¿Por qué hacer una reseña de una novela de finales del siglo XIX, de1881?
La novela, Retrato de una dama, de Henry James/revistagalactica.com |
Reviso el catálogo de la Biblioteca Luis Ángel Arango: desde 1984, no hay ediciones de Retrato de una dama,
pese a que la película dirigida por Jane Campion es de 1996. ¿Por qué
hacer una reseña de una novela de finales del siglo XIX (1881)? Llego a
la novela, precisamente porque vi primero la película, porque esta me
dejó con muchas preguntas, con demasiadas ambigüedades y esperaba que la
novela me las despejara; al fin y al cabo, era una novela decimonónica
y, según lo que me han enseñado, la gran mayoría de ella no está
interesada en dejarle dudas al lector. Sin embargo, James parecía estar
más cerca del siglo XX que del XIX y me haría comprender que lo más
interesante de su heroína no era su pasado, sino la perspectiva de su
incierto futuro.
El libro llega a mí como un regalo, como un agradecimiento. Es un
libro leído, viejo, amarillento, con hongos, que perteneció a la
biblioteca de Eduardo Pachón Padilla, el único crítico literario que,
hasta el momento, se ha atrevido a hacer una historia del cuento en
Colombia; su sello está en la primera y última página. Me gustan el olor
y la apariencia del libro, me gusta que sea de tapa dura, me gusta que
sea marrón, me gusta que el icono de la colección de la editorial esté
en bajo relieve en la tapa, me gusta que los lomos estén descosiéndose,
me gusta que parezca una Biblia y que no lo sea.
La novela de Henry James es mejor que cualquier novela del siglo XIX
que haya caído en mis manos; siento que la narrativa occidental moderna
le debe más a James que a Proust, siento que ninguna palabra de Proust
se ha quedado en mi memoria –quizá porque no he podido terminar
ninguna–, pero sí muchas de las de Retrato de una dama (y de Las alas de la paloma).
Los personajes de James no tienen etéreos ideales como los de Stendhal y
Flaubert, pero sí tienen una interioridad mucho más profunda y, por
ende, compleja.
En tiempos en que la mujer sólo podía esperar casarse para tener un
destino, Isabel Archer, la protagonista de esta novela de James, quiere
hacerse uno propio y su primo le brinda los medios para hacerlo: le cede
la gran fortuna que su padre pensaba heredarle. Ser mujer y vivir en el
siglo XIX tenía sus límites hasta para una estadounidense viviendo en
Europa con todo el dinero posible… Isabel recorre el mundo en dos años y
piensa que ya lo ha visto todo, así que no queda otra cosa más que
casarse; el problema es escoger con quién. El dinero ya no sería un
obstáculo para elegir un esposo, pero sí la ingenuidad y las reglas
impuestas por una sociedad aún demasiado estrecha. Ahora, aquí, me
cuesta pensar que mi destino pueda estar únicamente en manos de una
pareja, me resisto a creer que mi imaginación no me dé para más. Aunque
Isabel tuviera una inteligencia superior a la de la mayoría de las
mujeres, a pesar de que lo único que quería era ser ella misma y tener
su independencia personal, termina aceptando la propuesta de matrimonio
del ser más mezquino que el lector se pueda imaginar: Gilberto Osmond.
Pienso que muchas veces caemos en trampas, que muchas veces, sin
quererlo, nos ponemos en peligro, nos dejamos atrapar en jaulas.
Desconocemos los motivos de los demás, no tenemos la capacidad de leer
bien sus intenciones y nosotros mismos cerramos la puerta. Me siento
como una lectora del siglo XIX y sufro la misma decepción de Isabel. Hay
hombres –y mujeres– más centrados en su apariencia que en su alma, más
pendientes de lo que dicen y piensan los demás de ellos, que en ellos
mismos. Hay hombres –y mujeres– mezquinos (tanto con sus bienes
materiales como –lo más triste aún– con sus sentimientos) que saben
camuflar su mezquindad con palabras y ademanes estudiados, que saben
decir (con las pausas y entonaciones aprendidas) y hacer lo que piensan
que se espera de ellos en cada momento o, mejor aún, lo que es más
adecuado a sus intereses. Su sinceridad es inversamente proporcional a
su ambición (de ser, de tener, de gustar, de ostentar), su ambición es
su forma de vengarse de un mundo que creen injusto porque no les ha dado
el lugar que creen merecer y de burlarse de unas personas que creen
inferiores a ellos mismos (aunque muy en el fondo sepan que no lo son,
su enorme ego los llevará siempre a despreciar todo lo bueno que hay en
los demás de lo que no puedan beneficiarse-apoderarse de inmediato). La
mezquindad es su enfermedad, su locura y su desgracia. Uno de esos
tantos hombres –y mujeres– son Gilberto Osmond y Serena Merle
(estadounidenses, como Isabel, pero que se sienten más cercanos a la
cultura europea).
