Si alguien quiere entender de qué se habla en los diálogos de paz de La Habana tiene que leer a Alfredo Molano. La literatura y la historia recientes del país se unen en la obra de un escritor que nadie sabe dónde poner. Él, simplemente, sigue escribiendo
Alfredo Molano, escritor de tantas violencias colombianas |
Tres obras de Alfredo Molano, y un sólo tema verdadero: el conflicto armado colombiano/revistaarcadia.com |
Si aquello que llamamos literatura pudiera ser definido exclusivamente
como un artefacto de ficción, como una historia imaginada por la mente
de un individuo, dejaríamos por fuera algunas de las más grandes obras
de la historia de la literatura universal. Tras hacer esta afirmación,
el gran crítico literario inglés Terry Eagleton se pregunta dónde
quedarían entonces las cartas de Madame de Sevigné a su hija, los
discursos fúnebres de Bossuet, las máximas de La Rochefoucauld, los
sermones de John Donne o los ensayos de Bacon o –añadiría uno– los de
Michel de Montaigne.
La literatura está en el uso particular, no pragmático, del lenguaje. En la intención del texto.
Lo que hace la literatura es transformar e intensificar el lenguaje ordinario, dice Eagleton.
Alfredo Molano es, entonces, un escritor.
Pero esa verdad, que para algunos es tan evidente, no lo es para todos.
Porque para muchos, Molano es sencillamente un sociólogo bogotano, un
investigador que ha escrito una veintena de libros sobre la Colombia
rural. Y sus temas son para especialistas. ¿Pero para quiénes? ¿A qué
especialistas se refieren? Porque para el mundo de la academia, sus
métodos son pocos ortodoxos.
Para el mundo del periodismo, sus investigaciones carecen de coyuntura y
de la supuesta objetividad exigida al reportero. Para el mundo de la
literatura, sus construcciones narrativas no tienen la ambición de crear
un universo literario propiamente dicho. Y finalmente, para el mundo de
la política, Molano es un hombre que no está adscrito a ninguna
militancia partidista, y por lo tanto es de poca utilidad.
Molano es, entonces, un hombre solo.
Esa soledad parece gustarle. O por lo menos, parece no importarle en
absoluto. Ni siquiera de ella –como de casi nada– se ufana su
escritura. Y es precisamente debido a esa condición híbrida de una
narrativa que escapa a las etiquetas, que el nombre de Alfredo Molano no
surge con frecuencia en las listas de grandes escritores que tanto nos
gusta hacer a los periodistas culturales. Tampoco el suyo es un nombre
que aparezca con frecuencia en el canon del establecimiento académico.
De hecho, no pocas han sido las discusiones entre los catedráticos ante
la postulación de su nombre para un Honoris Causa de una prestigiosa
universidad del país.
Y es que Alfredo Molano nunca se ha acomodado a nada. Fue desobediente
desde que tiene memoria. Pasó por ocho colegios, y en cuarto de
bachillerato, como se decía antes, escribió su primer texto: un artículo
contra el negocio de la educación. Lo mandó a La Nueva Prensa y fue
publicado. En la universidad retomó el tema y en 1979 publicaría su
primer libro, nada menos que una historia de la educación en Colombia.
Su desobediencia estuvo a la orden del día cuando años más tarde Daniel
Pecault, su director de tesis en la École Pratique des Hautes Études de
París, le dijo que su tesis no servía. Que en esos relatos no se sabía
qué era cierto y qué era inventado. Molano había estado en Granada, en
el Meta, se había encontrado con los movimientos campesinos y había
recogido los relatos que hablaban sobre el problema de la tierra. No
podía ser. Pecault le exigía que la tesis tuviera un sustento académico.
Molano, en una decisión radical que cambiaría su vida y cristalizaría
su vocación, le dijo que no la volvía a escribir. Y, desobediente, no se
graduó.
Toda la admiración que no profesa por Pecault la tiene para Estanislao
Zuleta. Fue su profesor en la Universidad de Antioquia, donde pasó tres
años. Gracias a Zuleta leyó a Marx, a Freud, a Nietzsche. Y gracias a
Zuleta supo lo que quería hacer.
Las dos lecturas
Pocos países gozan del privilegio de tener en su nómina de escritores
de primer orden a un Molano. Su obra es literatura y a la vez supera la
literatura, porque puede ser leída desde dos orillas, dependiendo del
azar de cómo caiga la moneda: como Historia convertida en literatura y
como literatura convertida en contra-Historia.?De un lado, está el
hombre que lleva más de cuarenta años internándose en las zonas más
remotas y olvidadas de un país que es un puro alejamiento de sí mismo.
Un país sin un sistema fuerte de carreteras, con un paisaje tan quebrado
y arisco que funciona como una muralla china natural que lo separa y lo
aísla por dentro. Un país con una clase dirigente enclaustrada en la
frescura de la alta montaña, lejos del mar y lejos de la selva, y uno
que mira su propia geografía no colonizada por las élites con la
suspicacia y el desdén que se reserva para los enemigos menores. Ese es
el hombre que ha recogido y consignado para la historia el testimonio de
quienes han sido olvidados por el Estado. Ha sido el mensajero de sus
voces.?Del otro, está el escritor que ha sabido capturar, con la
inteligencia literaria de los grandes narradores, los azares de la
condición humana, sus miserias, sus contradicciones, su lógica de
superviviente, la inmensa fortaleza del espíritu humano y su casi
siempre escondida vulnerabilidad. En los personajes de Molano estamos
todos los hombres: con nuestras miserias y sueños, nuestra ambición,
nuestra capacidad para la traición y para el amor, nuestra ingenuidad y
nuestro dolor. Por eso Molano no le gusta a los académicos: porque reúne
en una sola voz la voz de muchos. Construye personajes que no son
literales pero sí verdaderos, que es al fin y al cabo una de las cosas
que hacen todos los grandes escritores.
