De magos y chamanes
Brujos célebres
En la revista “Tiempo”
Desde la antigüedad, sin tener
que recurrir a ningún tipo de conjuro, hubo “grandes brujos”. Algunos de ellos
fueron: Aarón el Helenista, que vivió en tiempos del emperador Commeno y de
quien se asegura que tenía sometida a sus órdenes algunas legiones de demonios,
por medio de las “Clavículas de Salomón”. Alberto el Grande, gran mago y hábil
astrólogo, quien creó un autómata que le servía de oráculo y resolvía todas las
cuestiones que se proponían; el autómata fue destruido posteriormente por su
discípulo, Santo Tomás de Aquino, por creer que era una obra o un agente del diablo.
Cagliostro, célebre aventurero que se jactaba de conversar con los ángeles y
quién instruyó una especie de cábala egipcia, pregonando las ciencias ocultas.
María Ana Lenormand, sibila famosísima, nacida en Alezo en 1772 y fallecida en
París en 1834, frecuentemente arrestada por considerársele
“contrarrevolucionaria por haber hecho muchas predicciones”.
El Chaman
Joseph Campbell
Un antiguo viajero que se
aventuró entre los lapones nos ha dejado una descripción vívida de la terrífica
acción de uno de estos extraños emisarios del reino de la muerte. Ya que el
otro mundo es el lugar de la noche eterna, el ceremonial del chamán debe tener
lugar después del anochecer. Los amigos y vecinos se reúnen en la choza sombría
y débilmente alumbrada del paciente y siguen atentamente las gesticulaciones
del hechicero. Primero conjura a los espíritus ayudantes; éstos llegan,
invisibles para todos menos para él. Dos mujeres, vestidas para el ceremonial,
pero sin cinturones y llevando tocas de lino; un hombre sin toca ni cinturón, y
una joven no adulta, son sus asistentes. El chamán se descubre la cabeza, se
suelta el cinturón y los cordones de los zapatos; se cubre la cara con las
manos y empieza a girar en variados círculos. Repentinamente, con gestos muy
violentos, grita: “¡Equipad el reno! ¡Listo para embarcarse!” Toma un hacha y
empieza a golpearse con ella cerca de las rodillas, y la mueve en dirección a
las tres mujeres. Saca del fuego leños ardiendo con sus manos desnudas, pasa
tres veces alrededor de cada una de las mujeres y, finalmente cae, como un
muerto. Durante todo ese tiempo a nadie se permite tocarlo. Mientras reposa en
trance, debe ser vigilado tan estrechamente que ni una mosca debe posarse
encima de él. Su espíritu ha partido y ve las montañas sagradas con los dioses
que las habitan. Las mujeres que lo atienden, cuchichean una con la otra
tratando de adivinar en qué parte del mundo se encuentra ahora. Si mencionan la
montaña en que se encuentra, el chamán mueve una mano o un pie. Por fin,
empieza a volver en sí. Con voz baja y débil dice las palabras que ha escuchado
en el otro mundo. Las mujeres empiezan a cantar. El chamán se despierta
lentamente, declarándola causa de la enfermedad y la forma de sacrificio que
debe hacerse. Entonces anuncia la cantidad de tiempo que tomará el paciente
para sanar.
Magia
Manuel Navarrete
Era el tiempo en que la magia
volvió a proliferar sobre la tierra después de infinidad de revoluciones
sociales e industriales. Por todos lados abundan adivinos, astrólogos,
prestidigitadores y especialistas en todas las ramas de las ciencias ocultas.
Ben Alí, uno de los mejores, recorría el mundo a velocidades varias veces más
rápidas que el sonido dando exhibiciones de su arte. Una noche en Londres,
después de la función, se encontró a un individuo esperándolo en el vestíbulo
del hotel. Quería contratarlo, pero no para exhibiciones personales, sino para
que fuera el encargado de crear los efectos necesarios a la ópera, ese
complicado espectáculo del remoto pasado, que deseaba revivir. La aparición de
mares en escena, grandes barcos que flotan sobre el público y la levitación de
los cantantes en las notas más altas y sostenidas, tendrían que haber requerido
siempre la intervención de un mago. Ben Alí le dijo que según entendía eso fue
logrado con una especie de trampa llamada tramoya y los mares eran de cartón,
los barcos se sostenían con gruesos cables y los cantantes jamás abandonaban el
piso por más agudas y sostenidas que fueran sus notas, pero el otro no le
creyó. Supuso que se negaba a trabajar para él y frotando un anillo sobre la
mejilla del famoso mago lo dejó exánime, tirado en el suelo, para continuar sin
dilación su búsqueda por entre las inmensas multitudes que cubrían entonces el
planeta.
El
enigma
Voltaire
El gran mago planteó esta cuestión:
—¿Cuál es, de todas las cosas del
mundo, la más larga y la más corta, la más rápida y la más lenta, la más
divisible y la más extensa, la más abandonaba y la más añorada, sin la cual
nada se puede hacer, devora todo lo que es pequeño y vivifica todo lo que es
grande?
Le tocaba hablar a Itobad.
Contestó que un hombre como él no entendía nada de enigmas y que era suficiente
con haber vencido a golpe de lanza. Unos dijeron que la solución del enigma era
la fortuna, otros la tierra, otros la luz: Zadig consideró que era el tiempo.
—Nada es más largo, agregó, ya
que es la medida de la eternidad; nada es más breve ya que nunca alcanza para
dar fin a nuestros proyectos; nada es más lento para el que espera; nada es más
rápido para el que goza. Se extiende hasta lo infinito, y hasta lo infinito se
subdivide; todos los hombres le descuidan y lamentan su pérdida; nada se hace
sin él; hace olvidar todo lo que es indigno de la posteridad, e inmortaliza las
grandes cosas.