Premio Nobel 1969, dramaturgo, novelista y poeta, Beckett logró superar la aplastante influencia de su gran predecesor irlandés, James Joyce. Y aunque está encasillado en la literatura de vanguardia, su búsqueda literaria fue sencilla: hallar una expresión honesta al dilema de existir en un mundo aparentemente sin sentido
Vida y obra: Samuel Beckett, halló su propia voz./ Revista Ñ |
Poco a poco nos vamos alejando del siglo XX y, aunque aún lo tenemos
demasiado cerca para verlo desapasionadamente, ya es posible entenderlo
como una unidad que comenzó y terminó. Podemos imaginarnos cómo este
siglo hermano será visto dentro de varias generaciones, dentro de un
puñado de siglos, por ejemplo. Y cuando se arman las listas esenciales
de fechas, descubrimientos, batallas, edificaciones y autores, apostamos
que en la última categoría estará Samuel Beckett, el flaco y elegante
escritor irlandés cuya vida y obra transcurrió en pleno siglo XX. Nació
en 1906 en el pueblo de Foxrock de Irlanda (un suburbio de Dublín) y
murió en París en el último mes de 1989.
Beckett es mucho más accesible de lo que parece a primera vista. Si uno solo lo conoce por un puñado de sus obras teatrales, como Esperando a Godot y Días Felices, es posible encasillarlo como un autor avant garde, o –para usar una frase aun más detestable– un escritor experimental. Beckett, en su vida y obra, fue una persona llana, directa y honesta. Nunca hizo algo por lograr un efecto o por conseguir un lugar en el mundo literario –aunque sí le interesaba la gloria literaria. Su vida no fue exactamente un sacerdocio –tenía muchos amigos, le gustaba beber, las mujeres, tenía un sentido del humor crudo y escatológico, era muy deportista de joven– pero sí fue marcada por un compromiso casi sagrado para buscar expresar en palabras la realidad de su existencia. Para ver qué se podía hacer con el lenguaje, con la literatura, para expresar con máxima honestidad el dilema humano. Y el dilema humano es, simplemente: ¿que hacemos acá? ¿Cómo pasaremos los días?
Si suscribimos a la teoría de Harold Bloom de la angustia de las influencias, que dice –más a menos– que el problema más grave para un autor en sus inicios es superar los logros de sus antecesores inmediatos, el obstáculo mayor para Beckett fue James Joyce. No hace falta decirlo: Joyce fue un titán que cambió la literatura universal. Ulises (1922) rompió todo. Puede ser que nadie aun haya escrito una novela nueva después. Beckett y Joyce eran irlandeses. Para hacer las cosas más complicadas, Beckett, a los 22 años, conoció a Joyce. Trabajó con él en París, en 1928, cuando había conseguido (Beckett) una beca para ser profesor en el École Normale Supérieure. Se ha dicho que Beckett era secretario de Joyce, pero eso es mentira. Joyce (1882-1941) admiraba a Beckett. Es verdad que Joyce lo reclutó para conseguir prosélitos para su nueva obra, Finnegans Wake (en ese momento llamada A Work in Progress), pero Beckett, por su parte, admiraba tanto a Joyce que usaba zapatos demasiado chicos como para emularlo. Para complicar las cosas más aun, la hija de Joyce se enamoró con Beckett (sin reciprocidad), lo cual terminó causando una ruptura temporaria entre ambos.
Beckett es mucho más accesible de lo que parece a primera vista. Si uno solo lo conoce por un puñado de sus obras teatrales, como Esperando a Godot y Días Felices, es posible encasillarlo como un autor avant garde, o –para usar una frase aun más detestable– un escritor experimental. Beckett, en su vida y obra, fue una persona llana, directa y honesta. Nunca hizo algo por lograr un efecto o por conseguir un lugar en el mundo literario –aunque sí le interesaba la gloria literaria. Su vida no fue exactamente un sacerdocio –tenía muchos amigos, le gustaba beber, las mujeres, tenía un sentido del humor crudo y escatológico, era muy deportista de joven– pero sí fue marcada por un compromiso casi sagrado para buscar expresar en palabras la realidad de su existencia. Para ver qué se podía hacer con el lenguaje, con la literatura, para expresar con máxima honestidad el dilema humano. Y el dilema humano es, simplemente: ¿que hacemos acá? ¿Cómo pasaremos los días?