La vida
Casi todos los libros de Alfredo Molano han surgido de una premisa sencilla: “Es que yo he ido para donde la gente va”, dice con ese raro don que tiene, casi rulfiano, para volver poesía las afirmaciones sencillas.?Así llegó, a mediados de los años setenta, al piedemonte llanero: siguiendo a los campesinos expulsados con una violencia terrible de las tierras en Sucre, tras la paralización de uno de los intentos de reforma agraria en Colombia. Si Molano ha recogido el tema de la coca, no es porque le importe el tema de la coca. Lo que le ha importado toda su vida es seguir la ruta de los desposeídos. Y si los campesinos convertidos en colonos llegaron a la zona del Ariari, pues allí estaba la coca y allí estaban las Farc. Y por eso Molano ha sido el cronista no del negocio, no de la guerrilla, no de la violencia, sino de la vida de la gente que se ve atrapada y sufre en los vaivenes del negocio y de la guerra. Porque las Farc, la coca, la minería, el desplazamiento masivo, la violencia, no son temas, no son asuntos: son la realidad cotidiana de todos los colombianos pobres que no viven en las grandes ciudades. Es decir, de la mayoría de los colombianos. “En Colombia, casi todo campesino puede decir que su padre, o su tío, o su abuelo fue asesinado por la fuerza pública, por los paramilitares o por las guerrillas. Esa es la diabólica inercia de la violencia”, ha escrito.
Su método, ese que ha generado prevención en la academia, es el de
sentarse a conversar. A preguntar. A oír. A hablar. Alguna vez dijo que
si la gente le contaba sus cosas era porque él también le contaba a
ellos las suyas. Y lo que ha logrado es mostrarnos, sin falsas
conmiseraciones, que el alma de ese otro tan lejano de nosotros, de
quienes vivimos en la comodidad de lo urbano, es decir, de quienes
estamos insertos en el sistema, es idéntica a la nuestra. Pero que su
fortaleza ha sido puesta a prueba de una manera brutal, hundida en la
injusticia de ese mismo sistema que permite nuestra comodidad.?Uno
podría decir que lo mismo hace una novela: los personajes se ven
abocados a situaciones extremas para que se manifieste el carácter, es
decir, el destino. Pero cuando uno lee los textos de Molano, el fantasma
de la casi literalidad de ese personaje que ronda al lector, ese saber
que el otro está ahí, al otro lado del mismo tiempo y espacio geográfico
y no exclusivamente en la imaginación de quien escribe, perturba de
manera doble: por eso es que Molano supera la literatura. Un hombre
puede decir: “Madame Bovary no existe”. O “mi esposa no se parece a
Madame Bovary”. Un hombre no puede decir lo mismo de un personaje de
Molano, a pesar de que ese personaje sea un personaje literario. El
fantasma es real.
La escritura
La marca de muchos grandes artistas es la terquedad. El empeño obsesivo
en una sola cosa: Pollock, Rothko, Caballero, Faulkner, Onetti, Vallejo,
Rulfo. Como si cada obra nueva fuera la evidencia de que la anterior
fue insuficiente, vuelven y agarran el mismo barro. Molano también es
así. Y quizás por eso es que no parece escritor. No cambia de registro.
Año tras año, hace exactamente la misma cosa. Solo al final, el que
observa se da cuenta de lo potente que logra ser una obsesión
disciplinada.
Y está el artificio. El artificio literario. Su talento literario
produce enorme placer estético en el lector. Y la textura de ese talento
es particular. Se podría aventurar que una de las razones (que la
crítica literaria descartaría de inmediato) por las cuales el Quijote ha
perdurado tanto tiempo como obra canónica de la literatura, es por la
falta de vanidad de esa escritura. Uno podría apostar que Cervantes era
un hombre modesto. Si bien es posible imaginar que el ejercicio de
escribir literatura requiere convocar toda la fuerza del amor propio –si
no, el peligro de la severidad consigo mismo impediría toda pretensión
literaria– hay ciertos escritores cuya voz logra transmitir la belleza
de una humildad genuina. Y esos escritores conmueven al lector de una
manera particular. La escritura de Molano tiene ese acento. Como lo
tiene su vocación de andar queriendo contar la vida de los otros, para
dignificar, sin condescendencia, las vidas sometidas a injusticias
sistémicas. De nuevo aparece esa doble condición, en la que ética y
estética se funden en una sola voluntad. Y está también un discreto
lirismo. Sus textos son capaces de hacerle creer al lector que agarran
al vuelo la sabia sencillez de la lengua popular. El lector se topa con
párrafos como este: “Salí y de entrada me preguntaron si yo era la mamá
de Jaime. Ahí mismo sentí otra vez ese frío de muerte que contagian los
muertos que son de uno, y entonces pregunté qué le había pasado a mi
hijo.?—Que lo mataron al amanecer —me contestaron.?¡Dios mío bendito!
¡Qué vacío sentí en el cuerpo! Qué ganas de seguirme muriendo con mi
muchacho. Dios sabe cómo hace sus cosas. Pero uno no”. Toda su obra es
así. Bella, terca y humilde. Y en ella se refleja la grandeza de un
escritor fuera de lo común, empeñado en pintar la trágica belleza de lo
común y corriente.