viernes, 7 de febrero de 2014

Un trágico héroe papal

En Plegaria por un papa envenenado, publicado por Tusquets, el autor de  Los ejércitos  retrata el sino interno de este pontífice, atacado por la mafia y el oscuro mundo del Vaticano

Evelio Rosero, autor colombiano de Plegaria por un papa envenenado./elespectador.com

Un coro de prostitutas le habla al oído —al oído interior, a esa conciencia íntima— al papa Juan Pablo I, patriarca de Venecia primero, en humilde vestidura siempre y papa después, en 1978, sólo por 33 días, hasta que, postrado en cama, con una serie de documentos en las manos, lo encontró muerto sor Vincenza Taffarel, por un infarto al miocardio, dicen unos, aunque el papa tenía la tensión baja, y otros, por una dosis de veneno que vertieron en las gotas que tomaba cada noche en sagrada comunión. Y así murió el papa de sonrisa plácida que prefería llamar a sus feligreses hermanos, no hijos, que quizá habría abierto un camino variopinto en la Iglesia y se hubiera desprendido de la cerrazón de un dogmatismo que percibió rodeado de mafia, de oscuros pasillos que daban a la nada y de la nada venían. ¿Qué era eso? ¿Qué era esa comunión de puertas y de pasillos sacrosantos en donde copulaban la mafia siciliana y los sagrados preceptos? El papa no sabía, pero sabía que se asomaba por sobre su cabeza un monstruo de alas grandes, de carne dura, tiesa, y fue por eso que dijo a sus electores, a aquellos que lanzaron humo blanco el sábado 26 de agosto de 1978: “Dios os perdone por lo que habéis hecho conmigo”.
En tono de tragedia, Evelio Rosero recuerda así la historia del pontificado de Juan Pablo I, Albino Luciani de nacimiento, su trasgresión y su sospechosa muerte. Rosero, nacido en 1958 y autor de Los ejércitos, se documenta con extensión para Plegaria por un papa envenenado: acude a En nombre de Dios, de David Yallop, y también a Pontífice, la obra de Gordon Thomas y Max Morgan-Witts. Los datos gruesos encuentran espacio entre líneas poéticas: no es una novela histórica, no es un referente de la historia vaticana, sino la tragedia poética de un papa con espíritu prosaico. Rosero se acerca al retrato del papa con elementos muy variados: diálogos a modo de teatro, una prosa poética constante, diálogos sin descripción de los personajes y, del mismo modo que en Los ejércitos, un discurso que acude a las comas para aumentar el ritmo, como un río que corre bravío.
Más allá de su técnica, que arriesga más que en sus anteriores novelas, Rosero conjuga en esta novela la tragedia y la historia. En La carroza de Bolívar ya se había enfrentado a un personaje histórico, de quien se habían escrito miles de páginas que alababan o contradecían su imagen. En esta ocasión, a pesar del grado histórico de su personaje, Rosero excava aún más en su condición: está interesado en conocer sus pasajes internos, su infierno propio, alimentado y desgraciado por cuanto sucede en su mundo exterior. Es el camino a la muerte de Albino Luciani, el papa que lucha contra lo innombrable.
Así se lo muestra en varias ocasiones, desesperado, sorprendido por cuanto halla en la casa de Jesús.
“Luciani: ¿Qué significa todo esto?
Monseñor Benelli: Evasión de impuestos, Albino. Marcinkus vendió las acciones del Banco de Venecia a un precio deliberadamente bajo. Pero la cantidad que recibió Marcinkus es de unos 47 millones de dólares.
—¿Qué tiene que ver todo esto con la Iglesia de los Pobres? En nombre de Dios...
—No, Albino. En nombre del dividendo”.
¿Qué es ese mundo adherido a la codicia y la perdición sexual, ese entorno que primero se declaró casi asceta y luego cedió con tan fácil disposición a la carne y a los gustos del dinero? El papa Luciani no sabe, y se sabe perdido.
Rosero describe el sino trágico con claves muy parecidas a las de la tragedia griega, con un coro de prostitutas que le canta de fondo, que juegan como voces de la consciencia y de la verdad. Que sean prostitutas y que sean la verdad es, en muchos sentidos, un modo estético. Es una voz que, además de jugar como puente entre la narración del mundo real (engañoso) y la consciencia (plena de verdad), presta un canto poético. Por ejemplo:
“—Basta! Deja ya de recurrir a tu cronista lúcido! Vuelve a tu voz, oh cobarde! Vuelve con tu pluma triste, plumífero! Endereza las cargas, se te caen, se te están cayendo!
—¿O prefieres venir con nosotras, las lascivas madres que todo lo consuelan? Abandona ese vano esfuerzo que nada retribuye, ven y sumérgete en nuestros cuerpos, bucea en sus húmedas profundidades, nosotras te contaremos mejor, de viva voz, todas las cosas ocurridas y por ocurrir en este mundo y en el otro!”.
El coro trágico conoce el futuro de su personaje, lo advierte, pero el papa Luciani prefiere desobedecer. Y sigue. De manera que su figura, más allá de la de un mero sacerdote que llegó al trono papal, es la de un héroe que recoge sus piedras, las lanza y de repente ve que se vuelven contra él, que cuanto pensaba de la justicia y la equidad, del regocijo y la meditación, son extravagancias en un mundo convertido en casa de demonios. El padre Luciani sería un digno representante de Sófocles: ha perdido los ojos y la vida por cuanto creyó cierto y verdadero y genuino. Su sino es la muerte, ese infierno pleno de voces que rara vez se identifican.
Poco a poco, el Vaticano, hogar inmenso de puertas secretas y corros de rumores, ha devenido para Luciani en un infierno: no sabe recorrerlo, no sabe en qué lugar está, y en su habitación hay una puerta secreta que conduce no sabe a dónde, que es sueño y desgracia, pecado y virtud. Rosero recoge esta expresión interior de Luciani en una prosa delicada y desbocada al mismo tiempo. Escribe en la página 111: “Veía su cama, la mesita de noche, los documentos que había puesto encima, no grandes lecturas, pensó, sino pobres documentos asustadores, y el pequeño frasco del remedio que debía beber todas las noches: se incorporó y se lo bebió de un trago. Hubiese preferido agua pura de las montañas, el agua que bebía después de la jornada, cuando iba a la escuela con los pies descalzos; terminada la lección debía llevar la vaca al pasto y cortar heno; también de seminarista se pasaba los veranos cortando heno en las montañas: agradecía a Dios el agua pura del río que lo aliviaba”.
El papa Luciani está embriagado por su propia virtud, que es motivo de desprecio. Y su muerte es un sueño extenso, inusual y a menudo cargado de dolor. Luego, el sueño va pasando, se transforma en nobleza y quizá en alegría. Rosero convierte esa tragedia inicial en una expresión de Luciani: cuando reconoce su tragedia, se exilia allí, lejos del mundo que lo engañaba. Embriagado en su propia condición, Luciani es un héroe trágico. Tan parecido a cuanto escribía Friedrich Nietzsche en El nacimiento de la tragedia: “Cuando no se lo ha experimentado en sí mismo, ese estado (de embriaguez) sólo se lo puede comprender de manera simbólica: es algo similar a lo que ocurre cuando se sueña y a la vez se barrunta que el sueño es sueño”.