Fue un día de verano común y corriente, que a la postre cambió la historia de la literatura
James Joyce, uno de los más importantes escritores de la historia. / elespectador.com |
En una torre al lado del mar, el joven
Stephen Dedalus discute con un amigo y le devuelve la llave quedándose
sin alojamiento. Después, Stephen se entrevista con el viejo rector de
un colegio para gomelos donde da clases de literatura. El viejo le paga
su sueldo y le entrega un artículo sobre el peligro de la fiebre aftosa.
Stephen sale a vagabundear a la playa, contempla a lo lejos la torre a
la que no volverá nunca, deja que su imaginación vague sin concluir nada
y regresa a la ciudad, Dublín, abandonando sobre una roca un pañuelo
lleno de mocos y seguido por un bergantín de tres palos que entra al
puerto.
Esa misma mañana, el señor Leopold Bloom, de profesión
vendedor de anuncios, despierta en el lecho que comparte con su esposa
Mary, de profesión cantante. Mr. Bloom prepara el desayuno para su
mujer, se lo lleva a la cama donde le explica mal el significado de la
palabra “metempsicosis” y habla con ella de libros levemente
pornográficos. Después, come un jugoso riñón de cerdo, caga
puntualmente, mientras lee mediocre periodismo irlandés, y sale a la
calle, olvidando la llave de su casa en un bolsillo de la ropa que se
puso el día anterior.
La odisea de este par de mediocres sin llave
sigue su curso durante este 16 de junio cuando pasa de todo y no pasa
nada. Bloom visita las oficinas del periódico donde trabaja, vaga por
las calles soñando con los anuncios que piensa vender, almuerza, va a un
entierro, es engañado por su mujer, se masturba mirando a una coja y
asiste al nacimiento de un niño. Por su parte, Stephen da una
conferencia en la biblioteca de Dublín, donde demuestra que Shakespeare
es el fantasma del padre de Hamlet, habla con su hermana Dilly y se
prepara para una noche de alcohol. Finalmente, Bloom y Stephen se
encuentran y van a un burdel donde se emborrachan. Bloom invita a
Stephen a su casa, a la que tiene que entrar por la puerta del servicio,
y le da un chocolate caliente. Los dos hombres conversan y Stephen se
despide de Bloom y sale a la calle, donde sospechamos que seguirá hacia
el destierro. Por su parte, Bloom vuelve al sobre conyugal con su mujer
adúltera y descansa. Ha viajado. El día se cierra con un mar de palabras
sin signos de puntuación que ocupa 60 páginas y empieza y termina con
la palabra yes.
Mal contado, esto es Ulises, la obra mayor de
James Joyce, un genio que logró reunir en un libro el más profundo
simbolismo y el realismo más crudo. Irónico y con la insolencia
necesaria para creerse Shakespeare y pensar que tenía la capacidad de
abolir el tiempo, Joyce nos dejó esta joya para ver si entendíamos que
sólo asumiendo la vida con toda su mugre era posible llegar al cielo.
Durante
más de un siglo, académicos, psicoanalistas y críticos de salón han
destripado el Ulises y hurgado en sus entrañas buscando mensajes
ocultos. Joyce se divertía estimulando esta lectura carnicera. Muerto de
risa, se preocupó por difundir el atemorizante rumor de que en su
novela había “algo más que lo evidente”, logrando que sus críticos se
sintieran brutos y vacilaran a la hora de cuestionarlo. Esto, desde
luego, no evitó que Ulises fuera censurado y que miles de ejemplares de
esta novela magnífica ardieran en una hoguera atizada por funcionarios
mediocres todavía más brutos que los críticos académicos. Pero esa es
otra historia. En 1950 Occidente decide perdonar los pecados de su
artista más grande y lo entroniza en el panteón de los inmortales. Desde
entonces, ya todos tienen clara la excelsa calidad literaria de una
obra que pocos han leído y nadie está seguro de entender.
