José Ovejero empieza hoy una serie sobre su periplo por América y España por donde irá promocionando su libro La invención del amor, ganadora del premio Alfaguara de Novela 2013
He acabado la promoción en España de La
invención del amor con una sesión de firmas en la Feria del Libro de Madrid. Lo
he hecho en la caseta de Enclave
de libros, una de esas pequeñas librerías que, a pesar de la crisis, del
libro electrónico, de la piratería, de todos los peligros que acechan al libro
en papel, siguen considerando que merece la pena defender aún unos años esa
forma de transmisión de cultura y experiencia. Producen cierta ternura, como
contemplar animales en vías de extinción.
Durante las firmas se acerca gente de
todo tipo. Hay quien inspecciona el texto de la solapa con gesto de
desconfianza, con el cuerpo ya medio girado para marcharse. A pesar de la
intensa campaña de promoción, los más de los que pasan delante de mi caseta no
saben quién soy; supongo que debería sentir alivio: la publicidad no lo puede
todo.
Un señor portugués llega para que le
firme todos -¡todos!- mis libros, incluso alguno que he publicado junto a otros
autores. Poco después, una mujer de mediana edad atraviesa los metros que la
separan de la caseta con pasos lentos, deliberados, me contempla con cierto
desdén, lee el título de mi novela en voz alta. Vuelve a mirarme como un
gigante contemplaría a un enano que viene a retarle para un duelo. “El amor no
se inventa, se vive”, me explica y, ya alejándose, añade: “YO” –le sale así, en
mayúsculas, un yo solemne, casi aristocrático-, “YO lo he vivido”. Después se
marcha con una sonrisa orgullosa, como si fuese la única mujer sobre la Tierra
que ha sido amada.
Marcamos con ritos los momentos
importantes de nuestra vida para que no sucedan sin más, para detenernos en
ellos y saber que años después recordaremos ese instante o ese día como aquel
que produjo un cambio, que dio inicio a algo, triste o alegre o sencillamente
trascendente para nosotros.
Yo me he comprado una libreta nueva y un bolígrafo para iniciar el blog, un rito como de otro tiempo –pero casi todos los ritos son de otro tiempo-. Antes los caballeros llevaban sus armas a bendecir. Los ritos que nos han acompañado durante los últimos siglos tienen en general un origen religioso. Salvo esas estúpidas despedidas de soltero, la manera más vulgar y ruidosa que conozco de dejar atrás una etapa y comenzar otra, apenas tenemos ritos laicos. Tan solo actos administrativos.
La editorial Demipage publicó El árbol rojo, un atractivo libro de poemas precisamente para ser leídos en esas ocasiones en las que querríamos que las cosas no transcurriesen sin ser notadas, sin esa pausa y esa concentración que su importancia exige.
A pesar de lo paradójico de iniciar un texto digital con herramientas tan analógicas como una libreta y un bolígrafo, no se me ha ocurrido rito mejor. Al fin y al cabo, la mayor parte de mi formación sentimental pertenece a la era del papel.
Los próximos días iré anotando lo que observe, piense, sienta. Este viaje, más bien, los próximos viajes no deben ser un mero pasar de un lugar a otro, de una entrevista a otra, de un encuentro a otro; incluirá ese desdoblamiento que supone detenerse a pensar y escribir. Nunca he escrito diarios ni blogs, pero ahora siento que me vendrá bien salir del ritmo alocado de la promoción y detenerme a preguntarme: ¿qué he hecho hoy? ¿qué he visto? ¿qué me ha ocurrido? ¿qué he provocado que ocurra? ¿Qué voy descubriendo de la vida cultural de este país que visito brevemente? Una forma de meditación laica que me gustaría mantener también el resto de los días, cuando no viaje, cuando esté en eso que llamaría mi vida normal, que también transcurre a una velocidad en la que me distancio tanto de mí mismo que a menudo solo me veo la espalda. Solo que entonces puede que no lo publique.
