Hay una escisión entre los novelistas españoles y latinoamericanos a la hora de reflejar el presente. La eclosión surgida de la crisis en España ya no mira a América en busca de fantasía utópica
La precariedad, la indignación y la protesta se han convertido en el
motor de muchas novelas publicadas en España en los últimos meses. /elpais.com |
1 En el año 1968, tras alcanzar su clímax, la energía revolucionaria se agotó para siempre. Esta afirmación de Baudrillard
es desmentida por un tipo que ronda el Madrid de las protestas
recientes y los bares de siempre. Su nombre es Barrunte, nació en plena
revolución mexicana, es inmortal. Y si tiene la certeza de que
Baudrillard se equivoca es, precisamente, porque a cambio de esa vida
infinita está obligado a participar, antes y después del 68, en cuanta
sublevación le imponga la deuda adquirida. Así la guerra civil española o
la revolución cubana, Nicaragua o el Congo. Barrunte ha sido montonero,
tupamaro, sandinista, ha pertenecido a la OLP o el IRA, y es el
protagonista de Será mañana,
novela de Federico Guzmán Rubio. En sus rondas diurnas y nocturnas
nuestro héroe suele detenerse para tomar aliento, o unos cuantos orujos,
y de paso contrastar las convulsiones españolas actuales con las de sus
diversos pasados revolucionarios.
Marco es el protagonista de Democracia, de Pablo Gutiérrez, y no es inmortal. Aún más, el crash
de Lehman Brothers casi le convierte en un muerto viviente, pero la
venganza es suficiente estímulo para “regresar” con fuerza a la vida. Él
puede ser echado a la calle sin contemplaciones, pero también
responder, incluso con más vigor, lanzándose sobre los muros de la
ciudad. A la manera del artista callejero Banksy, su revolución particular toma la forma del graffiti,
lo que le permite dejar una huella en el mundo casi tan imperecedera
como la vida de Barrunte, el revolucionario infinito de Será mañana. Un
rastro cuyo mensaje alcanza la categoría de un virus creciente que se
mueve en zigzag: entre Karl Popper y George Soros,
España y el mundo, el dibujo y la tecnología, el arte y la política, la
poesía y la escuela. Todo, en fin, como corresponde al artista visual
en que se convierte su protagonista.
La revolución divertida
no es una novela, sino una crónica que avala “la persistencia de los
sesenta”. En consecuencia, recorre desde el Mayo francés hasta el 15-M
español. Su autor, Ramón González Férriz, se concentra en la zona lúdica
de una revolución cuyo destino manifiesto es quedar encapsulada como
movimiento cultural, tal vez un episodio en la historia del pop, acaso
una fusión entre El porvenir de la revuelta de Julia Kristeva y el espíritu de la movida madrileña.
No hace falta decir que los tres libros tienen calidades distintas,
como distinta es la remoción que ejerce, sobre ellos, el presente. A
Guzmán Rubio le catapulta el historicismo, a Pablo Gutiérrez el
esteticismo, a González Férriz el hedonismo. A los tres, nacidos en la
segunda mitad de los años setenta del siglo XX, les resulta ineludible
partir de una actualidad poco soportable para los dos primeros, bastante
más aceptable para el tercero.
Tampoco es que les guíe la antigua fascinación por las revoluciones de un Sartre o un Graham Greene. De hecho, parecen más próximos a Marcel Duchamp
(murió, por cierto, en 1968) y al impacto de su influencia que,
evidentemente, tampoco quedó sepultada en ese año cargado de mitos. Casi
podría decirse que practican, desde la literatura, una transformación
del ready made que ya había sido experimentada, con suerte
dispar, por el arte contemporáneo del pasado reciente: una mutación
propia de este tiempo en el cual ya no son los objetos —un urinario o
una aspiradora— los que quedan convertidos en obra, sino los sujetos y
sus causas; incluida la propia revolución.
"Sin la fascinación de Sartre o Greene por las revoluciones, los españoles parten de
una actualidad poco soportable"
2 De las cumbres iberoamericanas nunca ha salido una
revolución. De la última queda, sin embargo, una imagen insólita de
algo parecido al mundo al revés tan propio de las situaciones
revolucionarias: la del rey Juan Carlos I, entre solemne y angustiado,
pidiendo ayuda a los países latinoamericanos. Ya estábamos en plena
crisis y era patente el efecto retorno de muchos inmigrantes de América
Latina a sus países de origen. También comenzaban a abundar, como no
había ocurrido desde hacía décadas, los españoles que cruzaban hacia allá el Atlántico para buscarse la vida.
Ese “cruzar el charco” no ha estado acompañado esta vez por la
costumbre de algunos intelectuales de la Península que, en otros
tiempos, eligieron América Latina para colocar sus pulsiones redentoras.
Sin duda, el presente español se basta a sí mismo para impedir el
reciclaje, al otro lado del océano, de aquella fantasía utópica descrita
alguna vez por Manuel Vázquez Montalbán: esa que buscaba en los territorios latinoamericanos “la revolución que nosotros no hicimos aquí”.