Para
evitar osos, cuando Valery Larbaud presentó en sociedad el Ulises lo
hizo siguiendo un manual de lectura confeccionado por el mismo Joyce,
donde se delataban las referencias homéricas y las partes del cuerpo
humano a las que correspondían cada uno de sus capítulos. Con el tiempo,
esta lectura prejuiciosa perduró y sucesivas generaciones de críticos
descubrieron referencias al Talmud, al tarot, a la alquimia, al cine, al
lenguaje periodístico, a Swift y a Swinburne, a anónimos poetas
isabelinos. Lo aterrador es que todos estos hallazgos son reales. Joyce
los puso en el texto de manera intencional logrando que el Ulises, con
su avasallante dotación de treinta mil palabras distintas, no sólo sea
el inventario de un idioma, sino el de una cultura.
Ulises es una
novela monstruo con varios corazones, como el Kraken, y miles de ojos,
como Argos. Un espanto mitológico, pero también un espanto de comedia.
Joyce multiplicó con rigor de erudito los símbolos y las recurrencias
con una obvia intención de burla. Le debían parecer muy graciosos los
esfuerzos que haría después un ejército de incompetentes por penetrar en
un texto que cifró de manera muy astuta.
A estas alturas, ya
habrá más de uno que piense que me estoy tomando a Joyce a la ligera,
que al acusarlo de payaso y negarme a hablar de su discurso oculto le
estoy quitando méritos. Error. Joyce fue una mente superior, con todo lo
que eso comporta. Para ponerlo en sus palabras: “un hombre de genio no
comete errores. Sus errores son voluntarios y son puertas al
conocimiento”. Así que el tono irónico que atraviesa Ulises como un
relámpago es deliberado. La primera vez (me refiero a Shakespeare, of
course) fue tragedia; la segunda debía ser farsa.
En Ulises nada
es serio. O mejor dicho: todo es trascendente, pero es tratado de una
manera que atenta contra la formalidad. No en vano Joyce era un
simbolista, alguien que sabía que detrás de los actos más cotidianos se
agazapa un signo capaz de abrir las puertas del más allá. Pero también
era un realista, alguien que tenía claro que ese más allá arranca en
este más acá que nos constituye, donde el más elevado de los
pensamientos y la más atroz de las pasiones son meras reacciones
químicas. Como decía Paul Eluard: hay otro mundo, pero está en éste.
Por
eso, las discusiones sobre el “monólogo interior”, el laberinto, las
llaves perdidas, Ícaro y su mujer pájaro, los cuernos de Shakespeare, la
influencia de la escolástica o la canción de las sirenas, no sólo son
inútiles, sino aburridas. Joyce se burló de todo eso al hacer su
pregunta definitiva: “¿Qué nombre usó Ulises cuando vivió entre las
mujeres?”. No lo sabremos nunca. Todo es tan incierto que dan ganas de
vomitar, pero vayámonos acostumbrando porque el tiempo de las respuestas
fáciles pasó. Estamos condenados a la penumbra.
Entonces, es
mejor leer Ulises sin pretensiones hermenéuticas. Dejarnos ir y ya, sin
pensar tanto. Así entenderemos de una que esta novela espléndida nos
propone un desafío elemental: disfrutar con la prosa de alguien que está
colocado en el umbral de los sueños, un mediador entre este mundo y el
otro que sabe que no estamos condenados a la ceguera, sino apenas a la
penumbra, y que es posible conocer la luz y ser iluminados por su
recuerdo. Porque, ya entrados en gastos, hay que admitirlo: existe un
momento de excepción deslumbrante en que las contradicciones de nuestra
vida miserable desaparecen. Se llama epifanía y Joyce tuvo la suya y
todos merecemos la nuestra.
Entre otras cosas, porque el 16 de
junio de 1904 tal vez sí sucedió algo especial. Joyce conoció a Nora una
semana antes, el 10 de junio de 1904. Nora Barnacle, la mujer pájaro
que lo llevaría volando lejos del laberinto de Dublín y sería su musa
durante 35 años. Su esposa, su única patria, que le dio una familia,
garantizó la existencia del Ulises, que yo escriba estas páginas y que
ustedes las lean en este momento. Todo esto porque tal vez, sólo tal
vez, James y Nora hicieron el amor bajo los rododendros ese día de
verano que parecía tan común y corriente.