Si suscribimos a la teoría de Harold Bloom de la angustia de las influencias, que dice –más a menos– que el problema más grave para un autor en sus inicios es superar los logros de sus antecesores inmediatos, el obstáculo mayor para Beckett fue James Joyce. No hace falta decirlo: Joyce fue un titán que cambió la literatura universal. Ulises (1922) rompió todo. Puede ser que nadie aun haya escrito una novela nueva después. Beckett y Joyce eran irlandeses. Para hacer las cosas más complicadas, Beckett, a los 22 años, conoció a Joyce. Trabajó con él en París, en 1928, cuando había conseguido (Beckett) una beca para ser profesor en el École Normale Supérieure. Se ha dicho que Beckett era secretario de Joyce, pero eso es mentira. Joyce (1882-1941) admiraba a Beckett. Es verdad que Joyce lo reclutó para conseguir prosélitos para su nueva obra, Finnegans Wake (en ese momento llamada A Work in Progress), pero Beckett, por su parte, admiraba tanto a Joyce que usaba zapatos demasiado chicos como para emularlo. Para complicar las cosas más aun, la hija de Joyce se enamoró con Beckett (sin reciprocidad), lo cual terminó causando una ruptura temporaria entre ambos.
Pero lo fundamental es la
literatura. Años después, Beckett se dio cuenta, en una revelación que
tuvo alrededor de los 40 años, de que si el logro de Joyce fue agregar y
agregar y agregarle realidad al mundo a través del lenguaje, el camino
que él tenía que tomar era el opuesto: el de sustraer.
Dijo
Beckett: “Me di cuenta de que Joyce había ido lo más lejos que se puede
en cuanto a conocer tu material. Siempre estaba agregando. Solo hace
falta mirar sus borradores para advertirlo. Me di cuenta de que mi
camino era vía el empobrecimiento, en la falta de conocimiento y en
sacar, en restar en vez de sumar. Cuando conocí a Joyce por primera vez
no era mi intención ser escritor. Eso solo vino después, cuando me dí
cuenta que no servía para enseñar, para ser profesor. Pero recuerdo
haber hablado del logro heroico de Joyce. Le tenía mucha admiración. Eso
es lo que logró: fue épico, heroico. No podía seguir el mismo camino.”
Entre
sus renuncias estuvo el abandono de su lengua materna. Cambió del
inglés al francés. Le permitiría –sentía– escribir de una manera más
pura, libre de automatismos estilísticos.
Beckett nació en una
familia protestante, no rica, pero acomodada, de las afueras de Dublín.
Asistió a buenos colegios donde se destacaba como alumno y atleta. Le
gustaba el ajedrez, jugaba cricket y al golf. También participaba en
carreras cross-country de motos. En su vejez, cuando no podía conciliar
el sueño, jugaba en su imaginación las partidas de golf de su
adolescencia. Siempre siguió los deportes por televisión. Fue un
brillante estudiante de letras en el Trinity College de Dublín, con un
talento exquisito para los idiomas. Leía voraz y críticamente de todas
las tradiciones. Amaba a su padre y con su madre tuvo una relación
complicadísima que lo derivó a varios años de psicoanálisis. Lo curioso
es que tuvo que emigrar a Londres para el tratamiento ya que en los años
20 el psicoanálisis era ilegal en Irlanda.
Entre las novias de
Beckett, en su primera juventud, estaba una prima hermana y también una
de las herederas de la fortuna Guggenheim. Ella, Peggy, le decía
Oblomov, por el personaje del la novela homónima de Goncharov que se
pasaba los días tirado en un sillón. Como muchos artistas irlandeses de
esa época, emigró. Su destino fue París. Durante la Segunda Guerra
Mundial participó en la Resistencia poniendo su vida en riesgo mientras
trabajaba para una célula que descifraba y recodificaba mensajes
secretos.
Una de las grandes fortunas de Beckett fue su
compañera de vida, Suzanne Deschevaux-Dumesnil, seis años mayor que él.
La conoció jugando tenis, en un partido de dobles mixtos, a principios
de los años 20, pero se unirían después. Como Beckett, Suzanne era
austera, reacia a la fama. En sus tortuosos intentos por conseguir una
editorial para sus primeras obras, Suzanne fue fundamental. Nunca dejó
de creer en él. Y aunque él no le fue totalmente fiel en términos
sexuales, estuvieron juntos siempre y hasta el final. Ella murió el 17
de julio de 1989; Beckett duró poco tras su pérdida. Murió en 22 de
diciembre de 1989. Dicen que muchos de los diálogos “absurdos” de las
obras teatrales de Beckett son casi transcripciones de las
conversaciones que tenía con su esposa (se casaron en 1963, aunque
vivieron juntos 50 años, incluyendo los años de Resistencia en los
campos franceses durante la Segunda Guerra Mundial.)
La fama
para Beckett fue una condena y le vino en dos tandas: al estrenar
Esperando a Godot, en 1953 y al ganar el Premio Nobel de Literatura, en
1969.
La literatura, el deseo de ser parte de la literatura, de
contribuir a su crecimiento, es algo raro: es tan privado escribir y es
tan privado leer... Pero los autores, inevitablemente, son figuras
públicas. Beckett murió en un hospicio digno y limpio, bien atendido,
pero extremadamente austero. Era un hombre rico. No era tacaño. No
necesitaba nada. En su cabeza había un mundo.