En ese aquí y en ese ahora se alojan las recientes
protestas y, junto a estas, una eclosión literaria marcada por la
contingencia del momento. Esto, que ya había estallado en centenares de panfletos, ensayos y textos de batalla, aparece ahora desplazado hacia la ficción. Jorge Carrión percibe, en este contexto, la emergencia de una novelística del segundo desencanto,
en la que incluye por igual autores españoles y latinoamericanos. Según
este crítico, unos y otros dan cuenta del desplome social espoleados
por un presente en crisis el cual, más que interrogado, precisa ser
contestado. Al ya citado Guzmán Rubio, Carrión añade a Cristina
Fallarás, Miguel Ángel Hernández Navarro, Javier López Menacho, Iván
Repila o Javier Moreno.
Puede que no sea el desencanto la figura exacta para
encuadrar autores tan diversos. Puede que en Fallarás prevalezca la
resistencia, en Pablo Gutiérrez la venganza o en Alberto Olmos el
escepticismo. Puede, incluso, que la desilusión juvenil del protagonista
de Hernández Navarro en Intento de escapada
deba circunscribirse al mundo del arte más que al mundo en sí, siempre
que esto sea disociable. Pero los términos exactos no existen, y lo
cierto es que Carrión consigue activar un plano válido para transitar
por esa literatura surgida de la precariedad y cuyo origen el autor
remite al Lazarillo.
El desencanto, clásico documental de Jaime Chávarri producido por Elías Querejeta,
nos dejaba ver, a través de la familia Panero, una desesperanza seminal
que acompañaba a la transición desde su mismo inicio. Las novelas de
estos autores enuncian un descalabro propio del final de esta. Todo
ello, no sobra advertirlo, a partir de libros muy desiguales en los que
encontramos experimentación y lenguaje directo, minimalismo o
neobarroco, sublimación del instante y ambición universalista. Mucho de
lo que funciona para ratificar un síntoma y casi nada de lo que sirve
para definir un movimiento (al estilo del Crack latinoamericano o el
Nocilla español).
Entre las muchas lecturas posibles de este fenómeno, inmerso en la
superproducción editorial, una nos permite avanzar en la escisión entre
los novelistas españoles y los latinoamericanos a la hora de atender la
impronta del presente. De hecho, hay algunas diferencias innegables
entre unos y otros —de circunstancia o tratamiento del legado
literario—, más allá de sus coincidencias generacionales y editoriales.
No quiere decir que se ignoren, es que parecen nadar en paralelo
mientras se observan por encima de la boya que parte el agua entre los
dos lados del Atlántico.
Consideremos, tan solo, el siguiente detalle: mientras el
protagonista de Pablo Gutiérrez sufre distintas tribulaciones a causa de
un dinero que se esfuma de su vida, el de Alan Pauls —en Historia del dinero— se aplica a la genealogía de un dinero que ha aparecido en la suya…
No es infrecuente tampoco que, al volver sobre el pasado, buena parte
de los escritores latinoamericanos lo hagan al compás de cierta
parsimonia. O que intenten elucidar, con más interés que animadversión,
qué ocurrió antes con la izquierda y las revoluciones en las
que se vieron implicados sus padres. De ahí esa novela familiar, escrita
a base de marcar distancias y en la que lo volátil de la inmediatez
suele balancearse con el peso de la historia. Y de ahí también que el
tiempo, más que un asunto de la trama, se convierta en un sedimento de
la construcción literaria. Rodrigo Rey Rosa, Martín Kohan, Patricio Pron
o el propio Pauls emprenden ese viaje al pasado que cuenta, desde el
mismo punto de partida, con una ventaja añadida: todos saben que van a
lidiar con un fracaso. Resulta, entonces, comprometido adivinarle algún
desencanto a una empresa que no emana, precisamente, de la ilusión. Y
esa es otra diferencia importante con los escritores españoles de la
última ola, que se encuentran más bien desconcertados ante el resultado
de una transición que, hasta hace muy poco, se había ventilado como un
éxito. Siguiendo el matiz de Roland Barthes en El grado cero de la escritura, desde estas escrituras del grado cero los primeros prefieren significar, mientras que los segundos parecen más interesados en señalar.
En los latinoamericanos, lo que sucede con los padres biológicos
puede extrapolarse a los padres literarios. Ya ni siquiera es perentorio
matarlos. ¿Quién se quiere enrolar hoy en una guerra contra el boom?
Puesto que esta batalla es agua pasada, puede ser más interesante ahora
ofrecerle otra vida a Roberto Arlt o establecer una mirada diferente
sobre la novela del dictador; esto es, una recuperación capaz de asumir
la diseminación del caudillismo justo cuando este desborda lo meramente
militar para alojarse en las relaciones personales (Junot Díaz o Rita
Indiana). Es posible rescatar, sin complejos, formas denostadas hasta
hace muy poco por la literatura urbana, el caso de la novela telúrica
(Israel Centeno). Incluso es factible una aproximación a la novela de la
revolución mexicana para reactivarla, con más ironía que parodia,
despojada de su retórica grandilocuente (Guzmán Rubio). Esto deja
entrever un ejercicio de conciliación desde el cual todo tiene cabida en
el presente porque, al mismo tiempo, todo puede ser sometido a la más
intensa de las revisiones.