Un momento de descanso, como en el título de la novela de Orejudo, eso debe ser este blog. Y no siempre tendré a mano el ordenador o no me apetecerá abrirlo, por eso vuelvo a escribir a mano como primer paso para narrar. Hace muchos años que no lo hago.
Me consta que hay escritores que aún -¿aún?- escriben a mano sus novelas. Enrique de Hériz me dijo que lo hacía y más de una vez he oído de otros que siguen aferrados a la pluma o el bolígrafo. Por primera vez entiendo que puedan sentir placer al hacerlo.
El primer destino es México. He estado varias veces allí. He recorrido solo o acompañado desde Chihuahua a Chiapas. La última vez fue el año pasado, cuando estuve en el Hay Festival de Xalapa. Entre los muchos recuerdos de esos pocos días, hay uno desagradable, más bien, uno de esos momentos en los que nos gustaría haber actuado de otra manera (suelen ser los momentos que más tiempo nos acompañan, por eso fotografiamos los instantes felices: para compensar que la memoria tiende a conservar los instantes tristes, dolorosos, o aquellos de los que nos avergonzamos).
En Xalapa, en un acto que compartí con otros escritores, se levantó un chico muy joven y me preguntó: ¿Qué se siente cuando alguien te dice que eres el escritor más importante de su vida? Yo le respondí en tono de broma que nunca me habían dicho tal cosa pero que si alguien me dijera algo así en el futuro le buscaría a él para contarle qué se siente. El público se rió, el chico no.
Hoy lamento no haberle respondido más en serio. Porque, aparte del hecho anecdótico de que la pregunta estuviese dirigida a mí, señalaba un asunto nada banal: lo que escribimos afecta a otros, a veces profundamente.
Cuando alguien me da las gracias por haber escrito tal o cual libro o me dice que ha sido muy importante para él experimento una sensación de embarazo y he comprobado que otros escritores sienten algo parecido. Creo que porque nos están agradeciendo algo con lo que no pretendíamos hacer ningún favor a nadie. Como tantos escritores, escribimos por cierto interés personal. No todos somos Paolo Coelho. No pretendemos enseñar ni adoctrinar ni ayudar. Tan solo escribir.
Sin embargo, hace tiempo publiqué un artículo, Leer a los dieciocho, en el que hablaba precisamente de esa extraña sensación de que mis libros sean importantes, realmente importantes, para desconocidos con los que quizá me una muy poco, lo mismo que fueron fundamentales en mi juventud los libros de Cortázar, Handke, Yourcenar y de otros escritores menos señalados.
Por escéptico que se sea en cuanto al valor de la literatura, a su utilidad o trascendencia, al final siempre se te acerca alguien y, quizá venciendo su timidez, te dice: tu libro ha sido muy importante para mí. Y uno siente entonces, o yo lo siento, embarazo y agradecimiento porque aunque no era tu objetivo, te das cuenta de que ese lector está dotando de sentido a tu literatura, convirtiéndola en un auténtico acto de comunicación.
De todas estas cosas me habría gustado hablar con el chico de Xalapa en lugar de haberle respondido con una broma tonta. ¿Leerá esta disculpa?
Yo me he comprado una libreta nueva y un bolígrafo para iniciar el blog, un rito como de otro tiempo –pero casi todos los ritos son de otro tiempo-. Antes los caballeros llevaban sus armas a bendecir. Los ritos que nos han acompañado durante los últimos siglos tienen en general un origen religioso. Salvo esas estúpidas despedidas de soltero, la manera más vulgar y ruidosa que conozco de dejar atrás una etapa y comenzar otra, apenas tenemos ritos laicos. Tan solo actos administrativos.
La editorial Demipage publicó El árbol rojo, un atractivo libro de poemas precisamente para ser leídos en esas ocasiones en las que querríamos que las cosas no transcurriesen sin ser notadas, sin esa pausa y esa concentración que su importancia exige.
A pesar de lo paradójico de iniciar un texto digital con herramientas tan analógicas como una libreta y un bolígrafo, no se me ha ocurrido rito mejor. Al fin y al cabo, la mayor parte de mi formación sentimental pertenece a la era del papel.
