos hasta el momento en que los escuché: el ruido de las hélices y las balas y los gritos de la gente y una sensación de que otra vez iba a empezar esta maldita guerra. Nuestra vida había cambiado con el dominio de la guerrilla durante esos años. Vivíamos, parece ser, en otro país.
—¿Qué pasa mamá?
—¡Métanse debajo de la cama!—, grité, cogí a los niños y los empujé fuerte.
Abandonados al azar de las balas no éramos mucho, casi nada. No estábamos viviendo, estábamos muriendo, y allí radica la diferencia. La diferencia entre un día y el siguiente es solo lo que la imaginación nos permite. La realidad es igual para todos. Ni más ni menos. Hoy estamos vivos, mañana habremos muerto un poco. Hacía días que venía pensando en la muerte cercana, la muerte de alguno de los míos. La verdad es que prefería no hacerlo, prefería convivir con la muerte de otros, lejana y dolorosa pero no propia, no pensar en que cuando ella nos toca y hace de nuestro pequeño círculo un drama, la angustia se apodera de nosotros.
Después de una media hora ya no se escuchaban disparos, ni estallidos de bombas, ni granadas. Pasamos del ruido estruendoso al silencio total. La calma después de los bombardeos da tanto miedo como el mismo bombardeo. Estábamos en silencio cuando de pronto se escucharon unos pasos y unas voces y el motor de unos carros. Las voces se hicieron cada vez más fuertes, la oscuridad en la casa era total.
—Queda prohibida la circulación de personal hasta nueva orden.

CUATRO

Eran las nueve de la mañana cuando entró Juana.
—Tengo que contarle una cosa.
Hablaba en voz muy baja, como si la fueran a oír, casi en susurros imperceptibles. No abría casi la boca. Sus dientes, de vez en cuando, chocaban unos contra otros. Se sentó.
—Las paredes están llenas de avisos y la gente dice que están escritos con sangre —dijo—. No se ve ningún hombre del pueblo, dicen que si se asoman los van a matar. Estaba en la puerta de mi casa y se acercó uno de los uniformados. Tenía en un brazalete escrito AUC y dijo que venían a salvarnos, que era por el bien de todos, que solo habían matado a cinco personas y que todas tenían que ver con las FARC.
—¿Puedo pasar? —dijo el hombre.
—Vivo sola y no me gustaría que hablen de mí.
—Lo sé.
—¿Sabe qué?
—Que vive sola. ¿Me puedo sentar? ¿No me va a ofrecer un cafecito? —durante unos diez minutos estuvo en silencio. La ametralladora encima de la mesa. Las piernas abiertas. Miraba fijamente hacia la puerta.
—Los sacaremos de aquí. Esas ratas deben morir.
—Tenía pintada la cara con trazos negros. El uniforme de camuflaje y sus botas de caucho, pantaneras. Olía a sudor, muy fuerte.
—No tiene que temer nada Juana, esta guerra no es contra ustedes.
—¿Cómo sabe mi nombre?
—No le miento cuando le digo que lo sabemos todo. Más tarde volvemos a vernos, más tarde vol¬vemos a vernos. —Casi me orino, María, no me hizo nada pero casi me orino. Salí a respirar y en el camino hacia aquí fue que escuché que el helicóptero se los había prestado el Ejército. Que ellos lo habían pintado de blanco para que no fuera identificado por nosotros y los periodistas. Que una de las condiciones era no bombardear las casas y que no querían que murieran mujeres ni niños. Tengo la sensación de que lo conozco. No sé. Su mirada o su voz o si fue cuando lo vi de espaldas que caí en cuenta de que no era desconocido… ¿Usted sabe quiénes fueron los muertos? ¿Los cinco que dijo el tipo que habían matado?
Juana tenía los ojos más grandes que nunca pero su brillo era distinto. Mostraban el miedo de haber tenido cerca al asesino. De estar segura por segundos de que su vida dependía de la voluntad de otro. Esa mañana tuvo la muerte tan cerca que entendió que la vida, la vida estaba en sus manos. También entendió que tendríamos que hacer algo, fuese lo que fuese.
—Nos vamos o nos van a matar.