"Ahora que la izquierda latinoamericana tiene Gobiernos sin épica,
los escritores miran a la época de épica sin gobierno"
3 En El siglo de las luces, Madrid aparece
como la ciudad de un corolario. En ella los protagonistas viven el fin
del sueño revolucionario, su desengaño definitivo con la versión
antillana del jacobinismo que habían asumido como receta para América
Latina. Pero Madrid es también, para ellos, el comienzo de un destino
—frágil, eso sí— que hasta entonces no habían sospechado. En esa ciudad,
Sofía y Esteban son arrastrados a la revuelta contra la invasión
francesa. Una sublevación que, irónicamente, iba contra todo lo que
habían abrazado allá y de cuyo fracaso se habían refugiado aquí.
Bajo el imperativo moral de hacer “algo”, “cualquier cosa”, ambos
saltan a la calle sacudidos por un impulso visceral muy diferente a los
motivos librescos con los que habían acompañado las pasiones redentoras
de su juventud. Solo que, durante aquellos años de implicación en la
revolución caribeña, habían sido testigos de demasiado ego, demasiada
sangre, demasiadas teorías. De manera que sus viejos sueños se habían
convertido en pesadillas recurrentes, su vieja fascinación se había
trastocado en rencor.
Así que al final, estos liberales —y algo libertinos—
exrevolucionarios acaban sus días involucrados en una revuelta en la que
participar ya no se les presenta como la consecuencia lógica de
comprender o estar de acuerdo, sino como una manera tribal de
pertenecer.
A “algo”, a “cualquier cosa”.
Si bien el propio Carpentier dijo alguna vez que las novelas no transformaban el mundo, virtud que dejaba en exclusiva a El contrato social o El capital, El siglo de las luces
es uno de los libros a tener en cuenta para comprender tanto los
ideales de la revolución como su fracaso; su capacidad de ilusión y su
espiral de terror. Es tal la magnitud de su metáfora que, aunque el
autor —reconocido intelectual orgánico del poder cubano— la publicó en
1962, tres años después del triunfo guerrillero de 1959, tuvo el cuidado
de rematarla con un discreto, pero persuasivo, 1958 en la última
página.
Cuesta creer que un novelista de su fama —primer director del
Instituto Cubano del Libro— tuviera que esperar cuatro años para
publicar una novela. En particular, esa novela, en la que despieza sin
miramientos el factor humano de la revolución, con su repertorio de
personajes —el crédulo, la apasionada, el cínico, el investido de
poderes— y, siempre, a ritmo de chas-chas-chas, la música de
fondo de la guillotina. ¿Una parábola de la revolución cubana? Ese 1958
que cierra el libro no avala tal lectura. El 1962 de su primera edición
en cambio sí la permite.
Resulta curioso que, ante una América Latina que cuenta hoy con una
decena de países instalados en el “socialismo del siglo XXI”, algo
escaso de discurso y epopeya, las actuales novelas parezcan sentirse más
cómodas escudriñando los viejos tiempos en los que la revolución tenía
épica y discurso, aunque casi nunca el gobierno. Quizá, sobre estos
libros recientes flota el magisterio de aquel Siglo de las luces,
con su alerta sobre el maquillaje que la literatura puede llegar a
aplicar sobre la violencia. Una advertencia capaz de prevenirnos, por
otra parte, de que con la estética de la revolución puede pasar lo mismo
que con la estética de la cirugía. Empezamos con los retoques y
acabamos limpiando la sangre.
Iván de la Nuez es autor del ensayo Fantasía roja. Los intelectuales de izquierdas y la revolución cubana (Debate).
Presente y pasado de una ilusión
ESPAÑA
Democracia (Seix Barral). Pablo Gutiérrez
La revolución divertida (Debate). Ramón González Férriz
A la puta calle (Del Bronce). Cristina Fallarás
Intento de escapada (Anagrama). Miguel Ángel Hernández Navarro
Yo, precario (Libros del Lince). Javier López Menacho
El niño que robó el caballo de Atila (Libros del Silencio). Iván Repila
2020 (Lengua de Trapo). Javier Moreno
Ejército enemigo (Mondadori). Alberto Olmos
AMÉRICA
Será mañana (Lengua de Trapo). Federico Guzmán Rubio
Historia del dinero (Anagrama). Alan Pauls
Así es como la pierdes (Mondadori). Junot Díaz
Papi (Periférica). Rita Indiana
El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia (Mondadori). Patricio Pron
El material humano (Anagrama). Rodrigo Rey Rosa
Museo de la revolución (Mondadori). Martín Kohan