Sería yo también mezquina si les negara su inteligencia anclada en
sus modales refinados y apariencia impecable, su aparente conocimiento
del mundo (el que pueden ostentar en las conversaciones o en las
reuniones, o sea, sólo información, datos), pero también su incapacidad
de hacer algo genuino por sí mismos (son “diletantes estériles” –457–).
La pobreza de su corazón y de su mente es inversamente proporcional a su
ambición de triunfo social (aunque la disfracen bajo la apariencia del
desdén y del hastío). Así son Osmond y Merle:
Osmond vivía exclusivamente para el mundo, bajo la sutil
apariencia de preocuparse única y egoístamente de los valores
intrínsecos. Lejos de ser el dueño de él, como pretendía ser, era su
humilde siervo, cifrando todo su éxito en el grado de atención que al
mundo merecía. Vivía atento a él de la mañana a la noche, y el mundo era
tan rematadamente necio que no se daba cuenta del truco. Todo,
absolutamente todo lo que hacía era pura pose… una pose tan perfectamente estudiada que, si uno no sabía mirar a fondo, la tomaba por sincero impulso. (p. 520).
Isabel se enamora de la dignidad aparente de Osmond, de su desprecio
aparente del dinero y del reconocimiento social. Cuesta menos
equivocarse que aceptar que nos hemos equivocado. El ego tiende a pesar
más y nuestro orgullo nos hace difícil asumir nuestros errores. Creo que
esta es la gran fortaleza de Isabel y su gran aprendizaje: podemos
tener buenas intenciones, pero no por eso todas las acciones tendrán un
buen resultado; podemos querer “salvar”, ayudar, dar a otros, pero ellos
no siempre podrán apreciarlo. El resultado de lo que hacemos pocas
veces depende sólo de nosotros y es, como alguien me dijo, como una
barca conducida por nadie. Lo más interesante de todo esto es qué hará
Isabel. Cuando se sabe que no se puede seguir por el camino que hemos
llevado, que no podemos seguir manteniendo la decisión que hemos tomado,
que ya no podemos seguir dando a los otros, sino sólo pensar en
nosotros mismos, cuando la palabra “fracaso” empieza a ser una imagen
sólo para los demás (los que están ocupados en las apariencias), pero
que se queda sin significado para nosotros mismos, es el momento cuando
todo toma sentido, de nuevo. Se puede estar solo, pero la posibilidad de
ver más claro, de alejar las ilusiones, constituye los momentos más
interesantes de nuestras vidas, aunque sólo si se tiene un alma tan
grande y tan generosa como para ser capaces de hacernos responsables de
nosotros mismos: “Isabel se dijo entonces: Me pase lo que me pase,
yo no debo ser nunca injusta; mi deber es soportar yo misma mi carga y
no tratar de echársela encima a los demás” (p. 534); “[Isabel]
no podía desprenderse jamás de la idea de que la infelicidad era un
estado enfermizo… de sufrimiento, opuesto al de hacer. Hacer… algo,
fuere lo que fuere” (p. 547).
James parece decirnos que es rico no aquel que tiene mucho dinero, sino “los medios para satisfacer las exigencias de su imaginación”
(p. 244). Me pregunto qué haría si fuera rica, si tuviera todos los
medios posibles, si mi imaginación sería tan vasta como para responder a
la riqueza de esos medios o tan estrecha como para no saber qué hacer
con ellos… La imaginación de Isabel parecía amplia, pero no su sociedad
ni su experiencia de la vida; sin embargo, siempre hay alternativas: por
eso está allí Enriqueta Stackpole, la amiga de Isabel, la periodista,
la que sabe que no le gusta a todo el mundo, pero que es ella misma y es
independiente. La libertad completa es el sueño de todos, pero encierra
también un “esfuerzo incesante” (p. 296), la pregunta por si podremos
“emplearla admirablemente” (p. 296).
Honro mi biblioteca con este libro, con su autor y con el nombre de su antiguo dueño.
Henry James
Retrato de una dama
Traducción: Mariano de Alarcón
Buenos Aires: Emecé, 1944