Los próximos días iré anotando lo que observe, piense, sienta. Este viaje, más bien, los próximos viajes no deben ser un mero pasar de un lugar a otro, de una entrevista a otra, de un encuentro a otro; incluirá ese desdoblamiento que supone detenerse a pensar y escribir. Nunca he escrito diarios ni blogs, pero ahora siento que me vendrá bien salir del ritmo alocado de la promoción y detenerme a preguntarme: ¿qué he hecho hoy? ¿qué he visto? ¿qué me ha ocurrido? ¿qué he provocado que ocurra? ¿Qué voy descubriendo de la vida cultural de este país que visito brevemente? Una forma de meditación laica que me gustaría mantener también el resto de los días, cuando no viaje, cuando esté en eso que llamaría mi vida normal, que también transcurre a una velocidad en la que me distancio tanto de mí mismo que a menudo solo me veo la espalda. Solo que entonces puede que no lo publique.
Un momento de descanso, como en el título de la novela de Orejudo, eso debe ser este blog. Y no siempre tendré a mano el ordenador o no me apetecerá abrirlo, por eso vuelvo a escribir a mano como primer paso para narrar. Hace muchos años que no lo hago.
Me consta que hay escritores que aún -¿aún?- escriben a mano sus novelas. Enrique de Hériz me dijo que lo hacía y más de una vez he oído de otros que siguen aferrados a la pluma o el bolígrafo. Por primera vez entiendo que puedan sentir placer al hacerlo.
El primer destino es México. He estado varias veces allí. He recorrido solo o acompañado desde Chihuahua a Chiapas. La última vez fue el año pasado, cuando estuve en el Hay Festival de Xalapa. Entre los muchos recuerdos de esos pocos días, hay uno desagradable, más bien, uno de esos momentos en los que nos gustaría haber actuado de otra manera (suelen ser los momentos que más tiempo nos acompañan, por eso fotografiamos los instantes felices: para compensar que la memoria tiende a conservar los instantes tristes, dolorosos, o aquellos de los que nos avergonzamos).
En Xalapa, en un acto que compartí con otros escritores, se levantó un chico muy joven y me preguntó: ¿Qué se siente cuando alguien te dice que eres el escritor más importante de su vida? Yo le respondí en tono de broma que nunca me habían dicho tal cosa pero que si alguien me dijera algo así en el futuro le buscaría a él para contarle qué se siente. El público se rió, el chico no.
Hoy lamento no haberle respondido más en serio. Porque, aparte del hecho anecdótico de que la pregunta estuviese dirigida a mí, señalaba un asunto nada banal: lo que escribimos afecta a otros, a veces profundamente.
Cuando alguien me da las gracias por haber escrito tal o cual libro o me dice que ha sido muy importante para él experimento una sensación de embarazo y he comprobado que otros escritores sienten algo parecido. Creo que porque nos están agradeciendo algo con lo que no pretendíamos hacer ningún favor a nadie. Como tantos escritores, escribimos por cierto interés personal. No todos somos Paolo Coelho. No pretendemos enseñar ni adoctrinar ni ayudar. Tan solo escribir.
Sin embargo, hace tiempo publiqué un artículo, Leer a los dieciocho, en el que hablaba precisamente de esa extraña sensación de que mis libros sean importantes, realmente importantes, para desconocidos con los que quizá me una muy poco, lo mismo que fueron fundamentales en mi juventud los libros de Cortázar, Handke, Yourcenar y de otros escritores menos señalados.
Por escéptico que se sea en cuanto al valor de la literatura, a su utilidad o trascendencia, al final siempre se te acerca alguien y, quizá venciendo su timidez, te dice: tu libro ha sido muy importante para mí. Y uno siente entonces, o yo lo siento, embarazo y agradecimiento porque aunque no era tu objetivo, te das cuenta de que ese lector está dotando de sentido a tu literatura, convirtiéndola en un auténtico acto de comunicación.
De todas estas cosas me habría gustado hablar con el chico de Xalapa en lugar de haberle respondido con una broma tonta. ¿Leerá esta disculpa?